Domingo, 28 de febrero de 2016 | Hoy
NIKOLAUS WACHSMANN
Dentro de la enorme bibliografía dedicada al nazismo y la Segunda Guerra Mundial, KL: una historia de los campos de concentración nazis del historiador Nikolaus Wachsmann se destaca por su capacidad de diseñar tesis rigurosas y entramarlas con la voz de los prisioneros mediante el uso de diferentes fuentes de documentación. Así logra poner en foco que el campo de concentración fue la institucion política central del nazismo, que todo comenzó en 1933 con la creación de Dachau y su paso a manos de las SS y, finalmente, siguió con la concepción del lager como una máquina de exterminio masivo. El libro de Wachsmann se vuelve así imprescindible para encarar una historia orgánica de los campos. Y una ineludible memoria del horror que todavía busca respuestas y explicaciones a escala humana.
Por Sergio Kiernan
El 29 de abril de 1945 una tropa gastada y endurecida del ejército norteamericano se acercó a Munich. Todo el mundo andaba cansado de guerra y todo el mundo sabía que ésta, la segunda de las grandes, se estaba acabando. Una de las columnas dio aviso al comando de que había encontrado algo nuevo, algo nunca visto, algo que era demasiado. El comando prestó atención, porque la columna contenía veteranos del norte de Africa, de Italia y de la dura campaña de Francia, gente difícil de impresionar. Para cuando llegaron las cámaras y los fotógrafos, se encontraron con soldados que trataban de no llorar mientras vaciaban trenes enteros de cadáveres y buscaban médicos e intérpretes para una humanidad fantasmal, medio muerta, piojosa y sucia. Eisenhower ordenó que la prensa entera fuera a ese lugar terrible a mostrar qué era eso. Y eso era Dachau.
A esta decisión del comandante aliado del frente europeo le debemos la representación del campo de concentración, la de alambradas con torrecitas de vigilancia, zanjas llenas de cadáveres, esqueletos vivientes con ojos enormes que miran a cámara fijamente. Los soviéticos habían encontrado cosas todavía peores, pero no difundieron las imágenes y se perdieron crear el formato, mostrar la laya de tipos que eran los nazis y probar que la guerra había sido justa y justificada. Dachau fue, además, el primer campo nazi y Nikolaus Wachsmann comienza por este principio para su extenso ensayo sobre este objeto totalitario: su libro es una historia y también una etiología de eso de ser hijo de puta a lo grande, de serlo explícitamente y de repartir medallas por ser un gran hijo de puta.
KL es la sigla alemana que abrevia el palabrón konzentrationslager, campo de concentración, y la tesis de Wachsmann es simple y directa: el KL es la institución política central del régimen nazi. El campo resulta la vera efigie del dogma, el instrumento para lograr una Alemania homogénea y obediente, libre de disidentes, degenerados y razas inferiores. Es un látigo para disciplinar a los pueblos conquistados, un taller de mano de obra esclava y, en su etapa final, una máquina de exterminio masivo. La SS, que creó un cuerpo especial para administrarlos, terminó teniendo 23 campos principales y 1100 secundarios en el Reich y en diez países ocupados, incluyendo uno diminuto en las islas del Canal, único territorio británico que ocuparon los alemanes. El universo concentracionario es un ir y venir de campos viejos que cierran y nuevos que los reemplazan, de expansiones geográficas y nuevos usos contra nuevos enemigos.
Este sistema se tragó a 2.300.000 prisioneros y mató a 1.700.000. De los muertos en los campos, un millón fueron judíos, 870.000 gaseados de inmediato en Auschwitz y el resto asesinados lentamente como mano de obra esclava.
