Domingo, 13 de septiembre de 2015 | Hoy
CRóNICAS > VLADIMIR MAIAKOVSKI
Padre del futurismo ruso, hombre de la revolución bolchevique hasta su caída en desgracia con Stalin, en 1925 Vladimir Maiakovski viajó a América, si se entiende por tal un breve paso por Cuba y México para recalar en Estados Unidos. Su objetivo era conocer a fondo el territorio con el que alguna vez se entablaría una lucha de fondo y sin cuartel, que mucho después se llamaría Guerra Fría. Entre el espionaje, la bohemia y la observación admirada, Mi descubrimiento de América es una extraordinaria crónica de los tiempos que aún estaban por venir.
Por Alan Pauls
Promediado Mi descubrimiento de América, después de darse el lujo de cuerear a Nueva York, cuya burguesía “posee toda la electricidad y come con velas, como un mago que ha conjurado espíritus que no sabe controlar”, Vladimir Maiakovski pone el grito en el cielo y denuncia el golpe de apropiación supremo por el que la palabra “América” pasó a ser sinónimo “natural” de los Estados Unidos de Norteamérica, ninguneando a sus colegas hemisféricos y a las otras dos Américas que la razón geográfica recomendaba incluir. “Los Estados Unidos se apoderaron del derecho a llamarse América por la fuerza, con sus acorazados dreadnought y sus dólares, infundiendo terror en las repúblicas y las colonias vecinas”, escribe el poeta futuro-bolchevique, para quien las palabras son tan un campo de batalla como las calles, la tierra, los medios de producción o las fronteras. No es casual, pues, que decida prologar su entrada al territorio norteamericano honrando con su visita a dos de los vecinos perjudicados por el abuso semántico. En La Habana come coco verde y una parodia de banana y presta su oreja a las efusiones nostálgicas de una mecanógrafa de Odessa; en la ciudad de México se pone en manos de Diego Rivera, asiste a tabernas donde las botellas se descorchan a balazos y calibra la extravagancia de una historia política que en treinta años acumula treinta y siete presidentes, treinta de ellos generales.
Sin embargo, no es sólo la solidaridad frente al anexionismo imperialista lo que explica ese rodeo latinoamericano. En rigor, Maiakovski pasa por Cuba y México por necesidad, porque su visa para entrar a Estados Unidos (originalmente de “artista comercial”, gestionada por un amigo ruso, el pintor y poeta futurista David Burliuk, que vivía en EE.UU. desde principios de los 20) tarda en llegarle, un contratiempo que ratificaba su ominoso prestigio de emisario de la revolución pero desaconsejaba todo intento directo de acceder al país. (Entrará por tierra, por Laredo, y con visa de turista por seis meses, previo depósito de 500 dólares.) Tal como las describe en la primera mitad de su crónica, esas paradas, por lo demás, parecen menos un tributo a la América excluida de América que los aperitivos sabrosos con los que hace boca el poeta-etnógrafo a medida que se acerca el plato verdaderamente fuerte de la comida: Estados Unidos, blanco último de toda su curiosidad y, naturalmente, de sus más aviesas intenciones.
Es en la capital cubana, sin embargo, donde Maiakovski deja en claro hasta qué punto su propia soberbia no tiene nada que envidiarle a la de “América”. Para sacarse de encima a un ciruja que le pide ayuda en tres idiomas, el poeta, que no habla más que el suyo, le grita en un inglés futurista: “I am Russia!” Corre 1925. Muerto Lenin –el único ícono de la revolución de octubre que podía hacerle sombra en el extranjero–, se podría decir que el poeta, con sus treinta y dos años, su posición de artistafaro y su convicción para encarnar las patas estética y política de la vanguardia, no exagera. Su uso de la metonimia será tan jactancioso como el de la potencia gringa que critica, pero Maiakovski, en efecto, es Rusia. De hecho, es en tanto que embajador no oficial pero sí plenipotenciario del primer régimen comunista de la historia como emprende el viaje de tres meses que pormenoriza en Mi descubrimiento de América. Y es Rusia y hace flamear la bandera rusa y encarna el alma rusa –en sus impetuosas versiones rojas– mucho antes de demostrarlo entrevistando y haciendo complicidad con los emigrados rusos de México, Nueva York o Chicago –únicos interlocutores elegidos por una curiosidad recalcitrantemente endogámica–, cuando, pertrechado sólo con sus ojos de viajero, mira y mide y calibra y nombra todo lo que ve con el arsenal de nombres y unidades de medida y varas que trae de Rusia, único capital, por otra parte, que sobrevive al robo sufrido por el poeta en París, que lo obliga a viajar de prestado y a abreviar su proyecto original de dar la vuelta al mundo.
