Domingo, 5 de julio de 2015 | Hoy
Dos voces, dos destinos diferentes pero emparentados por el desarraigo, van hacia un encuentro tan marginal como potente y fugaz. Un cubano exiliado en Nueva York y una mexicana perdida en París confluyen en algo más: una reflexión sobre la vulnerabilidad de los vínculos en el desarraigo. Esta confluencia y esta reflexión estructuran Después del invierno, la novela con la que Guadalupe Nettel ganó el premio Herralde.
Por Ana Fornaro
Un cubano cartesiano y obsesivo, lleno de resentimiento con su isla revolucionaria, vive en un departamento neoyorquino tan oscuro y estrecho como un ataúd. Y le gusta. En otra punta del mundo, una mexicana solitaria se radica en París para continuar sus estudios de literatura y empezar un romance, entre cementerios, con su vecino moribundo. A partir de estas dos voces, la de Claudio y la de Cecilia, se va armando Después del invierno, la tercera novela de la mexicana Guadalupe Nettel donde vuelve a los temas que suele visitar: la soledad, el autoexilio y la dificultad de los vínculos cuando la alienación domina.
Estructurada a la manera de “El dice-Ella dice”, cada capítulo ahonda en las vidas de los dos protagonistas que avanzan como líneas paralelas pudiendo ser leídas, en principio, como dos novelas independientes. Claudio sobrevive en Manhattan –su isla de adopción– gracias a su trabajo como editor y a un desapego exagerado que lo mantiene en una situación de aparente control. Sólo tiene un amigo de su pasado cubano, al que ve poco, y una relación con Ruth, una mujer mayor que él, refinada y discreta, que no le exige más que sexo con un poco de cariño.
“Ruth tomaba antidepresivos tres veces al día y ansiolíticos por las noches. Ese era el secreto de su inquebrantable tranquilidad y yo no podía sino agradecer a la farmacología moderna por haber inventado la receta de la mujer adecuada a mi temperamento. Es mucho más confiable una reacción química provocada por medicinas que una actitud basada en circunstancias vitales, siempre tan impredecibles.”
Mientras Claudio se refugia en su burbuja de cemento con Keith Jarret, libros de César Vallejo y una prolijidad ascética, Cecilia comienza a vivir su viaje iniciático envuelta en la niebla y la mugre parisina, primero con una cubana vital y extrovertida que la saca por un París que ella no fue a buscar –el de las fiestas, el de los latinos–, luego viviendo sola y deprimida como la heroína de un poema de Baudelaire, más cerca de los muertos que de los vivos; un lugar que le resulta más doloroso pero menos incómodo.
“Otra vez había amanecido lloviendo y así continuó durante toda la mañana. En diez minutos cerraba la panadería y el resto de los comercios. Tenía hambre pero no lograba decidirme a salir. Si alcanzaba a llegar a la panadería antes de que cerraran, me iba a llevar un regaño por aparecer tan tarde. Con su voz aguda e irritada, la empleada me preguntaría una vez más si en Perú la gente no conoce los horarios comerciales. Lejos de considerarlo un insulto, me tranquilizaba que la gente no supiera situar en un mapa ni mi ciudad ni mi país de origen.”
Cuando parece que Después del invierno será eso, dos vidas narradas en primera persona y en paralelo, el infinito aparece y Claudio y Cecilia se cruzan finalmente. Pero el encuentro se parece más a un choque de dos extraños por la calle que a una historia de amor. Y la novela termina resultando una excusa –y éste es su punto fuerte– para hablar sobre la vulnerabilidad de las personas que están fuera de contexto, algo que sucede en cualquier tipo de migración, sea forzada como buscada. El migrante se queda sin pasado (pero como el inconsciente, aflora sin que lo llamen) y termina siendo siempre una mala traducción de sí mismo, obligado al desdoblamiento permanente. Experiencia a la que Nettel, quien vivió entre México y Francia gran parte de su vida, conoce perfectamente.
Quizá sea por esto que el personaje de Cecilia, que vive a través de la literatura, sea tan palpable, y la parte parisina de la novela, la más lograda. Las descripciones de la vida en esa ciudad donde el pasado está más vivo que el presente y los muertos parecen salir de entre las baldosas brillan por encima del acartonamiento neoyorquino de Claudio, personaje que adquiere espesor sólo cuando se conecta con su pasado isleño y se encapricha con Cecilia.
El vínculo entre Claudio y Cecilia es efímero e imposible. Sólo conectan desde la idealización del cubano, quien encuentra en la jovencita tímida una buena excusa para romper la coraza que se fue construyendo para atosigarla con cartas, discos y obligaciones estéticas que la mexicana nunca pidió. La relación se transforma en una reflexión acerca de las razones del amor, visto más como actos de voluntad –o necesidades convertidas en decisión– que como locas pasiones. Pero además, ¿qué puede resultar de bueno entre un obsesivo compulsivo controlador y una melancólica enamorada de un fantasma? La respuesta está al final de la novela, que se alarga con algunos tropiezos, como si hubiera algo que resolver, que no terminan de opacar lo anterior.
Mientras que escribía esta novela, Nettel empezó y terminó El cuerpo en que nací (2011), una obra autobiográfica donde recrea su infancia también desde la perspectiva del exilio. Porque su obsesión por las obsesiones ha llevado a la escritora mexicana a volver varias veces a los mismos temas, a bordearlos como quien pasa un dedo por distintas circunferencias. A veces cambia el registro, otra veces el género. Pero es fácil reconocerla. Y no es sólo una cuestión de estilo, o de mirada. Hay una línea que va desde su primera novela El Huésped (2003), donde se mete con la figura del doble desde lo parasitario –que luego retomará en el cuento “Hongos”– hasta Después del invierno, donde la falta, o cierta rotura, es lo que hace que sus personajes no avancen sino que escarben y a través de sus huecos se vayan reconociendo. Y es justamente eso –más que las tramas y vueltas de tuerca– lo que hace que el lector quede prendado a sus textos. En este sentido su última novela, que le valió el premio Herralde, no es la excepción.
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