CARLOS GAMERRO
En los años ’70, Borges insistió, en varios escritos, con la tesis de que, si en vez de adoptar el Martín Fierro como el gran libro nacional, se hubiera optado por el Facundo de Sarmiento, otra habría sido la historia del país. Y por supuesto, de la literatura. Partiendo de la hipótesis de que son las ficciones y los grandes relatos los que orientan la realidad nacional, Carlos Gamerro ha escrito un atractivo y polémico ensayo, Facundo o Martín Fierro, que si bien arranca con los grandes textos políticos del siglo XIX, atraviesa el siglo XX y llega a los bordes de lo que se está escribiendo por estos días.
› Por Fernando Bogado
La literatura argentina, como casi todo lo que tenga que ver con lo argentino, está atravesada por la rivalidad. De la mentada dicotomía entre civilización y barbarie, impuesta por Sarmiento en ese monstruo inclasificable que es Facundo, pasando por Martín Fierro, el matrero y fuera de la ley de “La ida” y el reconciliador de “La vuelta”; llegando a otro martinfierrismo, el de la gente de Florida disputándose el modelo literario nacional con los marginales de Boedo en la década del 20, pasando por los debates entre Borges o Arlt, Borges o Perón, Borges o Walsh, hasta llegar a nuestros días: todas luchas viscerales que repiten en el terreno de lo literario las disputas que ubicamos en cada una de las esferas de la vida local. Ese gran “Boca/River” de las letras tiene ahora un libro que lo piensa hasta el límite, como es el último trabajo ensayístico de Carlos Gamerro, Facundo o Martín Fierro: los libros que inventaron la Argentina, que parte de la oposición que registra el mentado Jorge Luis en los prólogos de la década del 70 a las respectivas obras de Sarmiento y Hernández con el objetivo de revisar, por un momento, una hipótesis escandalosa que no por eso deja de tener efectividad: ¿qué pasa si en vez de pensar a la literatura argentina como efecto de su organización social, de sus disputas políticas e históricas, damos vuelta la cuestión y consideramos a las obras locales como el punto de origen de nuestra realidad?
La literatura como modelo de la realidad: esta hipótesis le permite a Gamerro reunir una serie de intereses que lo han acompañado en su vida ensayística y su labor de escritor de ficciones como Las islas (1998), Las aventuras de los bustos de Eva (2004) o Un yuppie en la columna del Che Guevara (2011), si es que, hipotéticamente, nos permitimos trazar una línea divisoria entre una y otra actividad. Así, de ese origen borgeano del argumento (¿qué hubiese pasado si en lugar de tomar como libro canónico al Martín Fierro hubiésemos elegido el Facundo?), pasamos a un repertorio de nombres que nos permiten ubicar a Gamerro en un entrelugar, como lo demuestra su afición tanto por la literatura española como por la inglesa, digamos, casi del mismo período (Cervantes y Shakespeare, contemporáneos); su gusto rioplatense por James Joyce (aún hoy sigue siendo imprescindible su ensayo Ulises: claves de lectura, recientemente reeditado), la detección de problemas de índole académico y el tratamiento despojado en la escritura de este libro que encuentra antecedentes en esa prosa accesible que combina extremos, provocando como resultado la sonrisa amarga y distante del chiste que duele. “No hago ningún esfuerzo por buscar un tono coloquial, por forzarlo. Estoy escribiendo y la frase aparece”, agrega Gamerro, remarcando, ante todo, la posición de escritor de ficciones desde la que elige pararse a la hora de meterse con la institución de instituciones: la literatura argentina. “Si yo estoy escribiendo con los parámetros académicos, lo que tengo que hacer es reprimir frases, determinar qué es lo que no puedo poner. Más que buscar un tono coloquial, me pasa al revés. Cuando escribo para un medio académico, me tengo que reprimir. Puede pasar al revés, igual: si la mot juste es una palabra rara, más tirando al mundo de las letras, la dejo tal cual me aparece porque a mí también me gusta. Por ahí, en vez de “retar” pongo “reconvenir”, que debe aparecer en algún texto de Borges. O si me aparece un término muy coloquial y hasta medio lunfardo, pero siento que esa palabra dice exactamente lo que quiero decir, la uso. Esos vaivenes están en el libro, que se pregunta qué efectos tiene la literatura sobre la construcción de lo real, de nuestra vida cotidiana; todo el tiempo trabaja cuestiones literarias, pero siempre las dispara hacia otras zonas”.
