TOMáS DE MATTOS
Cuando en 1988 apareció su novela ¡Bernabé! ¡Bernabé!, el escritor uruguayo Tomás de Mattos logró una notoriedad continental que en rigor venía cultivando en obras anteriores. Pero en ese relato que además levantó polémicas históricas y políticas en su país, se enfocaba de un modo original y caudaloso en la renovación de la novela histórica. Más adelante abordaría a Cristo en La puerta de la misericordia, otra de sus novelas más extensas y notables. Abogado de profesión, afincado hace años en Tacuarembó, Tomás de Mattos murió la semana pasada a los 68 años. Radar recorre su obra, destacando la importancia de sus aportes a la investigación literaria de las fuentes históricas y de una obra de un rigor y complejidad constructiva a la altura de los grandes autores latinoamericanos.
› Por Susana Cella
Comentó alguna vez Tomás de Mattos que su amigo, el también escritor uruguayo Mauricio Rosencof, solía enrostrarle su poder de síntesis, ironía que recuerda aquella del autor de Las cartas que no llegaron, el mismo Rosencof, cuando decía que al Pepe Mujica le gustaba un solo tipo de comida: “abundante”. La broma, en el caso de Mattos, apunta sin embargo al reconocimiento de una cualidad. Apenas se acerca uno a la producción novelística del autor esencialmente afincado en Tacuarembó, encuentra cartas extensísimas, como en ¡Bernabé! ¡Bernabé! o La fragata de las máscaras, la detallada indagación acerca del pensador y educador uruguayo José Pedro Varela en El hombre de marzo, por no mencionar las casi mil páginas de la vida de Jesucristo (cuya propuesta y visión se suma a muchas otras interpretaciones del Evangelio, valga citar a Nikos Kazantzakis o José Saramago, entre otros, junto a las cuantiosas versiones fílmicas, con el paradigmático El evangelio según San Mateo de Pier Paolo Pasolini) en La puerta de la misericordia. La cuestión es que Mattos no podía sino responder a la necesidad que se le imponía según el asunto que trataba, a la demanda de que aquello que indagara en el pasado, en el minucioso trabajo aunando a la reposición de episodios el análisis de los hechos y protagonistas, tuviera el desarrollo que merecía, no con explicaciones o datos aleatorios, sino presentando las encrucijadas y complejidades de cada tema. Aun sus cuentos no son breves, por ejemplo, “Ni Dios permita”, y bien uno puede pensar en dos referencias con las que puede compararse en cuanto a esto de no ahorrar páginas. Una es Herman Melville (explícitamente presente en La fragata de las máscaras) y la otra es alguien a quien Mattos no sólo admiraba sino que también había incluido en sus proyectos de escritura, y que lamentablemente no pudo llegar a realizar: quería escribir una novela sobre los años finales de Fiódor Dostoievski. Sus búsquedas de fuentes para esto que bien sabía era un requisito fundamental de un género que cultivó como la novela histórica, lo llevó a adquirir pacientemente los gruesos volúmenes de la detalladísima biografía que Joseph Frank fue elaborando acerca del gran autor ruso, con un detallismo, un rigor investigativo y una paciencia que bien recuerdan a Mattos. En ocasión de ir a buscar el último tomo traducido, en una estada en Buenos Aires, observó un fenómeno que lamentablemente no deja de registrarse en nuestras librerías: preguntó por el biógrafo, concedió que quizá su nombre resultara extraño para el vendedor prendido a la base de datos de la computadora, y ante la respuesta negativa, mencionó al novelista ruso, y vio con cierto asombro o espanto que el empleado titubeara y le preguntara: ¿Dosto... dosto... qué?
