Domingo, 27 de septiembre de 2015 | Hoy
EZEQUIEL MARTíNEZ ESTRADA
Reconocido sobre todo como uno de los grandes ensayistas nacionales, quizás el mayor, Ezequiel Martínez Estrada también cultivó el cuento, desde los textos más breves de La tos y otros entretenimientos hasta nouvelles muy celebradas por la crítica como Marta Riquelme o Juan Florido. Un mundo de personajes grises deambulando por espacios opresivos que recuerdan los climas de Kafka se despliega en todo el esplendor de su negatividad en la magnífica edición de los Cuentos Completos que publicó el Fondo de Cultura Económica, en la Serie del Recienvenido, dirigida por Ricardo Piglia. Aquí se propone un recorrido por estas ficciones que toavía mantienen una tensión entre la autonomía y la sombra tutelar de Radiografía de la pampa.
Por María Eugenia Villalonga
Cuando Ezequiel Martínez Estrada escribió, a pedido de Victoria Ocampo, su autorretrato, destacó su afición en la infancia por las herrerías, quizás el lugar donde adquirió esa prosa contundente, áspera y rigurosa como el hierro cuando sale de la fragua, que “a cada martillazo aumentaba la oscuridad”, con la que construyó una obra que se pensó a sí misma como una denuncia de los invariantes históricos, económicos y sociales que percibió en el Facundo de Sarmiento y en las Bases de Alberdi y con la que, como hicieran sus admirados maestros, se propuso asimilar su imagen a la del propio país. “Mi caso puede ser comparado con el de Lugones, por homología y simetría. El es el autor de la grande Argentina; yo el de la pobre Argentina.”
Incomprendido o leído a destiempo, es uno de esos escritores cuyo lugar de enunciación pendula entre el pasado y el futuro, a pesar de lo cual, jamás resultó indiferente para sus contemporáneos. La cantidad de premios que obtuvo desde que empezó a publicar y los diferentes cargos que ejerció como presidente de la SADE y de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre desmienten su posición de profeta en el desierto que él mismo abonó. Sin embargo es un “recienvenido” para Ricardo Piglia, su prologuista, en la idea de que aquellos textos que en su momento escribió, por su densidad política y su experimentación literaria, aun nos conciernen. Los cuentos que ahora se publican completos pertenecen, todos, a los años del primer peronismo, al que criticó generosamente, por entender que sometía a los trabajadores a través de los beneficios que les proveía, tanto como al golpe del 55 que lo encontró, una vez más, enfrentado a la mayoría de los escritores de Sur, incluida su directora, quien decidió no publicarle una carta pública en la que fustigaba a aquellos que apoyaron la revolución libertadora.
Todas las lecturas coinciden en que la sombra tutelar de estos relatos son los famosos ensayos con ese tono profético y apocalíptico que los caracterizaron y que tuvieron en Radiografía de la Pampa de 1933, su paradigma, donde exhibe el cuerpo enfermo de su patria, sus dolencias y las causas de su fracaso, como invariantes que se repiten neuróticamente desde sus orígenes como estado independiente. Sin embargo, no están planteados estos textos como simple ilustración, en el plano de la ficción, de sus hipótesis políticas, aunque resulta evidente en todos ellos la misma visión del mundo que sostiene en sus ensayos. Mientras que estos son guiados por un sujeto acusador y moralizante, en sus ficciones el sujeto aparece alienado y la realidad es para él una presencia oscura e incomprensible.
Y el vínculo con Kafka se hace manifiesto, en los procedimientos y en los temas, reconocido por el propio autor, que varios años después escribió: “Confieso que le debo muchísimo: el haber pasado de una credulidad ingenua a una certeza fenomenológica de que las leyes del mundo del espíritu son las del laberinto y no las del teorema”. La imagen de profeta afiebrado con la que Piglia lo describe en su primer encuentro con el escritor, en el que vaticina el futuro del país y que resume en el gesto de las dos manos, “de hundir a un niño en una bañadera de agua turbia” lo hermana con aquellos personajes kafkianos como el padre de “La condena”, que mediante una gestualidad desmesurada, como un dios irascible y castigador, condena al hijo al suicidio.
