Domingo, 29 de noviembre de 2015 | Hoy
JONATHAN FRANZEN
En su nueva novela, Pureza, Jonathan Franzen no altera ni el ritmo ni el sentido de su literatura. Una vez más, una gran novela americana (aunque con aires decimonónicos e ingleses) que recorre con ironía, sutileza y lirismo los grandes asuntos del poder y la soledad a través de seres complejos pero socialmente bajados a nivel de la tierra, en plena modernidad tecnológica y política. Una apuesta agobiante pero satisfactoria para sus seguidores, una muestra de una enorme lucidez que aún busca una identidad en su estilo.
Por Gabriel Bellomo
Jonathan Franzen es un humanista que, atribulado por el asedio de estos tiempos, suele deslumbrarnos. Admira y reconoce como padres literarios, entre otros, a Kafka, Camus, Gaddis, Munro, Rilke, aunque no sea sencillo rastrear en su escritura esas influencias, sobre todo las europeas. En los lapsos en que no escribe porta binoculares y observa pájaros exóticos en florestas de países distantes. Pero cuando se sumerge en su escritura, su territorio es urbano (lo que no obsta, como en este caso, para que parte del relato transcurra en la selva de Bolivia), sus historias lo son, y requieren pulso firme y sostenido durante centenares de páginas. La prosa de Franzen no revela sino que esconde al detallista que declina la excelencia formal. Todo en su escritura descansa en la suficiencia de la historia, que se desenvuelve en el habla corriente, rasgo inherente a él, a su naturaleza creativa. No hay poesía en su narrativa, tampoco duplicación o estereotipos en la compleja construcción de la trama y sus personajes. Su escritura es despojada, directa. En Franzen, el estilo es su ausencia.
El capítulo inicial de Pureza lleva por título “Lunes”. Tarde en el progreso de la trama sabemos que Pip –la joven protagonista de la novela que trabaja para Renewable Solutions (Soluciones renovables) sometida a las maniobras de seducción de un jefe ruso, que tiene una relación sinuosa con su madre hipocondríaca y depresiva, que debe ciento treinta mil dólares al término de cuatro años de universidad, que vive en una casa de okupas junto a un compañero esquizofrénico, un discapacitado, a Stephen (de quien Pip está enamorada) y a su esposa Marie, ambos seguidores de un tal Andreas Wolf, creador de “Sunlight Project” (Proyecto Luz solar), y a una pareja de alemanes, Erike y Annagret, que idolatran a Wolf–, que esa singular y fascinante Pip, es la Pureza (Purity) del título.
Purity Tyler no sabe quién es su padre e ignora el nombre de pila de su madre –en su momento descubrirá que ésta es la renegada heredera de una fortuna–. El nombre oculto de la madre, la misteriosa paternidad. Pip, por ahora, ama a Stephen y no bien éste se separa de su esposa, Pip no duda en hacerle notar sus sentimientos. Stephen se espanta. Su rechazo la hace marcharse de la casa para siempre, reflexionar, buscar un nuevo rumbo. Desde la cafetería donde desayuna junto a gente que va al trabajo piensa: No hay nada como tener un trabajo que te gusta, un compañero del que te fías, un hijo que te quiere, un propósito en la vida. Y en esta meditada idea Pip se nos muestra tal cual es. Al recordar a la alemana Annagret, encuentra los correos electrónicos de aquélla, con la noticia de que se le concedía una beca de prácticas rentada en el Proyecto Luz Solar de Andreas Wolf. Le basta abrir un buscador de Internet para saber quién es Wolf: desde la caída del Muro de Berlín se dedicó a buscar en archivos secretos de su país para denunciar injusticias sociales y secretos tóxicos del mundo entero. Enjuiciado en su país encontró asilo en Bolivia, oponiendo su proyecto al de WikiLeaks de Assange. En esta instancia la narración desecha a Pip y nos interna en la infancia y la juventud de Andreas Wolf y en la de la adolescente y perturbadoramente bella Annagret. Wolf, apuesto, culto, hijo de dos jerarcas del partido (una