DOUGLAS SMITH
Perdida en la noche de la historia a partir del siglo XX tras las sucesivas revoluciones de 1905 y 1917, la aristocracia rusa se convirtió en un mito doliente y símbolo de una alcurnia sostenida a toda costa entre la honorabilidad y el snobismo. Sin embargo, arrastraba detrás de sí los errores atroces del zarismo, el desquite de los desposeídos y esclavizados y también el ansia revanchista de muchos revolcionarios. El ocaso de la aristocracia rusa de Douglas Smith reconstruye la genealogía de varias familias y personajes de una clase legendaria.
› Por Fernando Bogado
La revolución nunca está terminada. Y aquí no estamos hablando de ningún tipo de despliegue teórico que inquiera sobre la naturaleza del término, sino que es más bien un intento por volver a preguntarse qué es lo que sucedió, cuáles fueron los responsables y qué consecuencias aún arrastramos en nuestros días. Si cualquier revolución dista mucho de haber sido terminada, el libro de Douglas Smith, El ocaso de la aristocracia rusa, es entonces un intento por “abrir” de vuelta esos tiempos, retratando la vida en Rusia desde finales del siglo XIX hasta los años de Stalin, con el fin de poder contar los principales hechos de un sector responsable, víctima y, actualmente, casi desaparecido y entregado a una diáspora que se parece bastante al olvido; condes y príncipes rusos que vivieron un largo período de esplendor y que hoy no han dejado ningún tipo de registro ni en su Rusia natal ni en la memoria del mundo (salvo en la forma final de todo recuerdo: el mito). El término de uso que empezó a imponerse en esos años para hablar de esta clase en retirada no podía ser más elocuente: “los de antes”, los aristócratas, abrieron el siglo XX con una carta de defunción firmada.
¿Cómo hablar, entonces, de lo que no tiene registro? El trabajo de Smith es bastante “novelesco”, sin por eso perder un carácter medido, una investigación seria y puntillosa que ordena datos y pasa de los grandes eventos a las minucias cotidianas. La estrategia reside en concentrarse en el destino de dos familias de alta alcurnia, los Sheremétev y los Golítsin, y a partir de ellos ir organizando cronológicamente el relato de los hechos y los modos particulares en que ciertos acontecimientos golpearon a los miembros de la familia. Y es que no había otra forma de reconstruir esas perspectivas si no era a través de los textos personales que varios emigrados guardaron de sus ascendientes: diarios, cartas, anécdotas que sobrevivieron al paso del tiempo conforman el único material de una clase que no tiene museo. En el medio, hay otras familias nobles que tienen también a sus grandes representantes, conocidos por todo el mundo más allá de que sean “belaya kost” (“hueso blanco”, un término que es equiparable al más conocido “sangre azul”): el “conde” Lev Tolstoi; el pequeño Vladimir Nabokov, quien huyó en 1919 de Rusia con su familia para evitar caer por la mano bolchevique; el “príncipe” Nikolai Trubetzkoy, conocido como uno de los padres de la fonología moderna; y el descendiente de una familia de la “pequeña nobleza” quien luego cobraría un protagonismo fundamental en toda esta historia: Vladimir Uliánov, Lenin, hombre que tenía el derecho a ser llamado “su excelencia” en su hacienda y en la vida pública.
