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Domingo, 12 de julio de 2015

GEORGE GERSHWIN

AL RITMO DE LAS PALABRAS

Además de ensayista, novelista, guionista, periodista, cinéfilo y un variado etcétera, José Pablo Feinmann es un apasionado de la música que disfruta tanto de Brahms como de John Cage. Así acaba de publicar Gershwin. Ensayo sobre su obra y su tiempo y otros escritos musicales (Octubre), que además de reunir artículos incluye un extenso ensayo inédito sobre George Gershwin, escrito especialmente para este volumen. Como Feinmann afirma, no se trata de reflexiones de un musicólogo, sino de un melómano y un admirador del genial joven compositor muerto a los 38 años, autor de la ópera Porgy & Bess y de Rhapsody in Blue. Radarlibros reproduce la introducción y el capítulo “Gershwin, el hombre”, que repasa la condición judía del músico, su relación con los afroamericanos y su romance con la brillante Kay Swift.

 Por José Pablo Feinmann

Nosotros, los que lo admiramos profunda, hondamente, los que lamentamos su temprana muerte día a día, los que sabemos que cuando se fue, la humanidad perdió tesoros de infinito valor, esos que vendrían con su madurez, la madurez que no tuvo, esa temporalidad en que los grandes artistas se replantean todo, maceran su sabiduría, unen su talento, su don excepcional, a la dura experiencia de la vida, al dolor creativo que solo conduce a la alegría existencial profunda, los que creemos que, si hay un Dios, es un dios injusto, que no hace bien su trabajo, porque se lo llevó a los 38 años, cuando planeaba una segunda ópera, un ballet, una sinfonía y varias de esas canciones que Schubert o Schumann habrían firmado, los que sabemos la Rhapsody in Blue de memoria, nota tras nota, los que hemos discutido horas, días y noches, defendiendo su estética, los que nunca nos planteamos si su música es clásica o popular porque todas las notas que puso en el pentagrama tienen una elegancia, un ritmo, una originalidad, un espesor únicos, los que sabemos que nadie lo reemplazó ni lo reemplazará, nosotros le decimos, simplemente, George, porque es nuestro amigo entrañable, porque nuestras vidas habrían sido más pobres sin su música, porque es nuestro padre perdido, pero al que reencontramos no bien escuchamos cualquiera de sus partituras, sean canciones o trabajos sinfónicos, nosotros le decimos George, nosotros los gershwinianos, esa casta de la que el mundo está lleno, le decimos George a George Gershwin. (Adagio, con expressione.) Y a él le están dedicadas estas breves líneas.

Habría merecido más, pero ya se lo dieron otros. Cuando uno empieza a escribir sobre George se desalienta. Pareciera que nada queda por decir. Que todo ya ha sido escrito. Sin embargo, siempre, todos tenemos algo, aunque pequeño, para sumar. Acaso lo esencial de este trabajo sea la comparación y el análisis de las dos rapsodias. Y postular a la segunda como una obra maestra e impulsar a los oyentes a que la escuchen y a los intérpretes a que la toquen, porque no es justo que permanezca relegada como una obra de escasa importancia, digna de ser ejecutada como una curiosidad, o para compararla con la “otra” rapsodia, tan distinta y tan distante, ya que esta (la poco afortunada “segunda”) carecería de su vitalidad, de su inspiración, de su éxito, de su genio. Veremos que, lejos de esto, es uno de los picos más altos de la producción de su autor. Y que ocupa en ella un lugar único. De haber vivido, el Gershwin de la madurez habría abrevado en sus aguas más que en ninguna de sus otras obras.

Conjeturo que este es el primer ensayo (aunque breve, pero no creo que eso importe) que se escribe sobre George Gershwin en Sudamérica. Nadie está destinado a nada, nadie nace con su destino escrito. Pero hay algo en mi vida que habría quedado trunco si no hubiera escrito estas páginas. Le debo mucho. Mi prosa sería menos rítmica sin él. Mis diálogos serían menos musicales. Mis reflexiones sobre la finitud, que me acompañan desde joven(cito), menos intensas, menos profundas, no importa el grado que esa profundidad tenga. No habría estudiado el piano con Roberto Brando, que no entendía nada de la música de George, pero era un formidable maestro, discípulo a su vez, de Vicente Scaramuzza, maestro también de Martha Argerich, que empezó sus estudios con la misma sonata de Mozart con que yo lo hice, no necesito decir con qué infinitamente distintos resultados, salvo que Brando me despachó a los dos años cuando le dije que también quería ser filósofo y escritor, me dijo amablemente que estaba loco y que fuera a hacerle perder el tiempo a otro. Probablemente estuviera loco pero tenía 19 años y todo el derecho a estarlo. Años después conocí a Antonio De Raco, gran pianista argentino. Brando había muerto en París, y De Raco, con quien Brando era coequiper en la enseñanza ardua del arte del teclado, me dijo que se había equivocado, que él habría seguido con mi enseñanza aunque yo pensara ser Horowitz (lo que Brando habrá advertido es que yo, demencialmente, quería ser Horowitz, Sartre y Faulkner a la vez) y que Gershwin era uno de los más grandes compositores del siglo XX, aun cuando Brando, arrasado por la epidemia serial de fines de los cincuenta y los sesenta, lo pusiera a la altura del compositor de My Fair Lady.

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George Gershwin y la compositora Kay Swift cuando eran pareja.
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