Domingo, 6 de septiembre de 2015 | Hoy
ROBERT COOVER
Olvidado en cierta forma o, al menos, escondido detrás de otros dos monstruos sagrados de su generación, como Thomas Pynchon y Don DeLillo, Robert Coover sigue en actividad y con un ojo puesto en la novela histórica norteamericana. Mientras acaba de publicar un nuevo libro, se da a conocer aquí la traducción de La hoguera pública, su gran texto de 1977 sobre la vida y muerte de los Rosenberg, condenados a la silla eléctrica en plena Guerra Fría y tiempos paranoicos, acusados de haber revelado secretos nucleares a la Unión Soviética.
Por Rodrigo Fresán
Nunca estará de más hablar y celebrar tanto a Thomas Pynchon y a Don DeLillo, pero sí resulta muy de mala educación e ignorancia obviar junto a los dos anteriores la majestuosa aunque más secreta para nosotros figura de Robert Coover. Porque Coover (Iowa, 1932) es, junto a los autores de Contraluz y Submundo, el literal y literario tercer hombre a la hora de lo histórico-histérico. Y esta La hoguera pública (1977) puede y debe considerarse no sólo una de las cimas de su muy alta trayectoria sino, además, otra de las tantas candidatas a ese oasis/espejismo de la Gran Novela Americana.
De presencia injustificadamente errática y espasmódica en nuestro idioma (donde en cualquier caso ya pudo y debió disfrutarse de greatest hits suyos como El hurgón mágico en Seix-Barral o Sesión de cine en Anagrama), es de desear que esta demorada pero bienvenida traducción de la monumental La hoguera pública a cargo de una cada vez más juiciosa y justiciera editorial de Málaga ayude a poner las cosas en su sitio y a Coover en el lugar que le corresponde junto a los grandes estilistas de su generación. Por otra parte, cabe precisar que Coover –quien, por otra parte, desde su paso por la Brown University resultó fundamental a la hora de formar y difundir nombres como los de Rick Moody, Jonathan Lethem, Donald Antrim, Ben Marcus y David Foster Wallace (la escritura de su relato “Lyndon”, incluido en La chica del pelo raro le hubiese sido imposible de no haber leído antes DFW La hoguera pública) entre muchos otros– no se queda quieto ni descansa en sus laureles: acaba de publicar en su /fotos/libros/20150906/notas_i/sl29fo02.jpgpaís las muy bien recibidas 1005 páginas de The Brunist Day of Wrath, secuela de The Origin of the Brunists, su elogiado debut de 1966 sobre las idas y vueltas de un culto religioso.
Y bien puede decirse que La hoguera pública –junto al Ragtime de E. L. Doctorow en 1975– supuso una suerte de reinvención de la novela histórica norteamericana. Aquí, los protagonistas son los culpables o inocentes Julius y Ethel Rosenberg, acusados de ser espías soviéticos y condenados a la silla eléctrica en 1953 por pasar información sobre la bomba atómica al enemigo. El ya citado Doctorow utilizó libremente este material real para su El libro de Daniel en 1971. Pero mientras lo de Doctorow se apoyaba en un realismo lírico y dolido, Coover sale volando para dar vueltas locas en el aire posmoderno junto a un caricaturesco Richard Nixon como narrador de buena parte de la novela. Paisaje que también incluye una feroz y ardiente sátira a la psicosis colectiva de la Guerra Fría, los manejos del senador Joseph McCarthy & J. Edgar Hoover & Roy Cohn (ese omnipresente y casi moby-dickesco comunismo contra el que luchan se denomina aquí “El Fantasma”), y la atronadora mayoría silenciosa Made in USA representada bajo la inflamada y maledicente figura de un Tío Sam.
En su momento, La hoguera pública fue un inesperado y atípico best-seller (lo que aterrorizó a Viking, su editorial, que temió una avalancha de juicios por difamación y prefirió no promocionar al libro y hasta retirarlo de librerías). Ahora, por fin entre nosotros, es ya un clásico moderno.
El especialista Larry McCaffery no dudó en posicionarla en cuarto lugar detrás de Ulises, Pálido fuego y El arcoiris de gravedad y fue el mismo McCaffery –en su volumen de entrevistas de 1983 con el gran título de Anything Can Happen– quien interrogó a Coover sobre la génesis de la novela. Recordó Coover entonces: “Yo pensaba que la ejecución de los Rosenberg era una especie de divisoria de aguas para la historia de mi país, y que de alguna manera nos las habíamos arreglado para olvidarla o reprimirla... Ya estaban muertos, llorarlos era inútil. Yo no quería reivindicarlos en ese sentido, pero sí me pareció importante romper la indiferencia, nuestra inveterada costumbre de encogernos de hombros para que hechos semejantes no se repitan... Así que me senté frente a mi máquina y, por primera vez, la historia salió de un tirón. Me sentía enormemente feliz; fue la experiencia más gozosa que jamás me haya deparado la escritura”.
Se nota. Y es esa misma felicidad la que se traslada a los electrizados lectores de esta novela electrizante.
Nunca mejor dicho: literatura de alto voltaje.
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