Existió muy bueno y de manera muy temprana en la Ciudad de Buenos Aires. El pan nuestro de cada día y de la historia es el objeto de estudio de un ameno ensayo que bucea en las costumbres, la industria y la economía alrededor del trigo.
› Por Sergio Kiernan
Los profesionales no quieren admitirlo, pero en eso de escribir Historia también hay modas. Las hay comerciales, como la de saturarnos con libros sobre la Primera Guerra Mundial o las interminables series de biografías de figuras menores vendidas como celebrities, aplicando el criterio actual de “ser famoso” al siglo XVIII. Las hay, por supuesto, ideológicas, revisionistas o escandalizantes, y no falta una industria de la revelación, la que descubre que alguien era gay, farsante, agente extranjero, masón o socialista, que consiste en pinchar globos usando evidencia muchas veces floja. Pero hay modas que arrancan como modas y terminan como escuelas porque realmente abren un lado nuevo de la Historia, como es el caso de las historias de la vida cotidiana. La cosa arrancó como un manifiesto democrático que buscaba sacar a los Grandes Hombres –blancos y hétero– del centro de los conflictos para descubrir qué habían dicho o hecho las personas comunes. El modelo generó historias de mujeres, historias de la moda, de la cocina, de las minorías más insólitas y simples historias del día a día en tal o cual siglo o lugar. Muy desparejas, las obras así creadas enfrentaron un límite concreto: ¿cuántos libros se pueden escribir sobre la recepción popular de la Revolución Francesa? ¿cuántos relatos pueden hacerse de las guerra napoleónicas sin el corso ni el duque de Wellington?
Pasada la moda, lo que quedó fue una Historia con más matices y una creciente colección de obras ingeniosas que toman, por ejemplo, la vida campesina francesa contando la historia del queso. Esta Breve historia del pan de Buenos Aires, de José Eizykovicz, pertenece a esa veta y tiene el encanto de pinchar algunos globos míticos y descubrir algunas continuidades alarmantes.
La historia comienza cuando comienza el pan en estas latitudes, o sea con los españoles. La expedición de Mendoza fue un fracaso, pero uno que dejó lecciones, con lo que la ciudad refundada por Garay en 1580 fue una que casi que arrancó con cultivos de trigo. Un globo a pinchar es el de la mala calidad de vida de los españoles de la época, que resulta que eran unos bacanes acostumbrados al pan blanco, para envidia de alemanes, holandeses y otros medio pelo. Buenos Aires, además de tener la carne más barata posible, arrancó comiendo pan blanco.
La industria fue muy favorecida por algo ya olvidado entre porteños: que la ciudad era en rigor una estación naval imperial y un punto de embarque y desembarque de tropas y comerciantes. Esa Buenos Aires pequeñísima –el trigo se cultivaba en lo que hoy es el Centro– preparaba cantidades industriales de bizcocho y galleta naval, tenía varios molinos mecanizados a mula o canaleta, y era capaz de proveer a cualquier escuadrón de la Armada española. El negocio casero, el de vender pan a los civiles, quedaba casero porque en lugar de panaderías había decenas de hornos pequeños operados por vecinas y esclavas que amasaban cada mañana y repartían entre vecinos.
Con el tiempo la escala fue creciendo y aparecieron, en pleno gobierno de cabildos y regidores, problemas muy familiares hoy en día. Por ejemplo, que fuera tan rentable exportar el trigo o venderle por mayor a la Armada que no quedara suficiente pan para los vecinos, o quedara a precio muy alto. El gobierno colonial pasó infinidad de órdenes y ordenanzas regulando estas ventas y estos precios, en una batalla que recuerda a las de las cuotas Hilton de hoy en día con la carne. La pulsión por exportar también explica picardías cíclicas, como negrear el pan con granos inferiores o amasar trigo con gorgojo, lo que terminó disparando una suerte de epidemia de intoxicados.
El pan fue, en rigor, nuestra primera agroindustria y un motor económico importante. Había cadenas de distribución, había importación de maquinarias, había trabajadores permanentes y contratados, había proveedores de servicios tercerizados, como los que aparecían por San Isidro con cientos de yeguas mansitas para pisar la cosecha y separar el grano. Con el tiempo hubo huelgas, anarquistas, precios fijos, inmigrantes que traían el oficio o lo aprendían acá, escalas industriales. Hasta hubo panaderías, comercio que tardó muchísimo en aparecer como tipología comercial: en más cuatro siglos de panificación porteña, sigue ganando en duración el panadero a caballo con dos canastos o la mulata que te alcanza un paqueta a casa, cada mañana y puntual.
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