Una conspiración contraria al peronismo en 1953 sirve de punto de partida para que Hugo Salas ensaye una novela tan audaz como delirante acerca de las antinomias de pasado y presente alrededor de grandes figuras y mitos como Perón, Evita, Victoria Ocampo y hasta Mirtha Legrand.
› Por Fernando Bogado
El peronismo es una fuerza imaginaria. Decir esto puede pasar por escandaloso, pero es apenas la constatación de una serie de circunstancias que, como mínimo, han afectado tanto a la política como a la literatura local en lo que va del siglo XXI. En principio, en términos de la cotidianidad política, diversas instancias nos demuestran que “lo peronista” es una suerte de identificación que puede reunir bajo su nombre universos tan lejanos como las formaciones nacionales y populares y el neoliberalismo conservador. Ahora bien: en literatura, la fuerza ficcional de lo peronista tiende a la parodia e inclusive a lo fantástico: en esa línea hay que ubicar a la segunda novela de Hugo Salas El derecho de las bestias; un texto que no sólo recae en el peronismo sino, sobre todo, en las típicas figuras antiperonistas, contreras y gorilas para hacer una ficción que explota hacia todos lados y no deja una sola certeza histórico-política en pie.
La novela comienza con una fuga nocturna en donde un grupo de jóvenes antiperonistas es emboscado en su huida a Montevideo. Lo que transportan en ese escape es un maletín que, cual film tarantinesco, tiene un contenido desconocido por todos. Un solo miembro del comité en fuga logra sobrevivir: un tal Enrique, rescatado por “Pepe”, quien lo lleva a la casa de una amiga para que se recupere de una herida en el muslo causada por un disparo. La naturaleza de los nombres se va disipando de a poco, como parte de una bruma que, a medida que las páginas pasan, va en retirada. Pepe es José Bianco, su amiga no es otra que Victoria Ocampo y el joven Enrique está entrando, sin quererlo, en el mundo íntimo de la intelectualidad contrera por definición: el grupo Sur. Y luego, el Tirano. Juan Domingo Perón aparece en la escena siguiente para conformar el otro hilo narrativo: por un lado, el antiperonismo y la protección de Enrique; por el otro, los secretos de la corte que preside Perón-rey y la sucesión de “cortesanos” que tratan de ubicar al fugado. Salas es muy certero al intercambiar los valores de estos mundos: los gestos aristocráticos y desmedidos son patrimonio de las altas esferas peronistas, mientras que la resistencia con tintes pseudorrevolucionarios se ubica del lado de Ocampo, Bianco y Enrique (que, tiempo después, se dejará entender que es el mismísimo Enrique Pezzoni, “adicto” a las traducciones).
A través de fragmentos que se van sucediendo bajo la lógica del contrapunto, en un juego de ping pong narrativo que pasa de un extremo al otro, varios nombres se dan cita, invocados por esta especie de delirio místico-mítico-político: Eva Perón, Juan Duarte, López Rega, Isabelita, Mario Firmenich, Fernando Abal Medina, Cámpora, Norma Arrostito, Fanny Navarro y hasta Mirtha Legrand. Todos personajes de una trama que por momento sigue la lógica de una novela de espías: quién está de qué lado y quién busca traicionar a qué facción. Pero, claro, si la ficción se permite la parodia, lo primero a traicionar es el tiempo. La acción se desarrolla en unos pocos días del año de 1953, y todo sucede en ese período, como si Salas hubiera utilizado el anacronismo deliberado que Borges reconocía como técnica narrativa por excelencia en “Pierre Menard, autor del Quijote” a los fines de hacer este jugo concentrado de historia peronista, en donde los hitos que conforman al movimiento se dan casi simultáneamente. La novela parece conservar un gesto relativamente “serio” entre tanta bufonesca: los diálogos que no se pudieron dar por cuestión de distancias empíricas, la ficción las permite, intentando resolver poderosas conjeturas a través de diálogos. ¿Qué le hubiese dicho Eva a Perón cuando se distanció de la juventud revolucionaria? ¿Y Ocampo a la abanderada de los humildes?
Hugo Salas construye una novela que, con un argumento delirante, no se queda en mera tesis: bien se puede ignorar mucho de historia peronista o directamente argentina, y la trama sigue interesando igual, haciendo de El derecho de las bestias una novela tan entretenida como punzante. La voz narrativa trata de conservar una distancia con los hechos, asegurándose que el lector no se agobie con tanta información e intercalando cada tanto palabras en otras lenguas, como si hiciera del cosmopolitismo cipayo el mejor tono para contar el peronismo. Y es que, abierta la puerta de la literatura, no sólo el peronismo, sino cualquier hecho histórico tiene que hacerse amigo de su contrario, llegando al límite de lo que cualquier movimiento con pretensiones de absoluta realidad rechaza de manera furibunda: la mezcla.
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