DESPEDIDAS > HENNING MANKELL
El 5 de octubre murió Henning Mankell, el escritor sueco conocido mundialmente por las novelas policiales del inspector Wallander, pero que además escribió numerosas obras de teatro y llegó a dirigir el Teatro Nacional de Mozambique, una de sus numerosas conexiones personales con el continente africano. El año pasado había anunciado que padecía de cáncer, y en los meses siguientes se dedicó a registrar con urgencia sus recuerdos acerca de personas conocidas a lo largo de su vida, escenas de muerte que le tocó presenciar, historias de África y reflexiones acerca de los destinos de una civilización marcada por los restos nucleares que dejará a las nuevas generaciones. Este libro titulado Arenas movedizas (Tusquets) acaba de publicarse en Argentina, casi como un legado póstumo de Mankell.
› Por Martín Pérez
Cuando Henning Mankell cumplió unos ocho o nueve años, una niña de su edad se ahogó al caer al agua y quedar bajo la fina capa de hielo que cubría un lago cercano a su hogar. “Estuve presente cuando la sacaron”, recuerda el escritor, y agrega que –aunque no había pasado mucho tiempo debajo del agua– la niña ahogada estaba totalmente rígida. “La ropa de lana que llevaba crujía, y empezó a resquebrajarse cuando la tumbaron en la nieve. Tenía la cara blanquísima, como si la hubieran maquillado.” A pesar de su corta edad, Mankell también recuerda que por aquel tiempo solía ponerse a pensar en qué muerte lo asustaba más. “Son ideas normales a esa edad –asegura–. Eso lo sabe todo aquel que no ha olvidado su infancia por completo.” Por supuesto que aquella terrible forma de morir se ubicó cómodamente en el primer puesto de su lista. “Lo que a mí más me asustaba era ahogarme debajo de la capa de hielo mientras los rayos del sol la atravesaban. El pánico del que nadie te podía liberar. El grito que nadie iba a oír. El grito que se congelaba hasta convertirse en hielo y muerte.” Aunque había otra posible muerte que al niño Mankell también lo aterrorizaba. No había sido testigo de ella sino que apenas había leído al respecto en algún sitio. Pero eso le había alcanzado para desatar todos sus temores. “Trataba de arenas movedizas –escribe–. De cómo un hombre, equipado para una expedición, pisa por casualidad un banco de esas arenas traicioneras, que lo atrapan en el acto. Al final, la arena empieza a taparle la boca y la nariz. El hombre está condenado. Se ahoga y finalmente hasta el pelo desaparece, sumergido en la arena.” Los hielos podía evitarlos, y las playas de arena no abundaban en el territorio de su infancia, pero el escritor sueco confiesa que cuando, ya de adulto, paseaba por las dunas de las playas suecas e incluso por las africanas, no podía evitar que le viniesen a la memoria el recuerdo de aquellas terribles arenas movedizas. Cuando supo que tenía cáncer, lo que volvió fue ese miedo. “La sensación que experimenté fue precisamente ésa, el pavor que me causaban las arenas movedizas. Me llevó diez días con sus noches, con muy pocas horas de sueño, mantenerme en pie y no quedar paralizado por el miedo que amenazaba con destruir toda mi capacidad de resistencia”, explica Mankell, que se recuerda como un ser humano aferrado a la orilla de un banco de arena mortal que quería tragárselo. Pero también agrega que, cuando por fin superó el impulso de rendirse, de dejarse engullir por el abismo, se puso a leer libros sobre qué son en realidad las arenas movedizas. Y descubrió que el relato sobre esas masas de arena capaces de arrastrar consigo a un hombre y matarlo es nada más que un mito. Aun así, la comparación con las arenas movedizas es la que le gustaba evocar al escritor sueco al pensar en esos diez días que cambiaron por completo las premisas de su vida. Al punto que tituló así su último libro, que comenzó a escribir al poco tiempo de lograr escapar de esa trampa inmovilizante.