¿Así que “América” es sinónimo de Estados Unidos? El poeta no se arredra y presenta pelea. No sólo chicaneando los talones de Aquiles proverbiales del Tío Sam: café malísimo, el subte es una tumba, la carne en conserva la vía regia hacia la gastritis, el aire una trampa tóxica y el dólar la única fuerza de un país burgués de ciento diez millones de habitantes. También, y sobre todo, estampando en lo que ve –los portentos del reino enemigo, desde el derroche de luz eléctrica hasta los siete mil coches que salen a diario de la fábrica Ford, pasando por la Ley Seca, el chicle (cuya función, especula Maiakovski, es mantener activos los labios de una población impedida de hablar por el estrépito de la vida cotidiana), los semáforos, el Ku Klux Klan y el “carnaval estúpido” de Coney Island– la nomenclatura de estado soviética. Así, es más difícil perderse en Nueva York que en el pueblito rural de Tula, las calles de Manhattan son “más sucias que las de Minsk”, el partido socialista norteamericano son “los mencheviques de aquí”, las distancias en el downtown se cuentan en verstas, el vaquero Diamond Jim dilapida medio millón “de rublos” en dos días, los boxeadores amateurs se insultan gritándose guarangadas como durak (imbécil) y slovoch (canalla), hay negros que pesan “cinco pud” y los vecinos de Rockaway Beach viven tan apiñados como los que vuelven en tranvía “del parque Sokólniki”.
Maiakovski escribe su crónica de viaje con el lector soviético en mente, pero en su manía de bautizar, adaptar y comparar hay algo más que un reflejo reductor (traducir lo nuevo y lo excéntrico al sosiego del idioma natal) o que la pretensión de hablar diáfano para compatriotas. Hay una especie de insidia beligerante, el tipo de pechazo pícaro, compulsivo, con que se reta a un enemigo despreciable, al mismo tiempo que se lo reconoce como el único rival digno de ese nombre. Al final del libro, ya embarcado en el Rochambeau, el pequeño vapor que lo lleva de regreso a Europa (en tercera clase, la única que podían permitirse sus saqueados bolsillos), Maiakovski, como si hiciera falta, se desenmascara: “El propósito de mi ensayo es impulsar el estudio de las debilidades y las fortalezas de los Estados Unidos en vistas de una lucha lejana”. El que habla ya no es un viajero, ni un etnógrafo, ni siquiera un poeta perdido por la curiosidad, capaz de conmoverse con los mismos derroches de luz que lo escandalizan: es un espía, un agente en misión, un dron humano camuflado de bohemio que vuelve a tierra firme con el botín que había ido a buscar, los expedientes que sus compatriotas consultarán afanosamente para darse por vencedores anticipados de una guerra cuya cuenta regresiva no ha hecho más que comenzar.
Y sin embargo, si Mi descubrimiento de América es mucho más que el informe de situación de un topo público, es porque casi no hay sarcasmo en su libro que no sea a la vez un suspiro admirado, ni escarnio o desdén que no acepten leerse como gemidos de envidia. Maiakovski, en ese sentido, es sólo una víctima más –no la primera ni la única– de la larga tradición de ambivalencia en la que orbitaron Estados Unidos y Rusia desde fines del siglo XIX, cuando el escritor liberal ruso Vladimir Korolenko volvió con la boca abierta de asombro de la Feria de Chicago (1893) de la que había ido a mofarse, y que tiene en Sergei Eisenstein –cerebro cinemático que amaba a D.W. Griffith y Walt Disney– a su conejillo de indias más ejemplar. ¿No es Disney, de hecho, el que hará literal, en el episodio “El aprendiz de brujo” de Fantasía (1940), a la vez el dogma de montaje de Eisenstein y el diagnóstico maiakovskiano sobre las energías demoníacas que pretenden conjurar los mismos burgueses que las liberaron? ¿No eran los mismos bolcheviques los que se enfervorizaban describiendo a la URSS como “la nueva América”?