madre de una perfección física perturbadora, un alma oscura y una perversión que el hijo hereda; un padre que integra el Comité Central), ocupa el sótano de la iglesia de Siegfeldstraße donde oficia de tutor de jóvenes que estorban a la República y de insaciable amante de cuanta hermosa joven subversiva se le acerca. La inteligencia finísima de Wolf, su dominio del inglés, sus inabarcables lecturas, lo transforman en un depredador que sólo se rinde ante esa especie de walkiria que es Annagret. Se enamoran uno de otro, pero Wolf es incapaz siquiera de tocarla, tal es el sentimiento que lo paraliza. Sin embargo terminará siendo el asesino del padrastro de Annagret, que –según confiesa ésta– la provoca para someterla sexualmente. Wolf vive la posibilidad de “matar” como una expiación. El asesinato del padrastro de Annagret (Horst, colaborador de la Stasi) en la casa de invierno de los Wolf sella un pacto de silencio y apartamiento entre los enamorados que no se verán por años. La caída del Muro de Berlín, la pérdida de la preeminencia social, su desesperación por recobrar de entre los registros de inteligencia de la Stasi su expediente en el que, supone, debe constar la verdad (que dio muerte a un hombre), es el vértigo en que Wolf se sumerge. Entre tanto, Pip no encontrará al padre que su madre siempre le negó y con su beca viaja a Bolivia. Allí trabaja para Wolf y es seducida por éste y también instada por él a marchar a Denver, a aceptar un contrato con Tom Aberant, dueño y editor de una publicación virtual “Denver Independent”, prestigiosa en periodismo de investigación. Hacia esa publicación le ordena Wolf que dirija su persona y su vida. Sucede que hace muchos años Tom Aberant tuvo un encuentro fugaz con Wolf en Berlín y éste le reveló entonces el secreto del homicidio. Pip termina viviendo en casa de Tom y de su pareja, Leila Helou.
Antes juzgué la escritura de Franzen como carente de estilo. Lo sigo pensando, aunque en pasajes como el que más abajo transcribo el trabajo formal sea extraordinario. Alemania del Este. Hay una madre enferma, Annelie, y su hija mayor Clelia, que trabaja en una panadería para alimentar a esa madre y a sus hermanos pequeños. Annelie, en su hora, “hizo la calle”, se prostituyó para mantener a sus hijos. Clelia desea un vestido nuevo. Esconde en la taza izquierda de su sostén algo del dinero que ganó ese día. La madre, en cama siempre, con el té en el regazo que acaba de traerle su hija, lo descubre. Clelia dice que quiere ese vestido, que quiere pasear. Le dice a Annelie que a ella también le gustaba la calle. “La que hace la calle eres tú”, dice. Entonces, en un pasaje memorable, Annelie la increpa en estos términos: “–Tenía que haberte dejado morir de hambre –dijo su madre–. Pero comías y comías y comías y ahora fíjate cuánto espacio ocupas. ¿Se suponía que debía permitir que mis hijos se murieran de hambre? Como no podía trabajar, hice lo único que podía hacer. Porque tú comías y comías y comías. La única culpable de lo que hice fuiste tú. Era tu apetito, no el mío”.
Hay algo de novela inglesa del siglo XIX en este texto. Pureza es una novela que trata del amor y su redención, acerca del poder y de la soledad que trae aparejada, una obra que indaga a su vez en lo íntimo y lo público, lo personal y lo social, que denuncia una época y al compendiarla nos deja aislados ante el errático derrotero de esa época y quizá más cerca del poder de la ficción y frente a una pregunta: cómo sería la prosa de Jonathan Franzen, qué novelas escribiría si lo hiciera, tal como en las páginas finales del libro cuando describe al pájaro de una sola pareja y eternamente fiel rascador californiano o pardo que se extiende desde Oregón hasta Baja California, con la sutileza y el encanto de esas espléndidas aves que cataloga, con las delicadas formas de sus vuelos, esas tenues visiones.
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