Pero es en la construcción de universos cerrados, sobresaturados y opresivos en los que el protagonista se despierta una mañana, cuando lo insólito e irreparable irrumpe y destruye para siempre la armonía de un mundo –si bien degradado, al menos conocido– y arrojándolo en la experiencia de lo siniestro, el rasgo que lo ubica en la misma serie del escritor checo. En el primero de los relatos, el antológico “La inundación”, bajo la aparente forma de una parábola se advierte la configuración de un universo en el que conviven miserablemente y a la espera de una solución que no llega, seres desesperados y extrañados de su realidad, que toma la forma de una pesadilla universal, la atmósfera que obsesivamente se repetirá en todos los relatos. La iglesia de un pueblo que podríamos situar en algún lugar de la Pampa húmeda o en ninguno, deviene isla, cuando un diluvio que no para inunda todo el pueblo, dejando a salvo su única zona alta. Los habitantes se hacinan dentro de sus muros, reproduciendo, en un único espacio, las diferencias de clase que no parecen distinguirse demasiado de las formas que adopta la lucha por la supervivencia entre los perros que han quedado afuera. La dilación, la forma en que se representa el infinito tanto en el espacio como en el tiempo (el procedimiento que Borges celebra en la escritura kafkiana) condena a los personajes de Martínez Estrada a una guerra perdida contra el dios de la imposibilidad.
Y es en la construcción formal de estos universos eternizados en una suerte de maldición bíblica donde se juega la hipótesis central con la que Martínez Estrada provocó al campo intelectual argentino: los invariantes históricos que denuncia en sus ensayos –las figuras con las que se propuso explicar la degradación política y social del país–, como ese acontecimiento que se repite y se expande, pero que no se fundamenta, sino que se expone para dar a juzgar al lector, y que son en definitiva una ficción narrativa, como bien lo define Piglia desde el prólogo. Y en este sentido, es en el género de la nouvelle donde su proyecto literario encontró la forma precisa para narrar la experiencia de lo siniestro, aquello del orden de lo familiar que se vuelve extraño, donde un atribulado protagonista teje conjeturas paranoicas sobre las causas de la hostilidad de un mundo que se ha vuelto incomprensible y que la forma abierta expone sin que el sentido suture jamás.
“Sábado de gloria” (uno de sus mejores relatos) es la historia de un burócrata, un oscuro hombrecito y su angustiosa lucha por conseguir una solicitud de licencia, el mismo día en que cambian las autoridades del Ministerio donde trabaja afanosamente desde tiempos inmemoriales, después de que un golpe militar derrocara dos días antes a la anterior junta militar. La escenografía, una vez más, concentra ese universo laberíntico que someterá al sujeto a una larga serie de dilaciones hasta despojarlo de toda posibilidad de esperanza. “Cuando dos de ellos iban por el mismo camino que quedaba libre entre los escritorios y las pilas de expedientes, tenían que hacer un esfuerzo para pasar; otras veces decidían dar vueltas y encontrar cada cual su camino como en un laberinto, porque para caminar había que resolver antes el rompecabezas de los escritorios y las sillas.” Los espacios abarrotados de objetos y de personajes que no parecen tener otra función que impedir al protagonista conseguir su objetivo no dejan de apelar al humor de los cuadros circenses, pero atravesados por un sarcasmo que convierte la risa en gesto sardónico y que pasó inadvertido entre sus primeros lectores. “Pasaron varios ordenanzas cargando pilas de expedientes. Uno llevaba un legajo enorme sobre la cabeza y grandes paquetes bajo los brazos y otros papeles en las manos.” La literatura, nos recuerda Kafka, es sólo broma y desesperación.
Y si hay una interrogación que atraviesa casi la totalidad de estos relatos es acerca de los mecanismos del poder y sus modos de configuración de la subjetividad. Si para la concepción foucaultiana el individuo es un efecto del poder que atraviesa los cuerpos y lo conforma, es en la figura del “hombrecito”, ese oficinista gris que aparecerá tanto en Kafka como en Martínez Estrada, donde se diseña el contorno preciso de la opresión. En “Sábado de gloria”, el protagonista, después de escuchar la voz imperativa de su esposa recordándole las obligaciones precisas que debía cumplir la mañana en que partirían de vacaciones, “sintió una amargura infinita en todo el cuerpo y como si se le revelara instantáneamente la causa secreta de su falta de suerte para ascender y de su abatimiento de vejez prematura”.
Nada es más material, más físico, más corporal que el ejercicio del poder, que es la guerra continuada por otros medios, concluirá Foucault, como parece aceptar el protagonista, quien, “pensaba en el inmenso poder que ese jovencito tenía en sus manos. Se le apareció como un semidiós elegido para terribles empresas. Estaba atemorizado y avergonzado, sintiéndose impotente, bajo una presión de acontecimientos que se apelmazaban en una masa indiscernible en su estómago”. La humillación física y moral es otra de las formas que el poder disciplinario utiliza en su modo particular de producción de la subjetividad.
La topografía, una de las prácticas más cercanas a la filosofía política que el postestructuralismo tomó para su análisis y que le sirvió para describir la arquitectura de los regímenes disciplinarios es la que ilumina ciertas metáforas espaciales definidas tanto por lo geográfico como por lo estratégico, como la palabra “región”, del verbo dirigir (regere) o “provincia” que no es más que territorio vencido, como nos informa Foucault en la Microfísica del poder.