Arenas movedizas es un libro que transcurre absolutamente libre durante sus casi cuatrocientas páginas. O, al menos, todo lo libre que pueden volar los pensamientos de una persona que lucha por su vida, y sabe que las posibilidades son escasas. Obsesionado inevitablemente con la muerte y también con la trascendencia y más que nada el olvido, está dedicado a la memoria del panadero Trentus Neo y su mujer, víctimas de la erupción del Vesubio, hace casi dos mil años. Murieron en la plenitud de sus días, repite en la breve dedicatoria Mankell, que durante el resto del volumen subraya más de una vez –como si necesitase recordárselo a sí mismo– que su tiempo de preocuparse por el final recién ha llegado luego de una vida plenamente vivida. Eso sí, mientras el panadero y su esposa seguramente no tuvieron casi tiempo de comprender lo que les estaba sucediendo, el escritor sueco logró escapar de la erupción de su volcán particular, y el libro cuenta cómo se enfrentó a la incógnita de su destino inminente, escribiendo. Y recordando.
Aunque está habitado por sus recuerdos, Arenas movedizas no son las memorias de Henning Mankell. Por ejemplo, casi ni se hace referencia en sus páginas a los sucesos más conocidos de su vida, ni a sus libros, ni a sus seres más cercanos. Sólo Africa y sus experiencias teatrales son evocadas recurrentemente. Para ser el trabajo de alguien que se aferraba a la vida mientras lo escribía, hay demasiadas muertes en él. Además de la niña que murió debajo del lago, se obsesiona con el fallecimiento de un joven desconocido que se asomó por el techo de un ómnibus, sin darse cuenta de la inminencia de un túnel contra el que estalló su cabeza. Literalmente: Mankell detalla cómo sus restos terminaron sobre el parabrisas de su auto. Es el espíritu de este joven el que imagina haber dejado encerrado en la oficina del teatro que dirigía en Suecia, y al que renunció para dedicarse a escribir. Y hay otro fantasma al que evoca, el de otra joven que falleció sin llegar a alcanzar la plenitud de su vida. Se trata de Rosa, la hermana mayor de Sofía, una niña africana a la que Mankell le dedicó varios libros.
Al promediar Arenas movedizas, Mankell confiesa que de pronto sabe por qué ha comenzado a pensar en el último tiempo en ella. La recuerda porque la última vez que la vio, se acuclilló al lado de ella y se escuchó hacerle una pregunta que, antes de decirla, confiesa que debió haberse mordido la lengua. “¿Tienes miedo de lo que te espera?”, le preguntó. Y se reta después de recordarlo: “No se le pregunta a una moribunda de diecisiete años, que no ha tenido la oportunidad de empezar a vivir en serio, si tiene miedo de morir”. Rosa respondió que no tenía miedo, porque pronto iba a estar curada. Una semana después, escribe Mankell, Rosa había muerto, víctima del sida. “Ahora que vivo con esta lucha singular contra el cáncer, comprendo que me hago la misma pregunta que le hice en su día a Rosa. ¿Cómo de asustado estoy? ¿Me niego yo también a reconocer que la muerte está siempre cerca, como una posibilidad? Es como si la joven africana estuviera ayudándome a responder las preguntas y guiándome por las vías tan dificultosas que discurren entre la vida y la muerte.”
Además de los espíritus de los que ya se han ido, Arenas movedizas es un libro habitado también por fantasmas de lo que no sucedió. En sus páginas, por ejemplo, Mankell evoca cada vez que estuvo a punto de morir y se salvó a último momento. Esa excursión en bote por un río africano, en que el motor se negaba a arrancar mientras iba derecho hacia una manada de hipopótamos. Aquella vez que le pusieron un arma en la cabeza y lo obligaron a salir del auto, en un país africano donde todos los asaltos terminaban con un asesinato. Sin embargo, a lo que se dedica principalmente, capítulo tras capítulo, es a ajustar las cuentas, pero con desconocidos. Rescata del olvido encuentros que no sucedieron, gente a la que vio de lejos pero no se atrevió a acercarse, personas que le salvaron la vida sin saberlo, ya sea sirviéndole de inspiración o de recuerdo recurrente. Como una suerte de Eduardo Galeano nórdico, Mankell construye pequeñas historias sin moraleja, reconstruyendo también las vidas de personajes olvidados al costado de la historia, como el panadero de Pompeya que evoca en la dedicatoria.