Los nazis no inventaron ni remotamente el campo de concentración, pero lo hicieron suyo de una manera tan notable que tuvieron que inventar una palabra aparte, stalag, para nombrar cosas como un campo de prisioneros de guerra, una prisión rural. El copyright del lager les corresponde a los españoles, que los usaron para “reconcentrar” la población rural de Cuba y negarles el apoyo popular a los mambisas, las guerrillas independentistas. Los norteamericanos aprendieron la técnica cuando tomaron Cuba y la usaron enseguida en la ocupación de Filipinas, cuando los nativos se negaron a ser súbditos. Para cuando los ingleses abrieron los primeros campos en Sudáfrica para encerrar a las familias de sus enemigos boer, estaban simplemente copiando a los españoles y a los americanos. Y también repitiendo un descubrimiento español, que la gente muere fácil en estos campos sucios, contagiosos, hambrientos. Fue justamente por eso que los alemanes abrieron los suyos en Namibia entre 1905 y 1908, cuando la etnia herero se rebeló: la idea era matarlos en masa, quebrarlos como nación. La idea, ironía de la historia, fue del comandante militar local, el general Goering, que tenía un hijo llamado Hermann, que sería piloto y mano derecha de Hitler.
La edad de oro del campo de concentración, el momento en que se naturalizó como artefacto, fue la Primera Guerra Mundial. Fue en rigor un parche y una improvisación ante la masividad inédita de esa guerra, la primera en la que combaten millones y en la que tomar decenas de miles de prisioneros en un día pasa a ser rutina. Los alemanes ganaron una amplia experiencia y costumbre en esta “tecnología” por su guerra con Rusia, que implicó un par de millones de prisioneros de guerra, varios millones de refugiados y un verdadero sistema de trabajos forzados para civiles. Fue una era de abusos terribles en que ningún bando fue muy humanista y que fue seguida por el enorme desorden de la posguerra, que pobló Europa de campos repletos de disidentes, “traidores”, revolucionarios derrotados e indeseables étnicos o sociales. El campo de concentración pasó a ser un formato normal de prisión y de control.
Wachsmann señala que la revolución rusa introduce una variante hasta entonces desconocida, la del campo concebido desde un marco ideológico. Esta característica creó por muchos años la idea de que los nazis se habían inspirado en la URSS para crear sus campos, algo que Wachsmann descarta totalmente, en parte por una total falta de documentación que lo sustente. Los primeros campos soviéticos surgieron durante la guerra civil e inmediatamente después de la toma del poder, para acomodar a enemigos de clase, etnias díscolas y prisioneros de guerra del ejército blanco. La tasa de mortandad fue alta, pero el sistema rápidamente evolucionó hacia el Gulag, el archipiélago fundado por la NKVD, la primera KGB, que coordinó campos de trabajo, prisiones y colonias penales que llegaron a tener en 1941 un millón y medio de prisioneros. Esta población todavía contenía contrarrevolucionarios y tuvo diferentes tandas, a veces masivas, de disidentes de izquierda, trotskistas, bujarinistas y otros purgados, pero estaba compuesta en su mayoría por marginados sociales, “lacras”, delincuentes comunes y “parásitos”.
La gran diferencia es la dirección en que evolucionaron los dos sistemas. Nazis y stalinistas tenían en común guiarse por utopías de purificación social, de perfeccionamiento con un contenido represivo. Pero los soviéticos jamás abandonaron la idea de reeducación, con lo que era posible no sólo sobrevivir al Gulag sino ser liberado al cumplir una condena. La tasa de mortalidad raramente llegó al diez por ciento y cada prisionero había sido condenado con alguna formalidad legal, con lo que quedaban fuera de cuestión las ejecuciones en los campos. Los nazis. en cambio, evolucionaron rápidamente hacia el exterminio como política estable y sus campos llegaron a tener tasas de supervivencia de menos del cincuenta por ciento. Los prisioneros estaban bajo “custodia protectiva”, un vacío legal que efectivamente los “desaparecía” en el momento del arresto y cerraba toda posibilidad de liberación. Los únicos que salieron vivos de un lager alemán fueron los que sobrevivieron hasta 1945 y fueron liberados por los aliados.
