MARíA JOSEFINA CERUTTI
El hilo conductor del libro de María Josefina Cerutti, socióloga y estudiosa de los destinos del vino en la Argentina, es el secuestro de dos miembros de su familia, el abuelo Victorio Cerutti y Omar Pincolini, ingeniero y yerno de Victorio, en enero de 1977, ambos desaparecidos desde entonces. Detrás del secuestro estaba el robo de la finca y el negocio familiar de los Cerutti, de sus bodegas y viñedos, apropiados por acción del almirante Massera. Casita robada cuenta esta historia y la de la familia sin complacencia, con rigor y también con una inusitada captación literaria de los distintos círculos que desde la identidad, las raíces y la inmigración hasta la Historia del país, abarcan los hechos reales.
› Por Jorge Consiglio
En los libros escritos a partir de genealogías, los personajes, por lo general tienden a perder espesor o son enfocados siempre desde el mismo punto de vista. A medida que la trama avanza, se va imponiendo –casi naturalmente– una mirada reduccionista que delimita un cosmos narrativo unidireccional y que termina por volver planos a todos los participantes de la acción. A contrapelo de ese riesgo de los relatos con arbolitos y genealogía, nada de esto sucede en Casita robada, en donde María Josefina Cerutti cuenta la historia de su familia desde la llegada al país de su bisabuelo Manuel Cerutti, quien formó en 1927 con su esposa y sus hijos la Sociedad Anónima Bodegas y Viñedos Manuel Cerutti Limitada, en Chacras de Coria, Mendoza, hasta el secuestro –y desaparición– de su abuelo Victorio (75 años) y de su tío Omar (42 años) ocurrido en enero de 1977 y la posterior apropiación de la empresa vitivinícola por parte del ex almirante Massera.
Cerutti trabaja el texto con un potente rigor documental –lo que solidifica el efecto de verdad–, pero al mismo tiempo su sintaxis precisa, su criterio siempre certero sobre la economía del relato y el manejo de la tensión interna de las escenas mantienen saludable la intriga de principio a fin como si se tratara de un texto de ficción. De hecho, organiza la historia a partir de fragmentos, astillas de la memoria que se ensamblan en el devenir del relato. Cuando se refiere a su abuelo, dice: “Trato de recordarlo entero pero sólo me vienen pedazos que no alcanzan a convertirse en un único Victorio. Cuando te daba un beso, lo sentías. Y cuando te abrazaba, te envolvía. Tenía las manos grandes, flacas y secas. Blancas. La uña de uno de los pulgares estaba rota o había crecido mal. La piel del pecho era transparente, sin vello, venosa y con lunarcitos rojos”. Ese “Victorio” del que habla la narradora tiene volumen justamente porque está pergeñado a partir de la porosidad de la memoria; es decir, los rasgos de los personajes flotan como una constelación cuyas partes están siempre a punto de cohesionarse pero terminan por preservar su autonomía. Esta peculiaridad –este dinamismo– es la clave de su verosimilitud. Además, los actores del texto no están idealizados, sus figuras son siempre complejas. La narradora los enfoca desde diferentes ángulos para reforzar el contrapunto. Su padre Coco, por ejemplo, se presenta como un ser violento y en perpetuo conflicto, siempre al borde de sí mismo. El vínculo con su madre Kuky es pura tensión y dolor: “Coco levanta su mano, que era grande y pesada. Eso sí que me daba miedo. ‘Loca, te voy a matar’, grita Coco. Agarra a su esposa de los brazos con una mano. Con la otra la trompea. Kuky grita muy agudo. Coco le raja la boca de una cachetada. Kuky grita más, lo insulta. Mi padre me aleja para pegarle mejor. Ella, en camisón, se descuajeringa, él sigue con la paliza hasta que Kuky sangra por la nariz. Kuky llora, nos abraza. En unas horas hay que levantarse para ir al cole”.