Para los lectores de las historias de Wallander, su autor tiene muy pocos recuerdos. Apenas si lo evoca cuando recuerda una escapada que hizo a una playa sueca en invierno, donde encontró una iglesia abandonada y semienterrada en la arena. “Me encontraba allí porque tenía la intención de enviar a aquel lugar a uno de mis personajes, Kurt Wallander, que debía pasar un duelo que exigía que abandonase su vida por un largo período de tiempo”, escribe Mankell, en la única mención explícita en el libro al personaje que lo hizo famoso en todo el mundo, para luego pensar que tal vez el que necesitaba escaparse era él, antes que su personaje. De hecho, muchos de los momentos más entrañables de Arenas movedizas evocan huidas que resultaron reveladoras –casi epifánicas– para Mankell, como el viaje que hizo a París abandonando el colegio, al final de su adolescencia, trabajando al borde de la subsistencia durante seis meses en un taller de reparación de clarinetes y saxofones. “Creo que todavía hoy sería capaz de desmontar un clarinete y luego volver a unir las piezas”, calcula. Y agrega: “Con los ojos cerrados”.
Pero, aunque no mencione a Wallander, el libro deja para la posteridad una nueva explicación sobre la elección del oficio de escritor de novelas policiales. “He dedicado mucho tiempo de mi vida a los crímenes y a las investigaciones de los mismos”, escribe Mankell, que recuerda haber crecido en la planta alta de un juzgado, donde se celebraba juicio todos los jueves. A pesar de que era demasiado pequeño para hacerlo, a veces lograba entrar al lugar. El conserje, explica, miraba para otro lado. Después de todo, el padre de Mankell era el que presidía la sala. “Mi planteamiento es que el mal siempre es fruto de las circunstancias, nunca es congénito. He escrito sobre crímenes porque ilustran mejor que ninguna otra cosa las contradicciones que constituyen la base de la vida humana.”
Hay dos obsesiones que se repiten durante todo el libro, como un leit motiv. Una que se podría definir como hacia los inicios, centrada en las particularidades de los pintores rupestres. Mankell bucea una y otra vez en la prehistoria, sopesando pruebas e indicios sobre lo que puede haber motivado las primeras representaciones artísticas de lo real. Y la otra es hacia el futuro, y la responsabilidad de la civilización por la clase de mundo que deja a sus descendientes. Una y otra vez detalla las injusticias de los tiempos modernos, encontrando en el destino de los restos nucleares el mejor ejemplo del insensato accionar del ser humano en este punto de la evolución: para que estén a salvo de la radiactividad quienes vengan después de nosotros, lo mejor será que nos olviden, y olviden todo rastro de lo que hemos hecho, así no van en busca de esos restos radiactivos letales.
Cada vez que vuelve a sumergirse en esas letanías, Arenas movedizas pierde dinamismo, y también la libertad del ir y venir de los recuerdos. Cuando logra liberarse de ellos, y se interna en ese pasado que revive cada vez que Mankell se pierde en él, sus páginas se iluminan. Escrito en el semestre inmediatamente posterior a que su autor descubrió que tenía cáncer, se trata de un libro urgente, publicado en sueco casi exactamente un año atrás. Es decir, un año antes de la noticia de su muerte, que se conoció el domingo pasado. Pero para quienes lo leerán en castellano, es prácticamente un libro póstumo, porque recién se editó a comienzo de este mes, y seguramente la mayoría de sus lectores están pensando en conseguirlo o empezando a leerlo. Para estos últimos, a los que la noticia de la muerte de su autor los agarró a mitad del camino, esas letanías que los ahuyentaban durante su lectura, la terminarán haciendo luego cada vez más emotiva. Como también relumbran de otra manera cada una de las evocaciones y confesiones de un autor que ya no está, y sin embargo sigue hablándonos. “Desde que tengo cáncer sueño a menudo que voy caminando por calles en las que me cruzo con muchas personas”, escribe Mankell casi al final del libro. “A veces me resulta difícil avanzar. En un giro repentino, el sueño me lleva al barullo de un teatro, un café o un avión. Estoy buscando a alguien. Alguien que me conoce, alguien que también me está buscando a mí. Ahí termina el sueño. Casi siempre me despierto con la sensación de un gran alivio. No hay nada aterrador en las personas que nos acompañan o nos han acompañado en la vida. Despiertan en mí la curiosidad de saber quiénes eran en realidad. A muchas de ellas habría querido conocerlas. Todas esas personas desconocidas están conmigo. Durante unos instantes, entraron en mi vida. Con todas ellas comparto lo que ha sido mi existencia”.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux