LORRIE MOORE
Después de incursionar en la novela larga con resultados desparejos, Lorrie Moore regresa tras dieciséis años al género que la consagrara como narradora de punzante costumbrismo y excelente humor irónico: el cuento. Gracias por la compañía retoma la vida de personajes flotantes y a la deriva en el paso del tiempo, con un trasfondo político y social cada vez menos gracioso.
› Por Rodrigo Fresán
Nada envejece más rápido que el humor de un humorista. Y, si hay suerte, ese humor y ese humorista se vuelven influyentes y clásicos. Es decir: sus modales y sus punch lines se anticipan y se adivinan. Y, muchas veces, por ahí pasa el placer del espectador o del lector: reconocer reconociéndose, reírse de lo que se sabe que se sabrá. Les pasó a (y nos pasó con) Groucho Marx y a Gila y a Woody Allen. Y le pasa ahora a Lorrie Moore (Glen Falls, NY, 1957). Lo que la convierte en una influyente (cuesta imaginar el cine de Noah Baumbach o la televisión de Lena Dunham sin Moore a sus espaldas), en una afortunada y en una elegida. Y en clásica. Y lo clásico tiene dos opciones: acomodarse en su clasicismo o arriesgarse a cambiar e innovar dentro de su propio museo. Con Gracias por la compañía –luego de su malogrado paso por la novela “larga” Al pie de la escalera– Moore no sólo se atreve a innovar sino que, en muchos tramos, lo consigue. Y sorprende sin dejar de ser quien es y quien fue.
Y, de acuerdo, Gracias por la compañía no tiene la gracia formal y el original mecanismo (esa didáctica segunda persona del singular) de su debut Autoayuda. O la contundencia ya canónica de esa colección de relatos magistrales que es Pájaros de América (incluyendo el acaso insuperable greatest hit “Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica”, que puede entenderse como el punto de partida de estos nuevos cuentos y funciona casi como credo artístico: “Escribo las ironías prudentes de la fantasía. Escribo las ideas pantanosas sobre las que está construida la vida privada”, postula allí la narradora mientras espera el diagnóstico de su bebé). También, es cierto, luego de dieciséis años fuera del género en el que descolla, puede que Gracias por la compañía se antoje insuficiente: ocho cuentos en poco menos de doscientas páginas con letra grande; cuatro de los cuales ya pudieron ser leídos por el fan bilingüe en The Collected Stories (Faber and Faber). Pero, superados estos recaudos y quejas, lo cierto es que el luminoso y oscuro Gracias por la compañía es más que digno de agradecimiento.
Y la cosa se enrarece ya desde el principio, con “Muda”, casi un largo monólogo de stand-up comedian con pobre hombre, Ira, recién divorciado y enredado en romance con mujer loca y su hijo disfuncional. Todo el asunto recuerda un poco al film Cyrus (con Paul Giamatti y Marisa Tomei y Jonah Hill pero sin redención alguna) y, sí, todo es graciosísimo. Pero, también, muy oscuro y sórdido y triste: allí, sombras pesadas de la insuperable resaca del 11 de septiembre de 2001 y la jaqueca interminable de la guerra en Irak y un final tremendo con un “que alguien le de una bofetada a este tipo”. Y el pedido de bofetada para Ira el lector lo siente en la propia mejilla.
La atmósfera se enturbia definitivamente con “El enebro”, muy extraño y oscuro y original relato de/con fantasmas. Y a partir de entonces –con el sórdido y vencido y caribeño y soleado “Pérdidas de papel”– la noche cae sobre nosotros. Y, claro, aquí vienen las parejas en problemas marca Moore donde “todos los maridos son alienígenas” y “Robert Louis Stevenson escribió que el matrimonio es una larga conversación. Stevenson murió a los cuarenta y cuatro años y, por supuesto, no tuvo la menor idea de cuán largo podía llegar a ser esa conversación”. Y hay conciertos de rock mediocres y hay banquetes de boda interrumpidos por Hells Angels y copa con curtido y agotado oficial de inteligencia por la crisis mediática con las torturas a prisioneros de guerra y cena con lobistas donde se habla de más, de mucho más. Y alguien exclama, extático, “¡fondos de inversión y haikus!”, como si se tratase de la fórmula secreta del éxito. Y hay enfermedades espantosas y quemaduras producidas en el ataque al Pentágono que se confunden con estiramientos faciales y plantas marchitas que lucen “como Bob Marley durante la quimioterapia”. Y esos buenísimos chistes malos (algunos de los peores y desopilantes con Obama) y esos juegos de palabras de los que siempre se sale un poco lastimado. Y hasta sutiles variaciones/alteraciones para connoisseurs sobre Las alas de la paloma de Henry James (“Alas”) o el “Signos y señales” de Vladimir Nabokov (“Referencial”) que nos permiten vislumbrar el sitio exacto en el que Moore se desprende de sus fuentes para navegar a solas. Pero, antes que nada y después de todo, lo anterior y los anteriores como más vencidos que nunca por el tiempo perdido, con fatiga de materiales, tan bien escritos y descritos a la hora de escoger y de equivocarse en sus elecciones. Y en otro lugar se comenta de que un amigo de la infancia viajaba en primera, en el avión en el que también iba el terrorista Mohamed Atta, y que “uno no espera que le suceda algo así a no ser que viaje en clase turista”. Y en alguna parte de Gracias por la compañía, alguien postula que “Una mujer tiene que escoger su particular infelicidad con cuidado. Esa era la única felicidad en la vida: escoger la mejor infelicidad”.
Dicho y hecho y deshecho.
En su entrevista con The Paris Review, Moore explicó lo que aquí se entiende de inmediato: “El tipo de humor que me interesa tiene que ver con la incomodidad; ese especie de teatralidad que surge entre las personas en momentos muy engorrosos. Enfrentamientos, emergencias, desorientaciones”.
Sí, Gracias por la compañía (en el original Bark, título que equivale tanto a ladrido como a corteza de árbol; doble sentido con el que se juega en varias páginas) es un libro incómodo y desorientador. Ligero de leer y denso de experimentar y que –mejor aún en la relectura que en la primera lectura– nos hace sentir inseguros en cuanto a si somos el perro aplastado por una rama o el tronco al que ese perro mea.
Ya lo dije en otra parte y vuelvo a decirlo aquí: Moore –“Mundo terrible. Gran cielo”, las cosas ya no saben a plátano sino al eructo luego de comer plátano, se quejan algunos que pasan por ahí, por estas páginas– es ahora más Beckett que Joyce. Es menos Seinfeld y más Louie.
Y, sí, Moore ya es un clásico moderno.
Y sigue siendo muy pantanosa e irónicamente divertida.
Pero todo parece indicar que Lorrie Moore no piensa conformarse con ser apenas eso.
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