Los Golítsin y los Sheremétev tuvieron miembros que percibieron los hechos con diferentes grados de terror y entusiasmo. Las partes más interesantes del libro están relacionadas con la lenta percepción de que algo imposible de conceptualizar estaba sucediendo a comienzos del siglo XX. Era totalmente palpable para la nobleza la falta de habilidad del zar Nicolás II para contener los reclamos populares, eufemismo para nombrar la represión que había caracterizado a la política de los zares anteriores, especialmente, la de su padre, Alejandro III (notablemente conservador y opuesto a la política del antecesor, Alejandro II, también llamado el “liberador” por promover la emancipación de los siervos en 1861). Varios nobles vieron con buenos ojos los primeros reclamos, los de la revolución de 1905, por ejemplo, o los tumultuosos tiempos que se abrieron con la entrada de Rusia en la Primera Guerra Mundial, ya que mostraban una insatisfacción generalizada con los modos del zar. Vladimir Golítsin, histórico alcalde de Moscú, por ejemplo, agradeció la abdicación de Nicolás II pensando que, de esa manera, se podía llegar a ganar la Gran Guerra y derrotar así a los alemanes, debido a la torpeza en la estrategia militar de la primera figura del Imperio. Sofía, su esposa, un poco más perspicaz, escribía: “No puedo acostumbrarme a que ya no haya un zar y a que todo el mundo lo haya desdeñado y hecho a un lado. ¿Y qué nos traerá eso que llaman libertad? La pérdida de nuestras tierras, la destrucción de las haciendas y toda clase de violencia.”
El cambio que estas familias sufrieron en un lapso tremendamente corto son apabullantes. Del último baile imperial de 1903, en donde Nicolás eligió como tema el reinado del zar Alexis I, padre de Pedro el grande, evento en el que la nobleza de toda Rusia asistió “disfrazada” con la moda del siglo XVII, portando ropajes de seda y satén engalanados de oro, perlas y diamantes, pasaron a vivir en un vagón de tren siberiano a finales de la década de 1910, en un espacio en donde cabían 60 personas que no extendían los brazos por miedo a golpear al otro, tratando de decorar como podían el lugar con mantas y muebles improvisados, acompañados de piojos y con el tifus y el hambre como preocupación cotidiana. Tal como había sucedido con la Revolución Francesa, época que los aristócratas rusos recordaban y mantenían como punto de comparación, el narod, “pueblo llano”, arremetió con furia contra lo que ellos denominaban los burzhúi, “burgueses”, saqueando sus casas, destruyendo cuanto encontraban y humillando a los antiguos dueños de la tierra. Con la llegada de los bolcheviques luego de los sucesos de febrero de 1917, las cosas empeoraron: los “nobles” fueron enviados a campos de concentración y trabajo y obligados a realizar labores humillantes, como limpiar la acera de nieve en los meses del crudo invierno. Varias mujeres de la nobleza sufrieron procesos de “socialización”: eran llevadas para ser prostituidas o directamente violadas por los miembros del Ejército Rojo en los años de la Guerra Civil.
El libro de Douglas Smith, en definitiva, es una seria investigación que muestra las peores y más terribles consecuencias de la Revolución Rusa, pero al mismo tiempo deja una pregunta abierta. No son pocos los pasajes en los que se detalla la política de exterminio de clase abierta por Lenin, Trotsky y Stalin contra los apoderados; pero matiza o casi no menciona la violencia histórica y de siglos que el narod sufrió durante infinidad de años por parte de los nobles. ¿Cómo contar, entonces, la historia de uno de los sucesos más importantes del siglo XX y no ser parcial? Más de un aristócrata, afectado por el salvajismo que trajeron los bolcheviques, tiene la prudencia de aceptar, en su correspondencia privada o en sus diarios, que ese horror había sido amasado durante años de humillaciones, muertes, asesinatos, represión y orquestados descuidos sufridos por el pueblo que ahora se levantaba en armas.
Una escena parece resumir todo los contrastes entre un momento y otro, escena que tiene ese humor sencillo del pueblo ruso y que, si se rasca un poco la superficie, resume lo tumultuoso de esos tiempos. El príncipe Serguei Trubetzkoy, sufriendo hambre y frío y aún asistido por los pocos sirvientes que le fueron fieles después de la revolución bolchevique, levanta una mueca de gracia y nostalgia cuando uno de ellos le anuncia: “excelencia, vuestro caballo está listo”. Lo que antes implicaba una tarde de cabalgata y descanso, ahora significaba que alguno de los animales que pudo recuperar luego de las numerosas expropiaciones estaba cocinado y servido en la mesa, listo para mitigar los humanos deseos de alguien que solía tenerlo todo.
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