La relación entre literatura y vida, a lo largo del libro, aparece no solamente en el plano de lo político, sino también en el más inmediato, con esos momentos en donde intercalás cosas que te pasaron o actitudes cotidianas de tu vida para abordar un problema que encontrás en determinados libros: ¿cómo ves ese salto un poco más inmediato de lo que está escrito a lo que se ve todos los días?
–Cuando uno lee como lector apasionado también estás conectando lo que leés y la literatura con tu propia vida, tus cuestiones más íntimas. Si lo hacés en un ámbito universitario, por ejemplo, un alumno que salta y dice “ah, sí, esto le pasó a mi tío, o esto me recuerda a algo de mi vida personal”, ahí saltás y decís “no, eso no tiene nada que ver”. Pero eso es también porque cada práctica, cada institución tiene sus reglas de lo que es decible y lo que no es decible. Y acá me parece que una apuesta, o mejor, un sueño irrealizable que me gusta tener con este libro es insistir un poquito para que la literatura vuelva a ser una práctica para discutir la historia, la política. Por algún motivo que no sé bien cuál es –pero sé que lo siento, sobre todo, después de la dictadura–, para pensar el país y la historia se fue más a la historia misma, hasta el punto de que se plantea la división de la historia y la divulgación histórica, la sociología, la investigación periodística, el psicoanálisis... Y la literatura fue algo olvidada. Arranco precisamente en el siglo XIX porque la discusión literaria y la discusión política eran una. La literatura se escribía para intervenir en la política, para armarse una carrera política. ¿No tiene nada para aportar la literatura en la política?
Más allá de que sea un problema académico, y considerando que el libro se permite tener otro tono, mucho más literario: ¿por qué elegís plantear esta incidencia de la literatura en la realidad como conjetura y no como afirmación?
–Creo que hasta tal punto se separaron las aguas que, si lo digo en serio, van a pensar que estoy psicótico. Yo mismo no me la creo si yo postulara de manera literal: “sí, la literatura no sólo se anticipa a la realidad sino que, en alguna manera, la crea, la modela, la vida copia al arte, y estamos actuando ficciones que han sido imaginadas previamente”. Si lo digo tomándolo muy en serio, creo que obraría en contra. Sin embargo, me gusta cuando encuentro en los lugares más insólitos esa hipótesis. Por ejemplo, en el libro de Jacobo Timerman, Preso sin nombre, celda sin número, donde propone que todo lo que está pasando, todo lo que está viviendo, los interrogatorios, la tortura, inclusive la fantasía de Camps de que había descubierto a uno de los Sabios de Sion y estaba desenmascarando la conspiración judía internacional, él dice que todo eso ya estaba en Los siete locos, y de alguna manera lo llega a decir sin el “como si” de la ficción. Para él, tomaron de modelo a la conspiración que Arlt imaginó en su novela para tomar el país. Es una manera de leer Los siete locos bastante particular: la está leyendo un periodista judío que ha sido torturado, despojado de su ciudadanía y expulsado del país.
En la gran oposición que da título al libro está toda la historia política y literaria argentina. En ese sentido, ¿cómo trabajás con dos textos tan canónicos de los cuales ya se ha dicho bastante?