El campo de concentración en las cercanías de Munich está en el mismo centro y en la raíz del régimen de Adolf Hitler, y es prácticamente lo primero que hicieron los nazis al tomar el poder, en enero de 1933. El régimen se inauguró con una gran revancha contra el enemigo fundamental, los comunistas, que llenaron todas las cárceles disponibles. Las redadas se llevaron a decenas de miles de cuadros del partido, a periodistas molestos y a prácticamente a todo el personal de los cabarets berlineses, una obsesión victoriana de Hitler. Esta población fue la primera de Dachau, una fábrica de municiones largamente abandonada y en ruinas cuyo edificio principal fue rodeado con una alambrada para recibir a cien presos. La redada ya había llenado las prisiones de Torgau y St Pauli, la enorme comisaría de la Friedrichstrasse, varios cuarteles reciclados en cárcel y hasta una flotilla de barcos y ferries anclados en ríos y costas. Los prisioneros originales no usaban el luego célebre uniforme a rayas y la comida hasta incluía un jarro de té caliente, los guardias eran grandotes y malos, pero policías, con lo que había alguno que otro cigarrillo y pocas palizas.
Pero apenas semanas después Hitler recibía la suma del poder en las últimas elecciones, creaba el Tercer Reich, se proclamaba Fuhrer de Alemania y todo cambiaba: los policías fueron desplazados por una flamante sección de la SS, la SS Lager, y Dachau explotó. El campo se transformó en un complejo con cuatro mil prisioneros malamente alojados en 34 barracones de cien metros de largo, apiñados en un cerco de 660 por 300 metros, de alambre olímpico rematado con alambre de púas y cables eléctricos, y rodeado por un foso. La prisión era parte de un paisaje de 220 edificios y una pileta de natación, con talleres, cuarteles y viviendas para 3000 guardias. Que hubiera tres guardias cada cuatro prisoneros se explica por el carácter de “escuela” que tuvo Dachau: las SS perfeccionaron sus técnicas de control, crearon la rutina de los campos y hasta inventaron el código de colores en el pecho que distinguía detenidos políticos, “degenerados” sexuales, pacifistas y judíos. En Dachau se les ocurrió eso de tatuar a las víctimas y en Dachau se formaron los cuadros que manejarían los otros campos y los llevarían al paradigma del exterminio.
El director de este campo-escuela y luego de todo el sistema de campos fue un psicópata de primera agua, Theodor Eicke, al que el fundador y jefe de las SS, Heinrich Himmler, reclutó en un centro de salud mental. Eicke era una bestia amoral que se lució en la Noche de los Cuchillos Largos matando al jefe de las SA, Ernst Röhm, y mostrando con naturalidad que su brutalidad estaba al servicio de su jefe.
Eicke es el prototipo de la imagen del guardia del campo de concentración psicópata y arbitrario, un lugar común que Waschmann admite que existió pero que niega que fuera común. De hecho, por las SS Lager pasaron por lo menos 60.000 hombres y mujeres, con lo que resulta poco práctico asumir que todos necesitaban ser internados. El autor recuerda una frase lapidaria de Primo Levi, el sobreviviente italiano que dio algunos de los mejores testimonios de la experiencia. Levi subrayaba que había bestias amorales entre los guardias, pero que “los peores eran los normales”. El énfasis queda, entonces, en el entrenamiento en la crueldad, en la despersonalización del prisionero, en la normalización del maltrato, la crueldad y la muerte. Así se formaron los cuadros que luego llevarían a cabo el Holocausto.
Wachsmann es un experto en el marco legal y penal del régimen nazi, autor de varios estudios eruditos y profesor de esta historia en Gran Bretaña. La idea de su KL no es agregar otro tomo a la interminable bibliografía sobre los campos de concentración, que ya incluye hasta dos enciclopedias. Su planteo es crear una “historia orgánica” que muestre la evolución de este artefacto político e institucional, y rescate las voces de los prisioneros, que en general son reducidos a la pasividad, a la categoría de “marionetas vacías” de Hannah Arendt. Una de las primeras ideas que aparecen claramente es que, como tantas otras cosas en el régimen nazi, todo arrancó como una improvisación. El Tercer Reich, pese a su propaganda y a la imagen de monolito de uniforme, fue organizativamente caótico, con kioscos e internas en todo el gobierno que superponían funciones. Himmler tenía la seguridad interna y sus campos de prisoneros, pero le agregó una policía secreta, la Gestapo, para competir con los servicios de inteligencia, y un ejército privado, las Waffen SS, para contener a los militares. Lo mismo se repetía en toda la administración pública, la política y sobre todo la economía, con Hitler usando sistemáticamente la contradicción y las internas para mantenerse en la cúspide.