Maiakovski no es Korolenko (la suya es una modernidad sustractiva, rapada, en las antípodas del anarcoespiritualismo barbado de su antecesor); tampoco es Gorki, que visita Estados Unidos en 1906 y escandaliza a periódicos y almas puras pavoneándose con su amante, la actriz rusa con la que terminan echándolo de los hoteles. (Hay que decir, con todo, que los visos libertinos de Gorki no le son del todo ajenos: además de recabar historias de vida de emigrados rusos, entrevistar militantes comunistas, dirigentes obreros, delegados sindicales y jefes de redacción de diarios judíos y honrar al poeta de Chicago Carl Sandburg, único versificador que se digna mencionar, Maiakovski usó su breve estadía en USA para vivir un flirt relámpago con Ellis Jones, una modelo de origen ruso y aristocrático que nueves meses después le daría una hija, la “bastarda de América” que deberá esperar la glasnost de Gorbachov para tener su pedestal en el museo Maiakovski de Moscú.) Poeta futurista, Maiakovski no puede evitar reconocer que la dinámica de un desarrollo tecnológico irrestricto –el laberinto de vías férreas de altura en el que se extravía cuando viaja en Nueva York, por ejemplo– encarna su credo poético con la misma convicción que los versos crípticos de su amigo Klebnikov, la otra cabeza del movimiento.
Corre 1925: primera infancia de una hostilidad que recorrerá, adoptando formas diversas, todo el siglo XX. Para entonces, sin embargo, el duelo entre la URSS y Estados Unidos tiene la forma pueril de una fascinación especular, suerte de extraña y cándida reversibilidad que tolera y hasta llama a la ironía, como cuando el cronista, excitado por un inminente tour fabril en Detroit, se toma el trabajo de recordar que la memoir de Henry Ford, el artífice de la línea de montaje (¡Eisenstein otra vez!), ya tiene una edición soviética (Leningrado, 1923) y ha vendido nada menos que cuarenta y cinco mil ejemplares. “Después de un recorrido bastante largo”, escribe Maiakovski más tarde, perdido en la “isla de la diversión” de Coney Island, “te encuentras en medio de múltiples montañas rusas (que nosotros llamamos americanas)...” Esos son los mejores momentos de Mi descubrimiento de América: esos lapsus que irrumpen en la agenda del espía y humedecen los diferendos ideológicos con la savia sabia de un humor casi involuntario. Esos, y los puncti que Maiakovski aísla y enmarca con la rapidez y la sagacidad de un poeta hambriento, detalles sutiles (había una ternura bolchevique) como la coquetería de unos “obreros que usan perfume”, impresiones fantásticas –a la vez políticas y líricas, útiles “para la lucha lejana” y fulgurantes como epifanías– como la de la transitoriedad, virus fatal y espléndido que detecta en la máquina urbana neoyorquina.
Maiakovski tiene buena vista. Ve más promesas en los negros, “pólvora para revoluciones”, que en la ubicuidad de los partidos comunistas norteamericanos, cuya escasez de militantes se la pasa deplorando en voz alta, o la ira obrera, siempre amenazada por la cooptación de la burocracia sindical o la sociedad de consumo. Ve incluso lo que vendrá, no sólo en Estados Unidos, que presiente como “un país exclusivamente financiero, usurero”, sino en su propia patria, cuando se entera –todavía de visita en EE.UU.– de que la editorial del estado soviético no publicará sus obras completas ni las de ningún otro autor vivo. Protesta. El editor, resignado, lo deriva al hombre que nombraron secretario general del partido un año antes de la muerte de Lenin, cierto georgiano llamado Stalin. Maiakovski alcanzará a publicar Mi descubrimiento de América en 1926. Tres años después, la “América” que radiografió con fascinada aversión cruje con el crac financiero más brutal de la historia del capitalismo. Pero el poeta tiene otras preocupaciones. En 1930 ya es un disidente, un paria, un condenado. El 14 de abril, sin visa para viajar al extranjero y abrumado por una tormentosa vida sentimental, se mata de un tiro en el corazón.
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