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Domingo, 5 de julio de 2015

PAZ Y HUMOR

En Gran Cabaret, su última novela, David Grossman imagina un monólogo de humor tan cruel como liberador, que condensa el drama de un hombre que más allá de su subjetividad entronca con la realidad social e histórica de Israel, el enfrentamiento con Palestina y la búsqueda –que el propio Grossman sostiene en forma inclaudicable con su militancia– de la paz.

 Por Laura Galarza

“Supongamos que hay un grupo de niños que vuelve de la escuela. Los niños van riéndose, charlando, gritando. Como niños que son. Uno de ellos se agacha para atarse el cordón de la bota. Ahora bien, si el grupo se para al instante, todo el grupo, hasta los que están de espaldas a él y no ven que se ha agachado, si todos se paran al momento y lo esperan, quiere decir que pertenece al grupo, que es popular. Pero si ni siquiera se dan cuenta de que se ha parado y sólo cuando están en la fiesta de fin de curso de octavo uno se pregunta: ¿qué fue de aquél que se paró a atarse la bota? Entonces deberían saber que ése soy yo.”

Después de leer a David Grossman, el lector necesitaría alguna especie de retiro espiritual. Un tiempo y espacio para el despliegue irrestricto del goce que deja su lectura. Que las palabras terminen de horadar el alma y moldear al hombre nuevo que acaba de cerrar el libro. Y al final de ese viaje a las profundidades que implica cada vez adentrarse en la obra de Grossman, volver al mundo de manera más vital y consciente.

Aquel niño que se ata los cordones y por el que nadie se detiene es Dóvaleh, el personaje de Gran Cabaret, última novela de Grossman. Dóvaleh es ahora un cómico que hace stand up en un local nocturno de la costa de Israel. Dentro de ese reducto asfixiante, el lector –en sintonía con los espectadores– puede sentirse, en un primer momento, desconcertado. Porque como el lobo vestido de cordero, este hombre, más que contar chistes, manipula a su público haciéndolo pasar de la risa al llanto, de la prepotencia a la desolación, como un titiritero con su muñeco.

Si reírse es tomar conciencia, eso es lo que hace magistralmente Grossman a través del hábil provocador, Dóvaleh, que empieza bien arriba y con el chiste fácil, pasando por el humor político y de denuncia.

¿Quién puede hacer humor con el horror? Grossman puede. Desde Sigmund Freud hasta Slavoj Zizek, que acaba de publicar Fragmentos de mis chistes, mi filosofía, se sabe que el chiste, más allá de ayudarnos a digerir la cruel realidad, tiene el estatuto de formación del inconsciente. Al igual que un lapsus, un sueño o un síntoma, tiene estatuto de verdad. En este caso no sólo para un sujeto, sino para toda una sociedad. “Una verdad revelada a través de un efecto de desconcierto e iluminación, que logra hacer evidente la fealdad escondida en el mundo de los pensamientos”, dice Freud. Y que puede aplicarse de punta a punta para Gran Cabaret.