Otro de los protagonistas del texto es la Casa Grande, que el bisabuelo Manuel compra en 1924 a Giuseppe Mazzolari, benefactor del pueblo, en Chacras de Coria. En este espacio y en las viñas aledañas, también propiedad de los Cerutti, se desarrolla la vida de la nutrida familia. La Casa Grande es el reino del abuelo Victorio, ni más ni menos. Para la narradora es el lugar del disfrute y de la infancia: una casa viva en la que se cocina, se come y se festeja; es el lugar en el que los grandes duermen la siesta, hablan de “biyuya” y los chicos juegan; el sitio donde la familia discute y en el que se hace dulce y jalea de membrillo. Una casa que se transforma, que late acompasada a los ritmos del país. La Casa Grande está ubicada en el centro del pueblo y es el corazón de la empresa vitivinícola de los Cerutti, pero sobre todas las cosas es un hogar y, como tal, es un espacio de amparo. No solo para los chicos es un sitio inexpugnable –“No teníamos demasiados miedos. Nada podía pasarnos, estábamos en la casa. Alguna que otra caída, raspones o picaduras de bichos varios. Pero nunca hubo accidentes graves.”–, sino también para los grandes –“¿Qué le puede pasar a Victorio Cerutti en Chacras de Coria?, se preguntaba mi abuelo”–; sin embargo, el 12 de enero de 1977 el grupo de tareas 3.3.2 de la Armada Argentina entra a las patadas a la Casa Grande, roba y saquea todo lo que puede y se llevan a Victorio Cerutti y a Omar Masera Picolini. Ambos permanecen desaparecidos. Al poco tiempo comienzan las maniobras del entonces almirante Emilio Eduardo Massera y sus adláteres para apropiarse de la empresa y hacerse cargo de todos los bienes de la familia Cerutti. Es claro y contundente lo que escribe María Josefina Cerutti sobre el tema: “Ultima y verdadera razón de la criminalidad, matar para robar”. No son desconocidos por nadie los procedimientos atroces que usaron los asesinos para moverse; no obstante, ante el relato de estos acontecimientos la sangre se hiela. La brutalidad, la sistematización y la impunidad con las que delinquieron resultan, más que nunca, factores indispensables para mantener activa la memoria.
En Casita robada, María Josefina Cerutti narra los pormenores de estos crímenes, pero también la historia entrañable de su familia y las marcas profundas que determinaron para siempre la vida de todos los que padecieron el horror, es decir, lo arrasador del exilio, la soledad, la amargura y al desencuentro, pero también la nueva forma de esperanza que de a poco se va abriendo camino. Para narrar la etapa del saqueo millonario del ex almirante Massera contra su familia y detallar los efectos que la dictadura produjo en ellos, la autora usa testimonios de distinta índole. En muchos casos, traduce directamente la voz de los protagonistas, pero también incluye fotos de su archivo personal, fragmentos de cartas –son particularmente emocionantes las reflexiones que su tío Horacio manda desde el exilio–, pasajes de libros –resultan clarificadoras las citas del libro de Ricardo Cavallo, Genocidio y corrupción en América Latina y las de El silencio de Horacio Verbitsky–, partes de notas periodísticas –contundente la de Luis Bruschtein para Página/12 de febrero de 1998, que incluye el testimonio de Mariana, prima de María Josefina, sobre el operativo en la Casa Grande y el artículo de marzo de 1998 para Página/12 de Susana Viau en el que escribe: “El ex almirante Emilio Massera utilizó los servicios de la Guardia de Hierro para encubrir la apropiación de las tierras de Victorio Cerutti, Horacio Palma y Conrado Gómez, secuestrados por la Marina y asesinados en la ESMA.”– y declaraciones en el Juicio a las Juntas.
