Dom 03.01.2016
libros

RICARDO ROMERO

LA VIDA CONTEMPLATIVA

En los bordes del género fantástico, La habitación del Presidente, de Ricardo Romero, arma una sugestiva trama contada por un niño donde el punto de vista hace centro en la capacidad de contemplación.

› Por Damián Huergo

Como sabemos, llevar ojos no significa que tengamos la capacidad de mirar. Alcanzar tal virtud no es una meta sino un entrenamiento. Un ejercicio que se aprende por repetición, que exige suspender la vorágine inercial, que necesita armar una temporalidad paralela en el espacio-tiempo que habitamos. Para ello, para darle forma a un estado contemplativo pleno, es fundamental saber aburrirse. Sólo tras haber transitado horas, días, meses de entrenamiento en la cinta –mecánica pero zigzagueante– del tedio cotidiano uno puede suspender el ego hiperactivo, salirse de sí mismo y sumergirse en las cosas como si fuesen parte de un sueño. En ese estado de aburrimiento y contemplación anda el narrador del último libro de Ricardo Romero, La habitación del Presidente. Un niño al que le sobra tiempo, del cual no importa su edad ni su nombre, que deambula por una casa –que “no es grande pero tampoco chica”– sólo por el noble accionar de multiplicar las dimensiones de lo ya existente.

La acción de mirar es muy parecido a la de escribir. O, mejor dicho, no se puede escribir si no ejercitamos el mirar. La obra de Romero parece estar ligada a tal máxima. Autor prolífico, libro tras libro se dispone a construir una literatura de la contemplación. En su anterior novela, Historia de Roque Rey, el protagonista era una especie de flâneur desesperado que se desplazaba sin rumbo por distintas ciudades y diferentes tiempos históricos. En La habitación del Presidente ese andar contemplativo ya no se da en el espacio público, sino en lo privado, en la intimidad de una familia no muy dispuesta a la risa. Aquí lo íntimo y lo familiar está intervenido por las representaciones de lo público, por la figura del soberano que marcha al paso de Godot.

El jovencísimo narrador pasea su mirada por su propia casa, por la rutina familiar que la motoriza. Recorre el estudio que comparte su hermano mayor con su padre, el cuarto donde duermen los tres hijos varones, la gran escalera que enhebra los tres pisos de su casa (si contamos el altillo, su lugar favorito), el jardín delantero y los baños. Y en ese andar, su mirada larga y pausada se detiene siempre en la habitación vacía reservada para el Presidente. Tal rareza es una condición (¿municipal?, ¿comunitaria?, ¿fantástica?) que respetan la mayoría de las casas de ese barrio, en donde –para sumar acertadas particularidades– están prohibidos los sótanos como si fuese una política urbana de reparación de la memoria.

A la habitación del Presidente sólo entra la madre de la familia, con la excusa de limpiar y dejarla en condiciones por si llega la esperada e insólita visita (el runrún vecinal dice que sólo visitó una de las casas de ese barrio). El jovencísimo narrador la rodea, la observa desde el otro lado de la persiana, la carga de dudas, la puebla con las proyecciones de su imaginación. Luego, lo que mira, lo que crea, lo que sueña, pasa a escribirlo en un diario personal, como si ese momento de materialización de sus ideas fuese un pliegue más de su vida contemplativa. Tanto en las notas que toma el narrador como en la incertidumbre que se expande por los espacios en blanco de la hoja, la ausencia va tomando la forma de un cuerpo, gana espacio, brilla, se vuelve eje de los satélites familiares que la circundan. En especial, la ausencia crece en la cabeza del narrador, que piensa en la habitación cuando está en la escuela, cuando juega en el altillo o hasta cuando hace silencio para masturbarse en el baño de arriba de la misma.

Ricardo Romero escribió un libro inclasificable tanto por su formato como por su género, cargado de idas y vueltas entre lo real y lo fantástico. En todo caso, por el tono y el andar del narrador, podemos nombrarla como un elogio a la contemplación y al aburrimiento. En palabras de Walter Benjamin, uno de esos tipos que la tenía más o menos clara con el tema de pensar en movimiento, “el aburrimiento profundo es el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia”. Algo de ese aletear escuchamos al finalizar La habitación del Presidente, un sonido de alas que continúa resonando en una habitación que nunca estuvo vacía.

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