Domingo, 12 de julio de 2015 | Hoy
CYNTHIA OZICK
Por fin se publican en castellano los relatos de Cynthia Ozick, escritora influida por Henry James y cierta tradición judía-norteamericana que va desde Philip Roth a Woody Allen. De esa alquimia surgen cuentos con aliento novelístico que van de personajes del mundo literario a rabinos míticos, entre el grotesco, la obsesión por los escritores y la escritura, y cierta comicidad para escribir sobre cuestiones espantosas.
Por Rodrigo Fresán
Más vale tarde que nunca, parece que por fin ha llegado el momento de que Cynthia Ozick (Nueva York, 1928) sea presencia tan frecuente como indiscutible en nuestro idioma. Ya era hora y así –luego de un tránsito en español más bien disperso e inconstante– hemos podido disfrutar en los últimos tiempos de sus últimas novelas hasta la fecha (las muy henryjamesianas Los últimos testigos y Cuerpos extraños) y la recopilación de los relatos protagonizados por la imprevisible Ruth Putermesser (Los papeles de Putermesser). Queda mucho por rescatar (como su reinvención del mito de Bruno Schultz en El mesías de Estocolmo). Y –por favor, ¿hay alguien allí?– resta ensamblar al menos una amplia antología de su indispensable y tan narrativa obra ensayística.
Mientras tanto, y hasta entonces, está la fiesta a ubicar en la biblioteca sin que desentone junto a otros especímenes imprescindibles: las reuniones de inmensas ficciones breves de Saul Bellow, Bernard Malamud, o del injustamente ignorado (también en Lumen) Leonard Michaels.
Sí (aunque se extrañe en estos Cuentos reunidos el díptico ya clásico “Rose/El chal”, que Lumen planea editar por separado y fuera escogido por John Updike para su canónica The Best American Short Stories of the Century), he aquí la mejor puerta para abrir y entrar en un mundo del que ya no habrá salida. Los que ya conocen la existencia de Ozick saben perfectamente a lo que me refiero. Los que no, bueno, ya no tienen excusa para seguir sin saber de ella.
Además, leer a Ozick (así lo entendieron en su momento David Foster Wallace y Alice Munro, fans confesos suyos) es un excelente negocio y la seguridad de dar en varios blancos de un solo disparo. Porque en ella confluyen lo mejor de la literatura WASP (Ozick considera al ya mencionado Henry James como su maestro y su sombra llegando a decir de él, con gracia, que “Odio a Henry James, desearía que estuviese muerto”), la más certera inteligencia narrativa y femenina del siglo XIX (George Eliot es su heroína), y lo más noble de la mística alegórica judeo-neurótica yendo desde I. B. Singer pasando por Philip Roth hasta llegar a Woody Allen y sus demasiados epígonos.
Más allá de lo anterior, lo que asombra y resulta admirable en Cuentos reunidos es la manera en que Ozick funciona dentro del género: una gran capacidad para la comprensión de lo absoluto en unas pocas páginas. Gran aliento novelístico en suspiro de relato. De ahí que alguien definiese que lo suyo son “las estrellas oscuras y no las súper-novas” y que su especialidad sea la de “escribir con comicidad sobre asuntos espantosos”. Así, en todas partes, la memoria insoportable e imposible de olvidar del Holocausto. Pero, también, lo grotesco y divertido y, en ocasiones, freak y chiflado. Y la abundancia de personajes escritores –vehículos ideales para que Ozick teorice sobre lo suyo en la práctica de otros– casi siempre con problemas para corregir y pasar en limpio y desenredar los muchos nudos en las tramas de sus vidas.
Alcanza con abrir el volumen y empezar por el principio con “El rabino pagano”, la historia de un religioso enamorado de una deidad arbórea inspirada, según Ozick, por “El profesor y la sirena”, de Giusseppe Tomasi “El Gatopardo” di Lampedusa. Allí, el cuerpo del rabino Isaac Kornfeld colgando de la rama de un árbol de un parque y un viejo amigo resuelto a descubrir que pasó. Y lo que pasó (este motivo es reescrito, desde el lado “gentil”, en “La bruja de los muelles”) fue el amor loco y mítico y lleno de alegría de quien decidió pasarse de la rigidez hebrea al desaforado panteísmo.
A mitad de camino, en “Virilidad” (del que ya existía traducción en Argentina), se juega con un tema clásico pero con prisma apocalíptico-hollywoodense: el inmigrante parasitario que se reinventa (Elia Gatoff muta a Edmund Gate) soñando muy despierto el Sueño Americano gracias a, con la ayuda de un diccionario, el plagio de versos de un pariente que quedó atrás, en el cada vez más lejano y Viejo Mundo. Por supuesto, la culpa lo alcanza y lo fulmina. Antes, en “Envidia, o el yiddish en América”, Ozick traza el triángulo odioso de dos literatos, Edelshtein y Baumzweig, unidos por el odio que sienten por el más famoso que ellos Ostrover y por el desprecio ante las nuevas camadas de narradores que han olvidado la lengua original. El sentimiento se continúa en “Usurpación (Las historias de los demás)”, donde se entabla un debate entre el Nobel de Literatura israelí S. Y. Agnon y el fantasma del poeta hebreo Saul Tchernikhovski a propósito de un boom de la literatura judeo-victimista. El propio autor de La tierra baldía no la pasa nada bien en “Cómo ayudar a T. S. Eliot a escribir mejor (Notas para una bibliografía definitiva)”. Y, cerca del final, destacan el episodio extranjero-sentimental de “En Fumicaro” o el prodigioso “Actores”: la tragicomedia de Matt Sorley, nacido Mose Sadacca, acento de Brooklyn quien, luego de muchos años de secundarios y pensándose acabado consigue el papel de su vida y, con él, una suerte de acosador por amor (y odio) al arte. Y qué decir –o qué no decir– de “Dictado”, donde conversan y conspiran las secretarias de Henry James y Joseph Conrad.
Todo y todos juntos reunidos ahora siguiendo, según su creadora, el criterio estético de “simplemente, porque estaban ahí. En cuanto a la relación entre sujeto y tema: para mí una idea produce una situación, y una situación se convierte en un personaje. Algunos escritores arrancan con un personaje que los lleva a una situación; pero para mí, por lo general, se trata de una amplia noción de algo que se va estrechando hasta destilar una condición conflictiva”.
Sí, para y en Ozick (como para y en James; quinta vez que, inevitable cuando se reseña a esta autora, aparece el nombre de este autor entre estas líneas) el don literario suele limitar con el estigma y la maldición. Y allí todo pasa por “la locura del arte” y por “trabajar en la oscuridad”.
Pero la de Ozick es la más luminosa y cuerda de las oscuridades.
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