–Indudablemente, aparte de trabajar con estos textos, trabajo también con la lectura de estos textos, cosa que ya se ha hecho mucho, no es nada nuevo. Pero en el caso de este libro era inevitable, porque no estoy pensando en la literatura según el modelo mimético. Yo estoy trabajando al revés, primero veamos la literatura y después revisemos qué cosas generaron o pudieron haber generado. Para eso, inevitablemente, el paso de un texto a sus efectos sobre la realidad son las lecturas. Vayamos a la canonización del Martín Fierro, quién lo canoniza y para qué. Quién: Rojas y Lugones. Para qué: Lugones lo canoniza no para levantar la figura de lo rural o defender un modelo de poder popular o violencia popular, sino que, más bien, busca lo contrario, busca un libro de texto espiritualizado para las elites y para marcarle un límite a los inmigrantes y decirles que no sólo somos los argentinos, los locales, sino que también somos la clase dirigente, y ustedes nunca podrán acceder a esta ciudadela. Cosa que no funcionó, y bien señala Borges en sus trabajos de los ‘70 que le sale el tiro por la culata, porque lo que hizo al canonizar el Martín Fierro fue abrir el campo a la lectura en clave nacional-popular que luego haría el peronismo. En algún sentido, lo que está diciendo Borges es que, por canonizar el Martín Fierro, nos ligamos el peronismo. De todos modos, Borges sabía muy bien que la cosa no se jugaba en términos simplistas, como civilización o barbarie, y muchos de sus textos toman esta dicotomía y la ponen en duda, como “El sur” o “Poema conjetural”.
Ahora, cuando, de alguna manera, la historia se pone realmente difícil y los conflictos se calientan a punto de ebullición, como pasa a principios de los ‘70, Borges se agarra del maniqueísmo de Sarmiento y pone al Martín Fierro del lado de la barbarie, conjurando lo que él mismo hizo. Él contribuyo a barbarizar el Martín Fierro, lectura que hace Josefina Ludmer y que a mí me parece bastante ajustada. En el epílogo a las obras completas de 1974 habla de sí mismo en tercera persona como si estuviese escribiendo en la entrada de una enciclopedia y dice que “contribuyo sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas”. Es claro que, detrás de todos estos nombres y de este pedido de disculpas, está el peronismo.
Precisamente, lo que parece estar flotando cuando estudiás el siglo XIX es el peronismo: todas las discusiones literarias y políticas parecen que están atravesados por este “fantasma”, pese al anacronismo. ¿El peronismo es el mejor ejemplo de cómo la ficción literaria ingresa en lo real?
–Yo coincido con Borges en el diagnóstico, no tanto en la valoración, cuando, de alguna manera, inventa el término “urperonista” para juzgar el pasado, y dice que Hernández hubiese sido un peronista, y Martín Fierro otro, y creo que tiene razón. Volviendo a la lógica ficcional del “como si”: el peronismo es “como si” hubiese sido creado por estos textos. Además, esta relación de hostilidad que fue planteada durante la primera y la segunda presidencia entre los intelectuales y el peronismo, sobre todo entre los escritores y el peronismo, se la suele categorizar de forma simplista, de un lado y del otro, como el carácter cipayo de los intelectuales, o la abierta hostilidad ante la figura del intelectual, pero creo que también hay una disputa en términos ficcionales. El peronismo funciona como una literatura que crea su versión del país, su relato (un término que se ha puesto de moda), sus personajes, su mitología. La literatura no tanto aparece ahí como enemiga, sino que directamente es considerada superflua: el peronismo es un movimiento que se propone como algo que sabe que puede hacer lo mismo que la literatura. Con distinto signo, es un conflicto que aparece en el siglo XIX con respecto a Sarmiento y su relación con Rosas, por un lado, y con Urquiza. Rosas, de alguna manera, lo reconoce como adversario, le contesta, los propios Alberdi y Echeverría se cartean para decirse que lo terrible de Rosas es que le contestó a Sarmiento y ahora él se cree que es un hombre importante que está a su altura y lo va a reemplazar, considerando que es una artimaña de Rosas para dejarlos en ridículo; mientras que la actitud de Urquiza no es la de ponerlo como adversario ni atacarlo, sino directamente ningunearlo y ponerlo en su lugar: “vos sos el boletinero del ejército y no vengas a mí a decirme lo que tengo que hacer porque acá yo soy el que manda y vos sos un escritorzuelo”. Creo que el peronismo sigue muy bien a Urquiza: el ninguneo del escritor. Incluso, con los propios, que es algo que sentía Marechal. Y, justamente, los escritores hacen un esfuerzo –la mayoría, aunque podemos simplificarlo, por varias cuestiones, en los escritores de Sur– para ser reconocidos como adversarios por el peronismo. Hay una sensación de desamparo que sienten por no ser perseguidos y, por lo tanto, no ser reconocidos como adversarios. Esto es algo que Borges trabajará toda su vida para construir: este lugar sarmientino de oposición al tirano. Perón jamás se dignó a responderle, es como una especie de odio no correspondido.
