Dom 14.02.2016
libros

LEWIS CARROLL

UN VIAJE AL FIN DE EUROPA

Hacia 1867, Lewis Carroll hizo un viaje a Rusia que dejó registrado en un diario breve y ameno pero lleno de observaciones agudas, que fue publicado en forma póstuma y ahora Mansalva edita en Argentina.

› Por Federico Reggiani

Invitado por un clérigo amigo, el reverendo Charles Lutwidge Dogson viajó a Rusia en 1867 y, como solían hacer los viajeros, llevó un diario con sus impresiones. Puesto que el reverendo Dogson se hizo famoso como Lewis Carroll, el creador de Alicia en el País de las Maravillas, esas impresiones de viaje fueron publicadas de manera póstuma en 1935, y han sido traducidas por Javier Fernández Paupy y editadas en Argentina por Mansalva.

El viaje a Oriente fue una tradición de los intelectuales europeos, aunque Charles Dogson sólo fue desaforado en los terrenos de la imaginación. Si Gustave Flaubert, unos quince años antes, remontó el Nilo para montar camellos, huir de bandoleros y frecuentar prostíbulos en un viaje de dos años, Carroll se limitó a llegar a Rusia en un recorrido que tiene mucho del turismo contemporáneo, con sus ordenadas visitas a iglesias y museos, sus guías y mapas, sus vistas panorámicas, sus descripciones de posadas, cenas y camarotes de ferrocarril.

Aunque sin dudas se trata de una obra menor, y el propio autor consigna que “todo esto me va a servir más para recordar que para transmitir cualquier idea de lo que vimos”, este Diario de un viaje a Rusia en 1867 es una lectura encantadora, y no sólo para fanáticos de Lewis Carroll. Escrito con una ironía delicada, que casi nunca se entrega al sarcasmo o al desprecio que podría suponer la “mirada imperial”, abunda en frases elegantes y observaciones agudas de esas que obligan a leer con cuidado. El reverendo Dogson es un viajero tolerante, dispuesto a la sorpresa y el placer. Examina con curiosidad las diferencias entre las diversas ceremonias religiosas a las que asiste y mira pinturas y esculturas con atención de conocedor. Casi no se narran momentos de incomodidad, y sólo la barrera lingüística cuando no hay intérpretes a mano puede conducirlo a la desolación y a sentirse, según sus palabras, Robinson Crusoe.

Hay, sí, muchos episodios que con algo de suspicacia recuerdan las facetas diversas por las que conocemos a su autor. Están las adorables paradojas (“escuchamos música excelente y miramos a los nativos disfrutar de ellos mismos, cosa que hacían con meticulosidad”); se exhibe la exactitud del matemático que cuenta los escalones de las torres y mide los salones en los palacios y la habilidad del dibujante que consigue comunicarse a través de jeroglíficos, lo que lo lleva a la “humillante certeza de que nuestro estándar de civilización se reducía al de la antigua Nínive”. Aparece la mirada a la vez perturbadora e inocente sobre cada niña que se cruza en su camino (“no había salida desde el patio trasero, que era aparentemente el patio de la escuela de las niñas y un campo muy tentador para una cámara de fotos”).

Rusia es el final de Europa o el principio de Oriente. País de maravillas pero también límite de la racionalidad europea. Medio siglo más tarde, ya en pleno experimento soviético, Keynes iba a decir que “Rusia es el hijo más joven, hermoso e imprudente de la familia europea, aun con pelo en la cabeza.” Algo en el mismo sentido escribe Lewis Carroll en la que probablemente sea la frase más violenta del libro: “el campesino ruso, con su rostro amable, fino y, frecuentemente, de aspecto noble, siempre me sugiere un animal sumiso”. Por las dudas, el reverendo Dogson cierra su diario cuando puede volver a ver “los acantilados blancos de la vieja Inglaterra”. Nunca volvería a viajar, porque iba a dedicarse a recorrer las tierras de A través del espejo, guiado por el mapa en blanco de La Caza del Snark.

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