Tal vez por la conciencia de tal estado de cosas, cuando ocupó el cargo de director de la Biblioteca Nacional en Uruguay entre 2005 y 2010 –lo que significó un lapso en que estuvo radicado en la capital uruguaya y lejos de su habitual y querido afincamiento en Tacuarembó– se propuso facilitar la lectura y la difusión de los libros. Más, quería que esa Biblioteca no fuera un sitio al que sólo podían acudir los lectores más cercanos o sólo montevideanos, sino que concibió un plan de alcance nacional: disponibilidad de los textos para quienes los demandaran y por tanto, aprovechar las ventajas de la tecnología. Podría uno pensar que resulta un tanto curioso que alguien, formado en la lectura del libro en papel, netamente anclado en su época, reconociéndose parte de ese heterogéneo conglomerado que despuntaba en los sesenta (así al menos lo dijo en una conferencia que ofreció a los estudiantes y profesores en la Facultad de Filosofía y Letras cuando fue invitado a dialogar con quienes recién se topaban con su obra a través de ¡Bernabé! ¡Bernabé!), defendiera las ventajas de la digitalización para la llegada inmediata de libros a todos los rincones del paisito y más allá (pensó alguna vez en dimensiones del subcontinente), aduciendo muchas razones desde ventajas económicas, facilidad de acceso y aun de espacio en cada casa, en cada habitación donde un lector hubiera, junto con la posibilidad de que confluyeran en las ediciones en los nuevos formatos, los positivos aportes de otras artes a partir de un soporte que pudiera incorporar imágenes y sonidos. Indudablemente todo esto apuntaba a un objetivo que no dejó de estar presente en su obra literaria: visión y reposición de la historia con sus imágenes y sus imaginarios. Algo de eso ya se manifestaba cuando en la versión en papel de un libro como su central ¡Bernabé! ¡Bernabé!, se incorpora, entre los escritos que enmarcan la carta central sobre aquel personaje, la portada del períodico “El indiscreto”, con fecha de noviembre 1895, en la que aparece la nota del periodista Federico J. Silva, el cual, como Melville, aunque sin la fama de este último, efectivamente existió según pudo constatarse gracias a la tarea de esos obsesivos investigadores capaces de revisar innúmeros archivos.
Sus primeros pasos en la literatura con Libros y perros (1978), Trampas de barro (1983) y La gran sequía (1984) y la temprana valoración en 1966, cuando el eximio crítico uruguayo Angel Rama lo incorporó en la antología Aquí, cien años de raros, donde figuró junto a los ya clásicos Felisberto Hernández, Marosa di Giorgio o el Conde de Lautréamont, fueron algo así como la antesala a la nombradía que logró con la publicación de ¡Bernabé! ¡Bernabé! en 1988. Esa primera edición local (antes de la reedición ampliada en 2000), suscitó una polémica que rebasaba los límites literarios. Nada casual, se debatía en Uruguay la responsabilidad de los militares uruguayos en el genocidio que al amparo del Plan Cóndor, se había efectuado en la nefasta década de dictaduras del Cono sur. Como dijera Tomás de Mattos, en lugar de centrar su relato en esa actualidad, decidió remontarse a la historia de los inicios de la República Oriental, y centrarse en un hecho que apuntaba directamente a desarmar el mito de los uruguayos como descendientes del “pueblo charrúa”, develando mediante la novela, algo que también la historiografía venía abordando: el exterminio de esos genuinos habitantes para dejar a la luz la terrible escena en que el propio gobierno del Uruguay, vuelto república independiente (contra toda la previsión de Artigas, por entonces ya exiliado y fracasado su proyecto de integrar las Provincias Unidas del Río de la Plata), con su primer presidente Fructuoso Rivera comandando el complot, asistido por militares argentinos como el general Lavalle, entrampan a los charrúas y los asesinan en masa. Estos por su parte habían colaborado en las guerras de independencia, y además tenían a Bernabé Rivera como una especie de ídolo, de modo que con horror van a ver que él se suma a lo que fue un genocidio. Con la incorporación de documentos históricos, con las hipótesis expuestas en el relato, con el recurso de dar voz a personajes participantes en los hechos, se evidencia una raigal crítica. Eso del pasado que vuelve y que no es mera arqueología (como diría Walter Benjamin) ni escenario decorativo (lo que hubo criticado acerbamente Lukács), se vincula claramente con el presente: se está hablando del crimen ejecutado desde el Estado en ambos casos. De ahí el efecto que tuvo al publicarse porque no sólo cuestionaba a figuras como Rivera, Mitre o Sarmiento, sino que además establecía una vinculación entre momentos de exterminio de pueblos. Así aparece un personaje, del cual solo sabemos sus iniciales: M.M.R. el cual, indaga acerca de una figura fundamental en la narrativa de Mattos: Josefina Péguy O’Dojherty, y refiere datos de esta peculiar mujer que habría vivido entre 1835 y 1912, sobre todo del constante interés de tal personaje por hallar una explicación o una hipótesis plausible a hechos que parecen estar reclamándolo. Tal el caso de Bernabé Rivera, al cual también refiere M.M.R., quien vincula aquellos episodios del siglo XIX con los juicios de Nüremberg y agrega a su prólogo una fecha no poco significativa: 12 de octubre de 1946. Consultado Mattos sobre la identidad de ese personaje introductor de la historia, eludió la respuesta. Actitud que bien podría relacionarse con un párrafo de ese M.M.R. cuando dice: “Permítaseme pues, el atrevimiento de arriesgar algunas reflexiones. No me mueve el impulso de persuadir o proponer, sino tan solo de incitarse a ti, lector o lectora, para que aceptes y cumplas ese cometido que te corresponde”.