Y es en la arquitectura laberíntica e hiperbólica de los espacios diseñados en todos sus cuentos donde se cifra uno de los temas centrales en este autor: la imposibilidad radical del conocimiento de la realidad y la enajenación del hombre frente a su sociedad. Como la que se percibe en los espacios que elige para estos relatos distópicos en los que la escenografía se sobreimprime a un mundo convertido en miniatura, que, para los que lo habitan, tiene los contornos de un infierno, donde la saturación pareciera perseguir el objetivo de ocupar todos los espacios hasta hacer de la miniatura, territorio del infinito.
El Palacio Bisiesto, en “Juan Florido”, horrible hotel donde conviven en una suerte de pandemóniun sus habitantes, aparece como la metáfora de una ciudad que condena a sus inmigrantes a una vida de humillación y ultraje; las ominosas oficinas ministeriales de donde pareciera que nadie puede (ni quiere) salir; el hospital, que a fuerza de expandirse, ocupa el tamaño de una ciudad en “Examen sin conciencia”, donde un grupo de médicos y estudiantes reprobados se confabula para someter al protagonista a una operación sin su consentimiento o la casa de “Marta Riquelme” (quizás el único texto de ficción de este autor posteriormente valorado en el tiempo), una propiedad construida fragmentariamente alrededor de un árbol añoso, que ha crecido junto con la familia hasta alcanzar el tamaño de todo el pueblo. Y esta singularidad de los escenarios que crecen hasta convertirse en el todo, los convierte finalmente en islas tan desiertas como la que encontró Robinson Crusoe después de su naufragio y a sus protagonistas, inmersos en la más radical de las experiencias de la soledad.
“Marta Riquelme”, el relato que más ha discutido la crítica, diferente de todos en relación con su propia obra y con la serie de la literatura argentina, se presenta a los lectores como el prólogo de las memorias de una joven, que el narrador se propuso publicar y para eso dedicó varios años de su vida a la transcripción de un manuscrito que al borde de lo ilegible (y de lo interpretable) aparece como la muestra más extrema de la obsesión literaria, cuando la ecdótica, el arte de la edición de manuscritos antiguos, se transforma en enfermedad incurable.
Las peripecias que sufre el editor y quienes lo acompañan en la monstruosa empresa de recuperar por la vía de su memoria, el único manuscrito (ya que, para sumar obstáculos, la imprenta lo perdió), el producto de tres años de engorrosa tarea de exégesis, que incluye el debate acerca de los posibles sentidos de un mismo término, como si su autora se hubiera propuesto desorientar a sus probables lectores, potencian, como en una puesta en abismo barroca, las contradictorias versiones que una u otra variante ofrecen.
El confuso material que se entrega a los lectores no hace más que borrar o contradecir a cada frase el proyecto inicial: publicar la biografía de Marta Riquelme, una niña-mujer que tanto podría ser un ángel como un demonio, de una inocencia sublime o de una perversidad extrema. Ni siquiera el mismo narrador logra dar una única versión de los motivos que lo llevaron a elegir este retrato de la pura ambigüedad. “La obra inédita de Marta Riquelme –así comienza el relato– que el lector encontrará a continuación fielmente reproducida y que por este prólogo se le presenta, ha sido escrito por su autora con la intención de que llegara a conocimiento de muchas personas. (...) Pero debo advertir que Marta Riquelme no es una escritora. Hasta diría que casi no sabe escribir.” A partir de ahí comienza la narración del accidentado derrotero del manuscrito, de la desaparición misteriosa de los implicados en su edición, de las discusiones en torno del significado de algunos términos, de la imposibilidad de determinar la moralidad de la protagonista y de algunos personajes familiares, porque si hay algo que queda en claro es que la narración ha hecho del oximoron la matriz de su escritura. “De ninguna manera podría yo asegurar que el texto de 1786 páginas manuscritas que forman el presente libro sea en efecto lo que escribió su autora. Es muy posible que hayamos cometido algunos de esos errores, tan común en los filólogos, que pueden alterar la concepción total de la obra.”
Un texto que, sistemáticamente, tensa los límites de lo narrable hasta romper el pacto de lectura que supone la fidelidad de los hechos que se cuentan, y que no es más que una serie de marcos concéntricos que encierran (en lugar de anunciar) las memorias de una niña que, según el narrador, tienen la intensidad de un siglo vivido, y que, contradiciendo la afirmación del comienzo, concluye afirmando: “Todo lo que sigue es sencillamente estupendo”.
Dejando de lado el hecho de que después no sigue nada, bien podría ser el epígrafe de estos extraordinarios Cuentos completos.
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