Hay momentos del libro en donde asediás a una obra desde un lugar inesperado, como cuando comenzás el estudio del Martín Fierro a partir de una cita de la novela de Thomas Pynchon El arcoiris de la gravedad ¿qué efecto buscabas con eso?
–De hecho, en las redacciones originales, la cita de Pynchon está en el margen, pero, como gesto retórico, decidí ponerlo al comienzo. Se parece en algo a lo que hizo Borges cuando dijo que The Purple Land de Hudson es la mejor novela gauchesca. Desde un lugar infantil, es chuzar a los nacionalistas. Entro en el Martín Fierro desde Thomas Pynchon: para mí, la fórmula del ser nacional es “pero che, no sos argentino”, el problema es que esa fórmula la encontró un estadounidense. Es un gesto que, de alguna manera, lo repito en otro capítulo, que es cuando me detengo a ver cómo escritores extranjeros escribieron sobre nuestra dictadura, desde Graham Greene hasta Nathan Englander. Cuando leí de vuelta El cónsul honorario para este libro me sorprendió. Es la primera novela escrita desde la perspectiva de un hijo de desaparecidos, y la escribió un inglés a comienzos de los años ‘70.
A medida que avanzan las páginas y te vas metiendo en el siglo XX, comenzás a encadenar dicotomías usuales dentro de la literatura argentina, como Borges o Perón, pero también Marechal (que estaría, según tu perspectiva, entre Joyce y el propio Perón) y, en algún punto, una contienda tan poco visitada como la construida entre la obra de Rodolfo Walsh y la de Manuel Puig, ¿desde dónde partís para alinearlos u oponerlos?
–Puig también trabaja sobre el presente más inmediato, como parte de la tradición de nuestros grandes textos políticos. Pasa con Facundo, pasa con Operación masacre de Walsh, pasa con Los pichiciegos de Fogwill, no me parece una anomalía, sino una continuidad. Cuando Puig escribe El beso de la mujer araña está trabajando conflictos del presente. Lo que me interesa ahí es no quedar encerrado en la dicotomía literatura versus acción política: a veces se lo quiere leer a Walsh de esa manera. Si era tan así, ¿por qué Walsh en los últimos meses de su vida está trabajando en su última novela, cuando estaba huyendo porque su vida estaba en peligro? Estaba en un peligro más directo, en una situación más riesgosa, y dice “bueno, ahora voy a volver con mi novela”. De hecho, lo que está trabajando cuando lo matan son esos dos textos: la “Carta de un escritor a la Junta Militar” y la novela. La paradoja es que lo que los milicos buscaban, que era la carta, pasó; y la novela, que no era algo que estuviera dentro de sus objetivos inmediatos y estratégicos, es lo que fue secuestrado y se perdió. Quedó la leyenda del Walsh que opta únicamente por la militancia y muere luchando. Un contemporáneo de Walsh, que también está haciendo escritura política, es Puig. El problema es que no se lo reconoce mucho porque él cuestiona los presupuestos que Walsh no cuestiona. Para el último, en cualquier conflicto ficcional el personaje de la burguesía o de la oligarquía va a ser el malo y el proletario o el personaje de la burguesía en ascenso va a ser el bueno, va a estar cargado de un valor positivo. No trabaja esos cruces que trabaja de manera muy deliberada Puig en Pubis angelical, cuando muestra que, de todos los que explotan a la mujer, el peor y más despiadado es el joven abogado idealista montonero porque, como tiene a la razón de su lado, no tiene ningún tipo de miramientos para usar a esta mujer de carnada para llevar a un represor a México y secuestrarlo.