Mattos forjó una narradora que fue reapareciendo en novelas como La Fragata de las Máscaras o El hombre de marzo. En todos los casos, el espíritu inquisitivo de ella apuntan a un hecho histórico. Josefina no es simplemente una voz, Mattos la dota de un perfil nítido, no es meramente alguien que narre sino que tiene consistencia como miembro de una familia, y razona, opina, polemiza y conjetura en particular a través de sus larguísimas cartas. Como requiere la novela histórica, los personajes de ficción se enlazan con los que existieron. En el caso de Josefina, es ahijada de Amado Bonpland, el naturalista francés quien se afincó luego de varios recorridos por América del Sur en el Paraguay. Es este precisamente el interlocutor principal y respetado por Josefina, y va a cobrar mayor importancia cuando ella le requiera su testimonio sobre lo acontecido en el Perú con el juicio a los negros sublevados en los mares del Sur. Será nuevamente M.M.R., pero diez años después, el prologuista, otra vez hurgando en los papeles de Josefina y su marido. En este caso, Mattos elije otro dispositivo de narración, una estructura compleja donde se alternan cartas y apuntes, hay diálogos, vía cartas u orales, y el primero se inicia nada menos que con una carta de Bonpland a Melville. Como se ve, el primer intercambio es entre dos personajes que efectivamente existieron y en el transfondo de la misiva se alude a la obra más famosa de Melville, Moby Dick. Pero no es ese el libro en discusión, sino el extenso relato Benito Cereno. Se diría que resulta imprescindible conocer la versión de Melville de esa sublevación de esclavos, para contrastarlo con la muy detallada historia y visión de los protagonistas que aparece en La Fragata... Una vez más, las víctimas (en este caso los negros) aparecen reivindicadas como tales. Hay en La Fragata... una escena que va a recurrir, con características diferentes, en La puerta de la misericordia: en ambos casos hay escenas de juicios legales: los de Cristo en esta última y el que se les hace a los negros capturados en Lima.
Tomás de Mattos era abogado y según dijo ese fue su medio de vida, y no la literatura, pero fue también un saber que puso en juego en los relatos. De ahí que resulten tan interesantes esos episodios, donde los razonamientos permiten poner en juego un aspecto central de esta propuesta escrituraria en la que la historia es examinada a la luz de la justicia y otros valores, enfatizando lo que llama “los dilemas éticos”. El juicio en el sentido amplio de la palabra, la facultad de discernir y actuar en consecuencia, según principios, teniendo en cuenta al semejante es rasgo fundamental en la narrativa de Mattos. Además de aquello que quedó en sus planes, efectivamente concluyó una nutrida cantidad de textos en los que prevalece una escritura sumamente trabajada y adensada pero fluyendo con un efecto de naturalidad, y asimismo el sostenido interés por explorar hechos del pasado como en Don Candiho o las doce orejas, ubicada a fines del siglo XIX y en su terruño de Tacuarembó, el crimen está ahí asociado a la venganza y como sucede habitualmente, se intenta desentrañar el sentido de esa sucesión de actos crueles.
Josefina va a reaparecer en otra de las largas novelas, tanto es así que abarca dos tomos: El hombre de marzo, donde se trata de reponer la vida del intelectual uruguayo, José Pedro Varela (18451879). Interesó aquí a Mattos, aparte de las controvertidas relaciones con el gobierno, el proyecto educativo de Varela, enlazando así con la defensa, hoy día, de la imperiosa necesidad de la educación. Alguna vez afirmó que de toda esta producción a la que se suman, por ejemplo A la sombra del paraíso o Cielo de Bagdad, su obra preferida era La puerta de la misericordia.
