Domingo, 13 de diciembre de 2015 | Hoy
HARUKI MURAKAMI
Es indudable que Haruki Murakami se ha convertido en uno de los escritores más populares del momento, sin dejar de tener el aura de culto que precisamente inflama de entusiasmo a sus seguidores. En esta ocasión, la novedad es lo de menos. Acaban de publicarse en castellano en un solo volumen sus primeros libros, Escucha la canción del viento y Pinball 1973, verdaderamente iniciáticas tanto por el carácter de sus personajes cuanto por los embriones que contienen del futuro Murakami.
Por Martín Pérez
Una de las características de los fanáticos de Haruki Murakami es que nunca parecen ponerse de acuerdo en cuál es la mejor novela de su escritor preferido. Como suele suceder con los autores que entran en una cultura siendo realmente leídos por sus contemporáneos en vez de hacerlo celebrados de segunda mano como parte de algún canon, cada uno de sus lectores devenidos en proselitistas tiene un título diferente para recomendar. De la misma manera en que sucedió en su momento con Paul Auster, y en el último tiempo con Roberto Bolaño, cuando algún neófito se atreve a justificar su escepticismo argumentando que leyó tal novela y no se entusiasmó, la respuesta será que por donde realmente hay que empezar es por tal otra. Las posibilidades siempre son varias y todas justificadas, pero en el caso de Murakami el ida y vuelta de recomendaciones finalmente decanta hacia el fetichismo y la exclusividad, ya que el título que termina repetiéndose en esa danza de nombres es justamente el de la novela mas difícil de conseguir en castellano, al menos hasta que no se decida a reeditarla Tusquets, su actual editorial. Se trata de La caza del carnero salvaje, su primer libro traducido al castellano en su momento por Anagrama, mucho antes de que imprimir las novelas de Murakami se pareciese tanto a imprimir dinero, como llegaron a asegurar allegados a su casa editorial en pleno frenesí del fenómeno de la trilogía 1Q84.
Pero la elección no sólo recae en ese libro editado originalmente en 1982 –y traducido al castellano recién una década mas tarde– por su virtual imposibilidad actual de conseguirlo. Sino que, realmente, en el yin y yang de la difusa cronología de Murakami, es la novela donde todo parece encajar. Si su corazón literario parece alternar en su sístole-diástole entre dos clases de libros, los ambiciosos y prolíficos como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y los melancólicos y ensimismados como Tokio blues –una alternancia que se hace difícil de seguir por los saltos en la cronología de su obra fruto del fenómeno tardío y la posterior traducción compulsiva–, la gran virtud de La caza del carnero salvaje es que en sus páginas ambas vertientes se encuentran en una misma fuente. Hasta el propio Murakami siempre tomó ese libro como su punto de partida, dejando de lado las dos nouvelles previas que recién ahora acepta traducir del japonés, y que funcionan como prólogos y precuelas no sólo de aquella novela de 1982, sino de toda su literatura.
Tanto la deliciosamente menor y embrionaria Escucha la canción del viento como la más ambiciosa pero fallida Pinball 1973, comparten tres personajes que regresarán en la novela siguiente, como el narrador sin nombre, su amigo el Rata y el barman Jay. Pero es inevitable leerlas en realidad como un fascinante banco de pruebas para una obra obsesionada con las referencias culturales norteamericanas, los personajes femeninos misteriosos, la melancolía por el pasado casi inmediato y la cotidianidad más nimia entendida como una apasionante aventura. En un indispensable prólogo escrito especialmente por su autor para esta reedición conjunta de ambos libros, Murakami confiesa considerarlos como sus “novelas la mesa de cocina”, redactadas recién después de su trabajo diario, antes de empezar a considerar siquiera la posibilidad de dedicarse a la escritura. De hecho, recuerda candorosamente la súbita epifanía que tuvo en medio de un partido de béisbol, cuando después de ver batear a un jugador supo que podría escribir un libro: una escena digna de cualquiera de sus personajes. Y la gran revelación es que, después de confesarse fanático de la novela negra norteamericana y los autores rusos del siglo XIX, un escritor tan criticado en su país por ser tan poco japonés cuenta justamente cómo sólo pudo comenzar a escribir su primera novela redactándola en inglés, encontrando en sus limitaciones con el idioma la forma de liberarse de su autocensura inicial y el camino hacia una escritura propia.
Según cuenta Murakami, Escucha la canción del viento la escribió en 1978 y bien podría haberse perdido, ya que envió su única copia mecanografiada a un concurso literario. Si no fuese por el premio que recibió, seguramente nunca la hubiese recuperado. Su historia es la del verano que disfruta su protagonista en su pequeña ciudad natal, bebiendo cerveza en un bar junto a su amigo el Rata, reflexionando sobre la escritura, y obsesionado por la vendedora de una disquería junto a la que se despierta desnudo una mañana, que tiene sólo nueve dedos en las manos. Escrita al año siguiente, Pinball 1973 es la continuación, y narra dos tramas paralelas: las del protagonista, de regreso en Tokio, dedicado a la traducción y conviviendo con un par de gemelas, y el Rata, que se ha quedado en su ciudad natal, y se obsesiona con una mujer. Pero es en realidad –al igual que la primera– un libro sobre la añoranza por cosas que no se han vivido: novelas de iniciación con sordina, que describen una cotidianidad juvenil, poética y reflexiva. Son algo así como la construcción de la escenografía espiritual de futuras novelas melancólicas y ensimismadas como Al sur de la frontera, al oeste del sol o la reciente Los años de peregrinacion del chico sin color.
Aun cuando termina siendo la más ripiosa de las dos, condenada por su intento de encontrar un camino que vaya más allá del candor casi confesional de la primera, Pinball 1973 esconde hacia el final una escena admirable, que preanuncia al Murakami capaz de construir las historias más ambiciosas. Sucede cuando su protagonista finalmente logra reencontrarse, en un inmenso galpón perdido en el medio de la nada, con el flipper –o pinball– que lo obsesiona, al que sabía sacarle siempre el record de puntos, y que desapareció súbitamente del lugar donde solía encontrarlo. Como bien señala el gran novelista norteamericano Steve Erickson en su reseña para The New York Times, la clave de esa escena no es lo que efectivamente sucede, sino lo que no sucede. Y cómo esa ausencia no sólo resulta clave para el libro, sino también para entender la particular evolución de un autor que hoy es un auténtico fenómeno literario.
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