Dom 04.10.2015
libros

SAMANTA SCHWEBLIN

DONDE HABITAN LOS MIEDOS

Las casas del título del libro de cuentos de Samanta Schweblin –que recibió el premio de Narrativa Breve Ribera del Duero– aluden a los espacios donde se afinca lo siniestro; en el centro de la vida cotidiana y los vínculos familiares, Siete casas vacías confirma la prosa cuidada y minuciosa de la autora, al servicio de historias siempre inquietantes.

› Por Damián Huergo

Un ruido. Eso es lo que escuchamos cada vez que alguien nos dice “en casa está todo bien” o “en la familia no hay problemas”. Un poco por intuición, otro por malicia, mucho por certeza; pero al ruido lo sentimos casi en simultáneo a la frase que cae, sin distinguir ni importar la boca que la enuncia. Es un sonido que crece desde el fondo, que se percibe pero no se ve, que acompaña a las palabras pero no las constituye, como si se escondiera o naciera en el hueco que une la sintaxis de las oraciones. Un ruido que aumenta sin sorpresa, que está ahí, cumpliendo de golpe su promesa de presencia. Se vuelve físico, tangible, oloroso, y se figura en un hermano, en una madre desesperada, en un amante dudoso, en un duelo no resuelto, en un quilombo de guita. Así también se mueven los cuentos de Samanta Schweblin. En su literatura, los problemas no irrumpen la normalidad construida, por lo contrario, se desarrollan en un largo y espiralado procedimiento sobre la intimidad que recubre toda fachada. En Siete casa vacías –ganador del prestigioso IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero– los problemas que suceden son familiares y, en un quirúrgico hilado entre forma y contenido, Schweblin los distribuye por siete casas distintas que parecen los croquis de un edificio generacional.

Hace tiempo que no se puede hablar de la familia como si fuese una unidad fabril multiplicada en serie. No sólo por la corrección política de ensamblar diferentes nombres según sus componentes, igual que un anagrama de mil variaciones. Sino porque desde la caída del bloque disciplinario y de sus instituciones homogeneizadoras, hay tantos modos de hacer familia –aun entre las que repiten las piezas– como casas que habitan. Esta variación aparece en los sietes cuentos que componen el último libro de Samanta Schweblin. Allí, entre otras, aparecen una madre y su hija invadiendo vidas familiares ajenas; casas de veraneo estalladas por la suma e incompatibilidad de parentescos; matrimonios octogenarios fallidos o no tanto; ausencias que habitan hogares destruidos; y, como sucede en el mejor cuento del libro, “Un hombre sin suerte” (premiado en el último certamen internacional Juan Rulfo), familias tipo que horrorizan a sus hijas con sus buenas intenciones y su amor pacman.

Siete casas vacías se distingue de El núcleo del disturbio y de Pájaros en la boca, los anteriores libros de cuentos de Schweblin, por el territorio donde trabaja. Lo siniestro y lo aterrador ya no está en los objetos ni en las acciones ni en los golpes de efecto, sino que se encuentra en las diferentes dimensiones de los vínculos familiares. En Siete casas vacías el horror habita la vigilia, anida en lo cotidiano. Lo vemos –o mejor dicho, lo intuimos crecer– en un desayuno, en una zanja de un patio trasero, en el agua que cae mientras se lavan los platos, en la azucarera que hace de carta robada en “Nada de todo esto”, o en los pasillos oscuros de edificios porteños que prologan la fuga de mujeres asfixiadas, como ocurre en “Cuarenta centímetros cuadrados” o en el onírico “Salir” que cierra el libro.

Seis de los siete cuentos están narrados en primera persona. En ellos, la prosa de Schweblin es cuidada, minuciosa, entregada por completo al discurrir de la trama que se enriquece por el buen manejo del fuera de campo. “La respiración cavernaria” es el único relato largo del volumen, en donde la concentración e intensidad que alcanzan el resto de los cuentos se ve desagregada, generando la sensación de que la historia pierde fuerza con la dilatación y el montaje de los acontecimientos.

Siete casas vacías tematiza el terror familiar, pero en particular disecciona los miedos de los que pasaron los treinta y buscan otras formas de adultez. Schweblin se nutre de tal conflicto. En su libro los únicos que se salvan de la problematización son los chicos y los viejos. La inquietud es exclusiva de los nuevos adultos que buscan fugar –y no reproducir– las condiciones que los formaron. El problema de Sietes casas vacías no es la familia en un plano psicoanalítico, sino los modos de casas que queremos construir para que no se vacíen al ocuparlas.

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