Ahora bien, como para hacer humor se necesitan dos, es que desde una mesa cercana al escenario, Grossman sentará a quien será la contrafigura de Dóvaleh: el juez Avishai Lazar, amigo de la infancia del personaje. Han pasado treinta años desde que se separaron en Beer Ora, un campamento militar para adolescentes, y desde entonces no volvieron a verse. Dóvaleh buscó y encontró a su amigo sólo para pedirle –rogarle casi– que vaya a su show. Es así que por fuera de la escena, pero siendo la pieza fundamental para la construcción de conciencia de la novela, el juez amigo pasará esa noche por todos los estados (un poco como el lector) desde pedir la cuenta y querer irse, hasta llegar a replantearse todo. La soledad egoísta en la que vive desde que murió su mujer. O también por qué, aquél día en que vio cómo en el campamento tres niños fornidos se lanzaban una bolsa militar con Dóvaleh adentro, no hizo nada por su amigo. Se sabe: los payasos –esa lágrima pintada debajo del ojo– son tristes. Así es que las humoradas se van convirtiendo en pequeñas agujas alrededor de lo que va revelándose al juez y a los pocos espectadores que quedan en el recinto (algunos no lo toleran): el pasado de Dóvaleh. “Mientras mi padre me pegaba yo me imaginaba que venía una caravana de hormigas para llevarse el dolor de la cara o del estómago, triturarlo y distribuir las miguitas por otras partes del cuerpo menos sensibles al dolor.” Dóvaleh aviva la llama del fuego que le quema por dentro. La llama de la infancia. Porque lo que duele –sin excepción– es el pasado. Aquellas tardes en que Dóvaleh de pequeño empieza siendo payaso para su madre, intentando divertirla cuando ella llega de la fábrica de armas en Jerusalén donde clasifica municiones: nueve horas por día manipulando balas de metralleta. Entre el público también hay una mujer que conoció a Dóvaleh. Vivían en el mismo barrio. Así que recuerda –cómo olvidarlo– a ese chico caminando con las manos. Porque cada vez que Dóvaleh niño se desespera, se pone cabeza abajo. Y la imagen de un niño caminando detrás de su madre patas para arriba opera como el pathos de esta historia: el mundo está dado vuelta. Porque si no, ¿cómo es posible que manden de viaje a un chico al entierro de uno de sus padres sin decirle cuál de los dos es el que murió y que él se vea obligado a un juego macabro donde se encuentra eligiendo en su cabeza quién preferriría que fuera?

“Conocer al otro por dentro.” Así define la literatura Grossman en el ensayo que lleva esa frase por título. Ver y hacer ver qué hay detrás de la armadura de un hombre. ¿Qué hay detrás de este cómico que incomoda a su público llegándose a pegar trompadas a sí mismo, que los lleva a aplaudir la muerte?

La sonrisa del cordero (1983), Véase: amor (1986), El libro de la gramática interna (1991), La vida entera (2010) y Delirio (2011) son algunas destacadas novelas de David Grossman. Desde su literatura, pero también en entrevistas, conferencias y columnas en periódicos de todo el mundo, viene militando sin descanso por la paz entre Israel y Palestina. Incluso antes de haber perdido a su hijo Uri, de 21 años, en agosto de 2006, cuando el tanque fue alcanzado por un misil de Hezbolá en el Líbano. Dos días antes, Grossman, junto con los escritores Amos Oz y A.B. Yehoshua, había formulado un llamamiento al gobierno israelí a aceptar un cese del fuego. La noticia de la muerte de su hijo encontró a Grossman finalizando La vida entera. Aquel momento se vuelve poesía en su siguiente libro, Más allá del tiempo (2011): “En un instante fuimos arrojados/ al destierro./ Llegaron por la noche, llamaron a nuestra puerta, dijeron: a tal y tal hora,/ en tal y tal lugar, vuestro hijo, esto y lo otro./ Enseguida tejieron/ una tupida red, la hora/ el minuto y el lugar exacto,/ pero la red tenía un agujero,/ ¿lo entiendes? La red,/ tan tupida, tenía/ por lo visto un agujero/ y nuestro hijo/ cayó/al abismo”. La literatura como posibilidad de situarse frente a la realidad como sujetos. La manera de no rendirse a lo injusto.

Gran Cabaret. David Grossman Lumen 236 páginas

Después de conocer íntimamente a otro, ya no se puede ser indiferente con él. Ahora somos parte de la tragedia de Dóvaleh. Y Grossman hace ver cómo el que ataca está asustado. Entonces llega la revelación de Gran Cabaret: ¿Cómo sería un mundo sin enemigos? ¿Cómo sería ese estado de gracia donde ya sin otro en quien fijarnos, quedáramos en compañía de nosotros mismos, con toda esa fuerza y energía dirigida hacia el interior?

Grossman hace del chiste un monumento por la paz. Se vale del humor para expresar el dolor humano en su vertiente más profunda. Con ecos que se expanden hacia adentro. Y forman olas. Que rompen, inundan y habitan para siempre.

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