De todas formas, más allá del empleo de estas fuentes, Casita robada no es un ensayo ni un informe periodístico, la autora logra crear un clima de intimidad en cada uno de los capítulos. Se narra lo cotidiano, el día a día de una familia desde el punto de vista de uno de sus integrantes. Desde la primera oración del libro, Cerutti logra hablar de los diferentes períodos de la historia del país sin hacer foco directo en ellos sino trabajándolos a partir de los detalles y de las vivencias de su grupo familiar. Como ella misma dice: “Casita robada es una apuesta para contar una familia en una época. Caleidoscopio de humanos.” La historia autobiográfica que se narra en el libro es intensa y emotiva, tiene momentos de luminosa felicidad y momentos de hondo dramatismo; en este contexto, la primera pregunta que surge para hacerle a la autora es ¿cómo fue el proceso de escritura y cómo logró articular las diferentes fuentes que aparecen en el texto?
“Leí y leí. Pensé que no llegaría a escribir mis ‘130’ años de soledad. Que era una ambiciosa. Que ya había tenido demasiado. Y salió. Siempre quise ‘contar’ como personas, como máscaras, a los Cerutti. Claro todavía no sabía, cómo saberlo, lo que nos sucedería. Releo Casita robada y la veo libro, veo una película de películas. Creo que también miré a los Cerutti como actores. Que es libro de libros. Siempre estuve y estaré enamorada de mi primo Horacio. Lo miraba escribir y me moría. El movimiento de las manos. El cuerpo tenso. El pelo entre engominado y suelto. Los pies ahí, en el piso de baldosas de colores. Horacio tecleaba. Se metía entre las teclas que se le resbalaban por la espalda hasta las manos. Con la Olivetti de Victorio. Había probado a contarlo como ficción. Exagerar los personajes, colorearlos. No pude hacerlos ficción. Pero son ficción. En fin. Leí Nada se opone a la noche de Delfine de Vigan, y decidí escribir mi libro que aún no había nombrado como si me contara una historia. Esa historia. Con esos recuerdos, chequeados con otros recuerdos, con publicaciones. ¿Por qué entrevistar a esas y no a otros? Entrevisté a los que quisieron contar. Y fui cerrando capítulos. Los últimos dos años fueron claves, 2014 y 2015. Y después luego de unas treinta primeras páginas que trabajé y ordené mucho con Ezequiel Fernandez Moores, mi compañero, pude hacer el viaje”.
Narrar la Casa Grande, narrar la historia de la familia Cerutti implica involucrarse con algunos nodos de la historia política de nuestro país. ¿Qué significa para vos que un libro de estas características salga en este momento de la Argentina?
–A decir verdad, siendo sincera, hubiera preferido quizás que fuera en otro momento. Pero, ¿por qué? Llegó cuando llegó. Casita robada llegó ahora, nadie decidió que fuera así. Las cosas se fueron dando y salió. Entonces es ahora. Al fin y al cabo un libro es una botella al mar. Y toca lo que toca porque la suerte es loca. Y la verdad es que lo que está en el texto es lo máximo que puedo decir sobre Casita robada. No me quiero adelantar a lo que pueda navegar el barco. Hay gente que cambia mientras lee. Entonces mejor esperar a los lectores.
¿Qué preguntas pudiste responderte mediante la escritura y qué otras permanecen abiertas?
–Preguntas, lo que se dice preguntas, no sé. Diría que cuando agarré el hilo y empecé a tejer se me armó. Y la consigna fue, “como me salga”. Me gusta la imagen de tocar el piano. Como si con Horacio tocara el “Danubio Azul” en el piano. Cuando el texto bajaba como la tela del telar se me acomodaban hechos, ideas, preconceptos. Con dos movidas de párrafos logré escribir a mi padrino, por ejemplo. En fin, por un lado quería terminar con “esto”. Pero de golpe Casita robada fue una botella al mar. La quise agarrar y corregirla, y mejorarla. Pero ya navega. Y si en algo se me armó es que es fundamental aprender de los rastros que nos deja la violencia. Y desear.
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