Domingo, 25 de octubre de 2015 | Hoy
SALMAN RUSHDIE
La nueva y largamente esperada novela de Salman Rushdie funciona un poco como una reacción a su memoir Joseph Arthur: cansado, dice, de tanta realidad, se volcó hacia la más desaforada imaginación. Y así Dos años, ocho meses y veintiocho noches trata, entre otras cosas, de genios –de los de frotar la lámpara– que después de siglos de destierro regresan para repartir diversión en una Manhattan con billonarios poseídos, terroristas fundamentalistas y hasta un cameo de Harry Potter.
Por Rodrigo Fresán
De genios –lo anuncia desde su título/deconstructivo de Las mil y una noches– va la nueva novela del genial Salman Rushdie (Bombay, 1947), especialista a la hora de hacer irrumpir lo mágico en lo real. Y el autor de Hijos de la medianoche (clásico moderno, Booker de Bookers) ya se había aventurado en reescrituras aladinescas y simbádicas en otras ocasiones. Especialmente en los libros que escribiese para sus hijos (Harún y el mar de las historias y Luka y el fuego de la vida); pero también en las muy juguetonas y dramáticas novelas como El último suspiro del moro, Shalimar el payaso y La encantadora de Florencia. Tramas todas en las que la concesión de un anhelo largamente acariciado no necesariamente implicaba una recompensa sino la bofetada de un reto imposible de no aceptar.
Un desafío que en Dos años, ocho meses y veintiocho noches –best-seller en USA la semana de su publicación– se traslada al lector que llevaba bastante más que ese tiempo deseando una nueva novela del hechicero indio. Desafío porque –como sucede con otros libros, con Ada, o el ardor de Nabokov, por ejemplo– adentrarse en el nuevo Rushdie no es asunto sencillo. Una suerte de preámbulo/obertura/pago de peaje, “Los niños de Ibn Rushd” –luego de aquel grabado/capricho de Goya en el que el que se advierte de que el sueño de la razón produce monstruos como portadilla–arrasa a quien se atreva con los modales un tanto arduos y contundentes de un monzón-tsunami que no deja nada en pie. Superado el embate, todo se entiende: la idea/estrategia de Rushdie (quien ha sabido en cuerpo y en mente lo que es vivir encerrado en una botella; allí está Joseph Arthur, su indispensable memoir de sus tiempos como fugitivo/prisionero de una fatwa) es que suframos una suerte de shock inicial para que, recuperados, disfrutemos a fondo de lo mucho que queda por venir y por llegar. “Abandonad toda certeza previa quienes se adentren aquí”, parece advertirnos un Rushie dantesco tan paradisíaco como infernal. Y no miente, pero sí enreda y encandila con el recuento de las andanzas de un verídico filósofo árabe en la Sevilla y la Córdoba de 1195, favorito del sultán y “traductor de Aristóteles” quien cae en desagracia por sus ideas supuestamente blasfemas pero simplemente avanzadas. Entre su ascenso y condena, Ibn “Averroes” Rushd (tener en cuenta, esto es verdad, que el padre de Rushdie cambió su apellido para honrar su memoria) conoce a la mágica y siempre en celo Dunia, y el malo malísimo y rival intelectual (algún crítico apuntó que Rushie simplifica demasiado su duelo de ideas) es el también real intolerante teólogo persa al-Ghazali y…
Veinte páginas después, la trama da un salto de ochocientos años y ocho mil kilómetros y ya estamos –en un futuro cercano pero evocados desde el siglo XXXI– felizmente perdidos habiéndonos encontrado, una vez más, en Rushdielandia, aunque algunos insistan en llamarla Manhattan.
Y allí llegan –montando la alfombra mágica de una tormenta perfecta–los genios luego de siglos en el destierro. Y nada quieren más que recuperar el tiempo perdido y volver a jugar con los mortales que tanto les divierten. Enseguida, “el mundo se ha vuelto absurdo, y las leyes largamente aceptadas como los principios gobernantes de la realidad han colapsado”. Y ya desde el “Ábrete, Sésamo” nos enteramos de que los genios (llamarlos como en realidad se llaman: jinns) y sus lámparas y su voluntad de conceder deseos no eran como las veníamos imaginando hasta ahora. Por ejemplo: nada les gusta más que tener relaciones sexuales a toda hora y en todo lugar. Y son muy mágicos pero no demasiado inteligentes. Lo siguiente de lo que se nos informa es de que un opaco jardinero levita (apenas unos centímetros; porque para Rushdie “ascender a los cielos no es muy interesante”), una esposa despechada arroja relámpagos por sus dedos, un personaje de cómic cobra vida, un bebé adoptado por el alcalde de Nueva York se convierte en una especie de ampollante detector de corruptos, un billonario es poseído por fuerzas oscuras, y monstruos colosales surgen de las profundidades para devorarse el ferry a Staten Island y algún que otro rascacielos. Ah: también hay terroristas fundamentalistas; y esos sí son tal como los conocemos y sufrimos pero, además, con súper-poderes. Y hay cameos de Isaac Newton, Henry Ford, la Madre Teresa, Obama y… Harry Potter. También –y esto es muy interesante–hay tramos en los que el Salman Rushdie combativo y activista parece reírse del Salman Rushdie celebrity y party-man.
Rushdie sigue siendo, afortunadamente, el mismo de siempre pero aquí elevado a la millonésima potencia. De nuevo, aparecen motivos clásicos y marcas reconocibles dentro de su obra (esa “membrana”, que aquí es un “velo” a atravesar y que remite siempre a su deslumbramiento infantil cuando vio por primera vez El mago de Oz); se fortalece su pasión (de)formadora por la literatura fantástica (se sabe que Rushdie ha llegado a dominar alguno de los dialectos que se hablan en El señor de los anillos y que es un incondicional turista de Macondo o de Lublin); y, más que nunca, parece imponerse una voluntad a divertir sin límites pero, como si se tratase de un valentine enviado muy especialmente a sus seguidores.
Dos años, ocho meses y veintiocho noches rebosa –más allá de su diluvio de efectos especiales–del más especial de los afectos. Porque –más allá de todas sus maravillas nocturnas y diurnas–esta novela es una historia de amor plural, unas historias de amor, en las que la felicidad se impone ante la desgracia y el cataclismo. Todo lo que necesitas es amor, es el mensaje que remite al de otros cuatro genios que fueron y volvieron de la muy rushdieana Pepperland. Y advertencia: el clímax de Dos años, ocho meses y veintiocho noches no tiene nada que envidiarle a la última o a la próxima película del universo Marvel.
En una entrevista reciente, Rushdie explicó tanto exceso y desafuero y romanticismo como una suerte de reacción refleja después de narrar “tanta verdad” en Joseph Arthur. “Así que decidí volar hasta el otro lado del espectro, rumbo a las tierras de la más desaforada imaginación”, concluyó.
Deseo concedido.
Pero –frotando este libro– los beneficiados somos nosotros.
Paren las rotativas: Scheherezade era un hombre.
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