Con lo que el primer Dachau de las SS es una prisión muy dura que, detalle que luego ganaría enorme potencia simbólica, no necesita un crematorio porque el promedio de muertos no pasó de los 50 por año hasta 1939. La vida en ese lugar es miserable por designio, porque ahí se superpone a la tradicional brutalidad de la vida carcelaria alemana una serie de tretas sádicas: la llamada antes del amanecer, la formación para ser contados y recontados, los perros que ladran y dan tarascones, las palizas brutales e instantáneas por faltas graves como tener los zapatos sucios. Alguien hasta inventa el ritual del prisionero que se cuadra, se saca la gorra y mira el piso cuando un guardia le habla.
Con lo que las SS crean la tecnología intelectual para administrar los campos cuando Alemania le declara la guerra al mundo. La siguiente evolución se da cuando caen Checoeslovaquia y Polonia, la primera jurídicamente absorbida como parte del Reich y la segunda dividida entre un territorio anexado a colonizar y un “gobierno general” concebido como un depósito de subhumanos. Aquí comienza el exterminio en bosques y zanjas que les costó la vida a cinco millones de judíos y varios millones más de otras nacionalidades, y aquí comienza la deportación en masa de todo tipo de prisioneros a los campos. El sistema concentracionario de Himmler recibe a las clases dirigentes de países enteros, militantes de todo tipo, delincuentes, “personas de interés” y muchos desafortunados que simplemente no tenían uso para sus nuevos amos. Todos son recibidos a los golpes en campos que giran hacia una etapa de mayor crueldad, con las palizas cambiadas por un tiro en la nuca. Empieza a quedar en claro que no sólo nadie sale de un lager alemán, sino que será difícil que alguien quede vivo.
Lo que nunca lograron las SS Lager fue aportar algo al esfuerzo de guerra o a la economía de retaguardia. Oficialmente, la mayoría de los campos se dedicaban a la producción de algún tipo de producto vital, tenían una fábrica o talleres de algún tipo, aportaban lo suyo al Reich. Pero la extrema incompetencia de los guardias y sus comandantes hicieron imposible que esto fuera realidad. Waschmann cuenta la historia feroz de un proyecto de ladrillos que terminó con una enorme zanja, una montaña de arcilla roja, una pila de moldes y un horno mal hecho, que nunca produjo un solo ladrillo. Como un SS no podía tener la culpa de los fracasos, todos los trabajadores fueron fusilados como castigo. Pero la contradicción fundamental, señala el autor, era que para que los prisioneros produjeran algo debían ser tratados como empleados, aunque sea involuntarios. Esto implicaba alimentarlos, darles descansos y no fusilarlos constantemente, algo inverosímil para los SS. Pero su jefe supremo, Himmler, había inventado una doctrina falluta en la que se suponía que los prisioneros tenían que trabajar “hasta la muerte”. De hecho, la única mano de obra esclava que funcionó durante la guerra fue la transferida directamente al sector privado, sean granjeros con un soldadito ruso ordeñando la vaca, o la IG Farben con ejércitos de prisioneros en sus líneas de producción. Y de esto se encargó el Ministerio de Producción, completamente por afuera de los KL de las SS.
Lo más notable de esta historia de los campos es el trabajo de Wachsmann de encontrar las voces y testimonios de los sobrevivientes, cumpliendo su anuncio de darles un lugar que no sea el de la marioneta. Son cientos de voces, dibujos, fotos de contrabando, pruebas, reflexiones, historias individuales terribles que componen un descenso a la oscuridad. El hilo conductor de todo esto es la creciente espiral de violencia arbitraria de la ideología nazi, de la represión política al exterminio racial, de la violencia como instrumento a la violencia desatada, del preso en régimen riguroso a los chicos gaseados automáticamente, por ser chicos. Este KL es una prueba más de que el asesinato de masas y el Holocausto, como la guerra, fueron elementos esenciales del nazismo como idea y como práctica. No fueron ni accidentes ni cosas que pasaron, sino el resultado necesario.
Tapa: prisioneros polacos brindando por su liberación en dachau
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