También está vinculado eso con las observaciones que hacés a la hora de hablar del “puto” en la literatura argentina, esas mismas instancias de cruces y de nuevas diferencias.
–Eso lo trabaja Puig en El beso de la mujer araña: cuando aparece una primera manifestación de un discurso de reivindicación del gay y trata de entroncarlo con un discurso de las organizaciones de izquierda o del peronismo revolucionario, ve que no hay manera. Eso es un poco lo que dispara la novela en Puig, su propia experiencia de frustración. Por otro lado, en ese capítulo que mencionás, “El puto en la literatura argentina”, no sigo la línea de los estudios gay o queer, los estudios de género, un área que no manejo con mucha soltura por una cuestión de que no he leído demasiado, sino que parto de una especie de pregunta que me empecé a hacer en la infancia: ¿qué quiere decir “puto”, la palabra “puto”? Trabajo más sobre la palabra “puto” que sobre la figura del gay o del homosexual. Lo que reviso es cómo se usa, la situación en donde se usa, en donde la conducta o la identidad sexual no tienen mucho que ver y de alguna manera planteo que en realidad hay una figura del marginal, del indeseable. Creo que por ahí el término más preciso es la idea del homo sacer de Giorgio Agamben, que es aquel sujeto al cual no se le debe ninguna clase de obligación, se lo puede matar sin problema, se le puede mentir sin problema, se lo puede estafar sin problema, total es puto. Esta figura va cambiando: en un momento fue el indio, en otro momento fue el gaucho, en otro puede ser el peronista sobre todo, después de la Libertadora, en otro momento, en los años ‘60-’70, desde el pensamiento de la práctica de las izquierdas pasa a ser el burgués: de alguna manera, ser burgués es tan malo como ser puto en otro contexto.
En el libro usás la ficción como método, primero, para indagar las obras, y después, para hacer el recorrido más interesante. Sin embargo, también estaba la posibilidad de que hablaras de tus propias novelas porque, de alguna manera, muchos capítulos retoman temas que ya habías abordado en tus ficciones. ¿Cómo ves esa relación entre tus ficciones y tus ensayos a partir de este libro?
–Sí, esa relación siempre está. Cuando abordo algunos temas, se hace más complicado. Sobre el final me obliga a ciertas piruetas porque, por ejemplo, cuando hablo de Malvinas, no me iba a poner a hablar de Las islas. En algunos temas, mis novelas son partes de esa historia literaria, pero me da un poco de vergüenza ponerlo así, por eso evito las menciones. A mí siempre me gustaron los ensayos escritos por escritores, empezando por Borges. No siempre los escritores de ficciones tienen una producción ensayística donde pongan la misma pasión que en su ficción. Cuando yo leo a Onetti, sus textos sobre literatura, hay un grado de involucramiento mucho menor que en el caso de las ficciones. Pero los ensayos de Orwell, de Virginia Woolf, ahí encontrás que todo el tiempo está la literatura que ellos escribieron pero presente en lo que dicen de los libros de otros. Supongo que eso pasará con este libro, pero queda a cargo de los lectores hacer esas analogías, yo trato de no planteármelas. Espero que este libro sea leído como una novela. A mí me cuesta leer la realidad directamente: creo que el libro es una manifestación muy pormenorizada de esa imposibilidad mía. Digo muchas cosas sobre la realidad, sobre la historia, sobre los argentinos, su filosofía, su psicología, pero siempre que lo pueda ver en las obras literarias. Si no hay una buena obra literaria que lo plasme, por lo menos yo no me atrevería mucho a hablar de la realidad sin más. Cosa que a veces muchos escritores se lanzan al vacío y la embarran.
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