DAVID JAMES POISSANT
La publicación del primer libro de David James Poissant provocó una avalancha de admiración y comparaciones –con Raymond Carver, Richard Ford o Alice Munro– pero también una circulación boca a boca que lo convierte en un fenómeno más que bienvenido. El cielo de los animales está integrado por unos quince cuentos de excelente factura y notable sensibilidad hacia lo social y lo familiar, que el autor fue publicando en los últimos años en diversas revistas literarias.
› Por Laura Galarza
Las comparaciones son odiosas. Es la primera impresión que se puede tener al leer la contratapa de El cielo de los animales, donde se ubica al novel David James Poissant con su primer libro de cuentos, cerca de Raymond Carver, Richard Ford y Alice Munro. “La aparición de David James Poissant produjo una conmoción en los Estados Unidos”, sigue. Entonces se comienza a leer con prejuicio. Pero bastan unas páginas para entender que la comparación es, al menos, rigurosa. En el primer cuento, (“El hombre lagarto”), dos hombres emprenden un viaje a la casa del padre de uno de ellos que acaba de morir y al que no vio en casi toda su vida. La situación del otro es a la inversa: no tiene contacto con su hijo desde que lo tiró por la ventana cuando supo que era gay. De repente, el lector se encuentra con estos dos hombres –quebrados pero no vencidos– intentando subir un lagarto a la camioneta en la que viajan. Una escena poderosísima y con multiplicidad de sentidos que apuntan en todas direcciones porque de lo que se está hablando es en relación con el padre. En los siguientes, Poissant no afloja la cincha: una pareja se esfuerza por ser infeliz luego de la muerte de su bebé (“La geometría de la desesperación”); los amantes son primos y no pueden más con el secreto (“El último de los grandes mamíferos terrestres”); el novio pisa con su auto al perro de la novia y así cada uno descubre quién es de verdad para el otro (“James Dean y yo”); dos hermanos deben reconstruir su relación luego de que la mujer de uno de ellos cae de un puente al agua helada y “el pasado es un río que hay que cruzar” (“Nudistas”); dos amigos, un verano antes de empezar sexto grado, deberán guardar un secreto que los pondrá en otro lugar para el resto de sus vidas (“El niño que desaparece”).
Resulta casi imposible tildar algún favorito. Y colabora –es pertinente señalarlo– la impecable traducción de Teresa Arijón junto a Bárbara Belloc, que mejoran los españolismos que habitualmente se padecen al leer autores extranjeros contemporáneos.
El pez parásito de dos centímetros y medio de largo se desliza entre las agallas de un pez más grande y lo devora poco a poco, de adentro hacia afuera. Esos peces también se meten en las personas: por las orejas, por el ano, por el primer orificio que encuentran. Las focas tragan piedras para poder hundirse. Los hipopótamos celebran el funeral de un hipopótamo bebé atacado por un cocodrilo. Los animales están presentes en cada uno de los cuentos de Poissant. Acaso porque son casi humanos (“Las focas eran pequeñas, no más grandes que un niño dormido”) o los humanos, animales (“Me sentía como un pájaro con el ala rota”). Acaso porque pueden ser víctimas unos de otros: en un cuento, los bagres son tan grandes que pueden tragarse un niño; y al siguiente, un niño devuelve al agua lo que pescó porque es una hembra y tiene la panza llena de huevos. Pero lo animal es también la fuerza y crudeza de estos relatos que, si bien fiel a la tradición de la literatura norteamericana refleja la desgracia de su clase media, Poissant lo hace de una manera personal. Apunta lejos y hondo cuando hurga en la intimidad de las parejas y las familias dejando al descubierto lo más putrefacto, sórdido y decadente. “El mundo está aquí sólo si usted lo mira, sólo si usted mantiene los ojos abiertos. No deje de mirarlo y él nunca lo dejará, y aquí se quedará si usted no parpadea”, se dice a sí misma la mujer que llevó a la playa a su marido que está por morir de cáncer. Pero vale como metáfora de lectura de estos cuentos y de la mirada que propone Poissant sobre el mundo y sobre cada uno. Cruel y redentora al mismo tiempo.
El paisaje completa la narración en el mejor de los sentidos. Inscripto en una tradición chejoviana –cultivada hoy por autores como Cormac McCarthy o David Vann– en las historias de Poissant lo importante acontece afuera (“La naturaleza en un monstruo maldito”). Aridas llanuras, pantanos o lagos helados, cielos plomizos o encendidos. Poissant se vale de ellos con maestría y belleza para retratar el alma de sus personajes con una pericia deslumbrante.
Del autor se sabe que tiene cerca de cuarenta años, nació en Syracuse, Nueva York, pero se crió en Arizona, y hoy vive en Florida, donde es profesor universitario de escritura creativa. Los quince cuentos que componen El cielo de los animales fueron escritos a lo largo de casi diez años y publicados en The New York Times, The Chicago Tribune y The Atlantic entre otros medios y obtuvieron numerosos premios. El autor parece cultivar un perfil bajo a rajatabla, dado que a pesar de la gran repercusión que tuvo su libro se abstuvo de aparecer en los medios y su libro circula –también entre nosotros– gracias a un boca a boca imparable. Y entonces no se puede no traer a la memoria aquella irrupción también deslumbrante de David Leavitt con su primer libro de cuentos, Baile en familia, también ligado a una tradición pero con un peso propio enorme.
Que existe, también, un cielo de los animales, es lo que inventa el padre como consuelo cuando muere el perro de su hijito. El mismo padre del primer cuento que tira a ese hijo, ya adolescente, por la ventana. Y también el padre del cuento que cierra el libro y que le da título, cuando pasados los años emprende un largo viaje de tres días desde el este al Pacífico, porque su hijo –aquel niño que lloraba por su perro– está muriendo de sida. Los viajes también son un punto de referencia en esta obra: esas rutas –vastas extensiones desiertas y desoladas, caminos “anchos como la memoria”– que llevan a los personajes de un lado a otro también de su existencia. Y el giro subjetivo hace ver lo hecho desde otro lado. Una revelación que en la mayoría de los cuentos de Poissant termina redimiendo a sus protagonistas de algún modo. No sin antes someterlos a ese infierno que son ellos mismos y las circunstancias que crearon.
El libro de Poissant es también un viaje inolvidable. Donde las últimas páginas se leen lentamente, como hacia atrás, ansiando que no termine. Aunque también, la conciencia de ese fin es lo que vuelve al libro más luminoso aún. Y después de todo, lo que queda por delante es esperanzador: si esto es lo primero que Poissant tuvo para dar, seguramente vendrá más y mejor –si es que puede superar su propia valla tan arriba– de su literatura.
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