DIANE BRASSEUR
La primera novela de la suiza Diane Brasseur tiene un planteo de novela romántica exagerada: un hombre de mediana edad, casado y con una hija, se da cuenta de que está enamorado de su amante, pero también de su esposa y no piensa abandonar a ninguna de las dos. Así, Las fidelidades es una novela de engañosa simplicidad, que amaga liviandad y fluidez pero que, con el correr de las páginas, va explorando una extraña profundidad con indudable potencia.
› Por Juan Pablo Bertazza
Existen películas como Sexto sentido, La isla siniestra o Los otros que, en cierta forma, solo pueden verse una vez porque su final resignifica todo lo anterior, como si estuvieran hechas de atrás para adelante. En la literatura, por supuesto, las cosas funcionan de otra manera.
Más que en el final, hay libros cuyo engaño parece estar más bien en el principio: historias que parecen demasiado trilladas, malparidas o débiles y que sin embargo, de repente, van ganando potencia y ya no pueden dejar de leerse hasta la última página sin que se sepa bien por qué.
La trama de Las fidelidades, la muy celebrada primera novela de la escritora suiza Diane Brasseur –que se crió en la ciudad francesa de Estrasburgo pero estudió cine en París, donde actualmente vive– roza lo ridículo, está al borde del absurdo: un hombre de cincuenta y cuatro años, casado y con una hija adolescente, poco antes de viajar a Nueva York para pasar Navidad y vacaciones con su familia, se da cuenta de que el amor que siente desde hace un año por su amante treintañera (Alix, único personaje del libro que lleva nombre) está exactamente a la misma altura del que tiene por su familia y, en consecuencia, no puede dejar a ninguna de las dos mujeres: “Hago el amor con Alix, hago el amor con mi mujer. Ya no sé a quién engaño con quién”.
Mientras mantiene su hogar originario en Marsella y su otro vínculo amoroso en París, (a donde viaja constantemente por razones de trabajo), mientras ve casi todos los días de la semana a Alix y los fines de semana a su esposa (con la que está casado desde hace casi veinte años), el hombre advierte que, en la casa de su amante, no se siente en casa mientras que, en su propia casa, se convierte también en un extraño.
Así las cosas, lo que podría haber resultado una mera historia de enredos amorosos al estilo de Realmente amor (2003), la película de Richard Curtis con gran elenco y no tan buena realización, en la que Emma Thompson se entera de la infidelidad de su marido casi al mismo tiempo que abre los regalos de navidad (film que se cita en esta misma novela), Las fidelidades se termina pareciendo a la mucho más interesante y compleja Enamorándose (1984), película dirigida por Ulu Grosbard y protagonizada por Meryl Streep y Robert de Niro en la que los amantes se conocen en una librería mientras compran, oh casualidad, los últimos regalos navideños.
Las fidelidades es, volvamos, una novela de engañosa simplicidad que se parece mucho a las trampera para pájaros: un libro que amaga liviandad y fluidez pero que, con el correr de las páginas, va explorando una extraña profundidad de la que resulta imposible sustraerse.
Las razones del éxito de esta novela son muchas: mientras Flaubert y Joyce inmortalizaron a personajes femeninos como Madame Bovary y Molly Bloom incrustándose en el medio de su cabeza, es cierto que, al menos en un primer racconto, no abundan las mujeres que, en el caso inverso, se hayan metido en la cabeza de personajes masculinos (al menos no de manera tan rotunda y directa como lo hace Diane Brasseur).
Por otro lado está el tremendo peso de los detalles (“la besé como quien lanza un profundo suspiro de alivio. Tenía la nariz fría y la lengua caliente”).
Un contraste entre continuos devaneos mentales que se plasman en preguntas sin respuesta, suposiciones sin fundamento y paranoias sin control y un manojo de sensaciones a veces contradictorias pero siempre precisas hacen de esta novela algo concreto y palpable.
En Las fidelidades hay deseos de voracidad amorosa irrealizables pero recurrentes: “estrecharla entre mis brazos con todas mis fuerzas, comer en el mismo plato y lamer los mismos cubiertos, decir todas las palabras de amor una detrás de otra, como se enciende un cigarrillo con el anterior, ducharnos juntos e intercambiarnos la ropa para saciarnos de una vez por todas”. Y también abundan las sensaciones de extrañeza que incorporan cierto grado de irreparable distancia en medio de la más salvaje intimidad: “Volvimos a besarnos delante de la cinta transportadora mientras esperábamos su bolsa de viaje. Nos besábamos porque no sabíamos qué decirnos, nos sentíamos incómodos y felices”.
En esa escasez originaria de palabras que solo se disimula con besos, en esa incomodidad que no pueden evitar dos personas que, sin embargo, eligen estar juntas, se alimenta también esta novela que hace carne la duda del protagonista con un vertiginoso manejo de los tiempos verbales que oscila, casi sin control, entre pasado, presente y futuro.
Como si se tratara de un pasillo tan angosto como intransitable, Diane Brasseur se abre camino y encuentra un argumento impostergable ahí donde la mayoría solo hubiera extraído un lugar común.
Porque en Las fidelidades no hay desenlaces trágicos, decisiones ampulosas ni tampoco el siempre tedioso replanteo de la monogamia: sólo una incertidumbre constructiva que, entre mensajes de texto, mails, besos, viajes, cotidianeidad y enfermedades, va erigiendo una nueva escala de valores y un propio sistema moral como el que conforman las reglas que se autoimpone el protagonista para llevar adelante sus fidelidades paralelas, tan paralelas como las vías del tren: “Le envío a mi mujer mensajes de texto cariñosos. Nunca le mando la misma foto que a Alix, ni envío un texto sucesivamente a la una y luego a la otra, sino que dejo un intervalo de una hora como mínimo”.
Que en pleno auge de las series de televisión una realizadora de guiones cinematográficos haya escrito una primera novela de estas características –tan banal como extraordinaria– demuestra, una vez más, la larga vida que tiene la literatura.
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