MARCELO TOPUZIAN
Desde los arrabales de la Argentina, el crítico Marcelo Topuzian pasa revista a los acalorados debates que entre los 60 y los 80, entre el estructuralismo y la revista Tel Quel, entre Barthes y Foucault, generó la agonía, muerte y posible resurrección de su majestad el Autor.
› Por Fernando Bogado
La cuestión acerca de la muerte del autor ha ocupado una farragosa cantidad de páginas no sólo en la crítica francesa sino, sobre todo, en la crítica y teoría local. Y es que siempre se ha leído la influencia o la importancia de determinado conjunto de autores extranjeros como un asunto de cipayismo intelectual que no puede ser visto de manera simpática por ciertas formas del nacionalismo que perduran en las aulas universitarias y secundarias. Si lo argentino es, al amparo de Borges, ese poder meterse con toda la tradición occidental, no podemos menos que sorprendernos por el intento de gigantismo que emprendió el crítico y profesor Marcelo Topuzian en Muerte y resurrección del autor (1963-2005), texto que no sólo sintetiza la raíz de la discusión en torno a este polémico fallecimiento sino, también, sus consecuencias y un detallado diagnóstico del presente. Después de todo, la pregunta es evidente: muerto el autor... ¿qué hacemos? El ámbito de la década del 60 en Francia es por demás interesante ahora que se lo puede mirar con la distancia que dan los años y las geografías. Encanto que, para nuestro amor por las letras francesas, se potencia más y más hasta llegar casi a lo mítico. Roland Barthes empezaba a aparecer en la escena como la pata literaria del estructuralismo, una corriente metodológica y epistemológica que se proponía cambiar la manera en la cual las humanidades operaban y pensaban. En términos académicos, Raymond Picard era el enemigo a derribar: un profesor de la Sorbona que devenía paladín de la crítica biografista, la cual encontraba en la propia vida del autor todas las justificaciones esperables para realizar el análisis crítico de una obra. La cuestión es que Barthes publica, en 1963, Sur Racine, un libro que se mete con el centro del canon y lo da vuelta, separando a la biografía de Racine de la lectura de sus textos. ¿El resultado del atrevimiento? El escándalo, la impugnación, Picard saltando y diciendo, básicamente, que eso no era crítica, que todo estaba perdido. La respuesta de Barthes es otro libro imprescindible, Crítica y verdad (1966), en donde establece que hay una “Nueva Crítica” que se dispone a realizar una lectura inmanente de la literatura, esto es, evitar recurrir a la vida de nadie para explicar tal o cual libro.
En la empresa de la “Nueva Crítica” se podía encontrar de todo: Sartre y su marxismo existencialista; la crítica fenomenológica e, inclusive, el estructuralismo genético de Lucien Goldmann. Y a eso había que sumarle el estructuralismo barthesiano que, por esos años, no sólo llama la atención de la academia sino, también, de la prensa y el gran público. Una vez derrotado el enemigo “picardiano-biografista”, Barthes tiene que separarse de sus aliados temporales en la lucha y publica un artículo que, hasta el día de hoy, es revisitado una y otra vez para ver cuáles son las consecuencias de tal afirmación. “La muerte del autor”, de 1968, debe ser leído en el tono que propone de manera muy aguda Topuzian: no una afirmación de un estado de la cuestión sino, ante todo, un acto performático, un querer hacer con las palabras. Ese acto era no sólo darle identidad a su lectura, sino también pasar registro de cierto ambiente de época que iba descubriendo el texto y la escritura como unidades centrales tanto de la crítica y la teoría literaria como de la filosofía, así, sin más, de la mano de Julia Kristeva y Jacques Derrida (los “telquelianos”, si seguimos el título que la historia les ha dado por su afinidad con la revista Tel Quel).
Al año siguiente, un “estructuralista friendly” como Michel Foucault no se iba a quedar ajeno a la cuestión, y da la conferencia “¿Qué es un autor?”, presentación que hasta el día de hoy tiene marcas muy fuertes en la manera en la cual se lee no sólo la literatura, sino cualquier género, cualquier tipo de texto. En esa conferencia, Foucault es lapidario, a falta de mejor título: afirmar la muerte del autor, tal como lo hacía Barthes (o Derrida o, por extensión, dos nombres que habían dejado su influencia en el querido Michel: Georges Bataille y Maurice Blanchot), era participar de una colocación en lo trascendente de la misma, compleja categoría. O sea: si el problema era que la crítica biografista encontraba en el autor, en tanto “más allá” de la literatura, un punto clave para realizar cualquier lectura o interpretación, ahora que el autor se fue, literalmente, al más allá, ese punto de fundamentación sigue operando sólo que a través de la ausencia, bajo la forma del fantasma, haciendo que su fuerza en tanto principio sea cada más notoria. En términos metodológicos, el proyecto genealógicoarqueológico de Foucault escapa de este problema al pensar no sólo los modos de constitución histórica de la categoría, sino también al proponer la “función-autor” como un modo de pensar positivamente a esta figura en tanto necesaria para la conformación de cualquier discurso.
Marcelo Topuzian tiene en este libro no sólo una recuperación de cierta serie de discusiones dentro del mundo académico francés, sino que también da paso a un estudio de las repercusiones en la academia norteamericana del problema del autor, insistiendo en ese primer mojón que fue la deconstrucción según Paul de Man. Y es que, estrictamente, estas discusiones se han dado a partir de la influencia que la “French Theory” (verdadero nombre de este vínculo institucional y teórico entre USA y Francia) tuvo en las humanidades, sobre todo, desde los ochenta. Así, la segunda parte del libro revisa las influencias, similitudes, críticas y particulares devenires de la muerte del autor en la obra de Seán Burke, Peggy Kamuf, Roger Chartier, Donald Pease o Paisley Livingston, entre otros.
Si los extremos del problema del autor son la trascendentalización de su nombre en un más allá a partir de su muerte (el camino Barthes) y el estudio de la “función-autor” en tanto momento positivo y necesario para el estudio de los discursos (el camino Foucault) Topuzian no se queda con ninguno de ellos. En su enfoque, en la minuciosa revisión de las consecuencias de cierta defunción, en su crítica a los avatares de la institución norteamericana y en su resistencia a cederle terreno a los estudios culturales, lo que notamos en este libro es una reconstrucción de un “estado de la cuestión” para proponer una pregunta más lacerante, más urgente: ¿puede todavía la crítica y la teoría literaria decir una verdad luego de la muerte del autor y el nacimiento del texto? Topuzian responde: sí, afirmación que retumba hasta en los laicos cielos de las investigaciones en humanidades y en los apocalípticos que van postulando por ahí el fin de más de una cosa.
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