El primer epígrafe de la inmensa novela (y no sólo por el grosor del volumen) vuelve sobre uno de sus permanentes intereses, y apenas se piense un poco en los conflictos tratados por ambos, no sorprende que de nuevo acuda a Dostoievski para incorporar esta frase del autor de Crimen y Castigo, citada por Nicolás Berdíaiev: “Mi Hosssana ha brotado de un vasto brasero de dudas”. Otro escritor ruso, posterior a Dostoievski, contaba también con la irrestricta admiración de Mattos: Mijaíl Bulgákov, cuya novela más famosa, Maestro y Margarita, incluye el relato de una vida de Cristo. O sea, dos rusos creyentes, uno del siglo XIX y otro del XX, de cuya lectura hace aprovechamiento el autor uruguayo, valga mencionar el encuentro de Cristo y Pilatos en sendos relatos de Bulgákov y de Mattos. Mattos era católico. Con todo se interesó en un personaje anticlerical como el protagonista de El hombre de marzo. Por aquellos tiempos, quienes se inclinaban por el progreso, la libertad en la educación y en el pensamiento, como Varela, asociaban la religión católica a conservadurismo y sumisión. Aun a mediados del siglo XX, y más si se piensa en un país más bien laico como el Uruguay; según el propio Mattos comentó, era raro que un católico integrara el Frente Amplio, como fue su caso. De más está decir que había pasado bastante agua bajo el puente y que en la década del sesenta precisamente, el Concilio Vaticano II introdujo una serie de reformas sustanciales, cambios que fueron manifestándose sobre todo en el compromiso de muchos creyentes con la justicia social. Desde esta peculiar posición, poco común en su país, Mattos encaró el enorme proyecto de escribir una especie de relato bíblico, algo así como una reflexión que abarca Antiguo y Nuevo Testamento. Aunque quien la compuso fuera un católico, sin embargo, esto no implica que se trate de una novela donde se reafirmen dogmas. Al contrario y coherente con el resto de sus planteos narrativos, aquí, la historia reaparece para interrogarla, sin imponer a una única visión, más bien al contrario. El argumento no se ciñe a la vida de Cristo, sino que incluye episodios del Antiguo Testamento. Dividida en partes y capítulos, aunque con una estructura, en apariencia más simple que la de La Fragata... va desplegándose en una sucesión que a la vez presenta cierta cronología, pero a la vez la desbarata, y esto no sólo en cuanto a la organización del conjunto sino también en el propio interior de la novela (avances, raccontos, etc). También aquí hay un personaje que desea saber, nada menos que un doctor de la Ley, quien se afana por hablar con Cristo, su familia y seguidores, y quien paulatinamente va a oponerse a quienes esgrimen la Ley, como los célebres Anás y Caifás. El transfondo tiene que ver entonces con la contraposición entre ley y misericordia: un episodio, sin aggiornamiento, alude kafkianamente a la puerta de la Ley. Si bien podría decirse que aquí el texto con el que se dialoga es principal, aunque no exclusivamente, la Biblia, en tanto novela histórica también demandó una reconstrucción verosímil, que justamente la novela exhibe: lugares, costumbres, instituciones. Y en esto de la verosimilitud y teniendo en cuenta lo dicho por Mattos respecto de la interpretación de los hechos, hay una serie de cuestiones del orden de la creencia: la virginidad de María, los milagros, la resurrección, que han sido tratados sutilmente de modo que admitan distintas interpretaciones. Es él mismo en el prólogo que lleva su firma quien señala: “Escribiendo con mi atención especialmente fijada en los no creyentes, no me guió el propósito de convencer o persuadir, sino que apenas quise que el lector pudiera revivir, en la coincidencia o en la discrepancia, la única certidumbre que poseo y abrigo: la cálida esperanza de que el carpintero de Nazaret no se haya engañado y de que sea, entonces una verdadera Puerta de la Misericordia, abierta a todo hombre o mujer de buena voluntad, sin discriminación de creencias o prácticas religiosas”.
Tomás de Mattos bien puede considerarse un autor fundamental en la narrativa latinoamericana de fines del siglo XX y comienzos del XXI. El somero recorrido por algunas de sus obras da cuenta de un muy firme proyecto escriturario, pacientemente elaborado (algunas de sus novelas le demandaron más que décadas), el afinado estilo que se advierte en la diversidad de episodios que fue componiendo, su continuo interés por desentrañar aspectos de la mente y los sentimientos humanos con una entrañable sensibilidad. Por otra parte, su trabajo en un género tan controvertido como la novela histórica, no deja de demostrar que, cuando verdaderamente se trata de interrogarla con afán de conocimiento, muestra toda su valía. En su agenda había otras figuras que se proponía tratar, anunció alguna vez, como es fácil suponerlo, que José Gervasio de Artigas (cuya referencia aparece en ¡Bernabé! ¡Bernabé! se contaba entre ellas), aun cuando temiera la desmesura del intento. Hubo de afrontar críticas adversas, fuera por lo incisivo de los temas, por el modo en que los abordaba y hasta por la cantidad de páginas, e inclusive cierta indiferencia ante una narrativa compleja y diametralmente opuesta al facilismo o la frivolidad. Además de algunos premios, sobre todo de su país (el Bartolomé Hidalgo, el Morosoli, el del Ministerio de Educación y Cultura), cuenta con el reconocimiento a su narrativa que tan agudamente Rama detectara en los inicios y que hasta hoy se mantiene según lo testimonian diversos ensayos sobre sus obras. Su delicada salud ha impedido que continuara alimentando un acervo que lo suma al canon latinoamericano, incluidos los relatos breves que se proponía escribir, quizá para mostrar a Rosencof que también tenía poder de síntesis.
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