Domingo, 24 de abril de 2016 | Hoy
CARLOS PAOLA
Del psicoanálisis a la literatura austera y directa, Carlos Paola aborda en su novela Desde el sillón del padre la herencia paterna y los diferentes sentidos de la escritura
Por Guillermo Saccomanno
Por lo general conviene sospechar de la escritura psi, casi siempre intrincada y presuntuosa, típica de un idiolecto de ghetto. Sin embargo, no es este el caso. Carlos Paola, autor de ensayos de su especificidad, que al volcarse a la narrativa sorprende por su prosa limpia, fluida, que tiene la madurez de un narrador de oficio. Mérito que se debe seguramente a que escuchar es leer y leer es el correlato previo de la escritura. Así Paola se interna en una novela que lo compromete desde lo autobiográfico. Pero, ¿acaso escribir no es, aunque se lo eluda, un compromiso? Y lo autobiográfico, ¿acaso no es la novela que uno se arma de la historia familiar? En efecto, una ficción. Que, por su naturaleza, traiciona eso que denominamos “la verdad”.
No es casual que la novela de Paola disponga, como epígrafes, de dos citas. Una, de Dostoievski, su novela del parricidio: Los hermanos Karamazov. La segunda, de Angela Pradelli, de El lugar del padre. Ambas son significativas y luminosas, lo uno por lo otro. Aluden a la casa paterna y al recuerdo como mentira. Una novela nunca es lo que aparenta ser. Lo que cuenta es otra cosa, otra historia, que no es ni la evidente ni la que pretende su autor. En consecuencia, lo que se supone que es un texto familiar –cargado de culpas, de sombras–, lo que Desde el sillón del padre nos cuenta en superficie no es sólo el adulterio del padre, la rivalidad del hijo, su militancia, el retrato de época. Me refiero a la teoría del iceberg. Si la familia es una institución mafiosa, quien se le escapa, escapa con un secreto y, por tanto debe ser liquidado allí donde se lo encuentre. Paola elige en vez de la fuga, ir al encuentro, encarar una lucha que es toma de defensa personal y toma de partido: contarlo todo, se diría en una primera aproximación. Pero el buen narrador sabe que es un imposible contarlo “todo”, ese deseo de “voy a contar toda la verdad”. No se puede, no existe esa “verdad”. Existe en cambio una serie de fragmentos del todo, el recorte que hace la memoria, selectiva y en constante presente. Que es también el recorte que practica el narrador. Es decir, una vez más, elige.
Y lo que elige acá es ir en busca de la siempre imposible historia de su novela familiar “con todo” sabiendo que deberá optar por unas escenas y no por otras, escenas temidas todas, porque de lo que se trata es de la palabra del hijo. La suma de esas escenas narradas son las que conforman esta novela y son mentira. Porque la mentira, también lo sabemos, es el componente esencial del arte de narrar, y de esta forma, el relato suele parecerse más a la verdad que cualquier arrebato de sinceridad.
La primera frase de una novela suele ser importante porque, en cierta forma, la define. El hijo busca la escritura del padre. Nada gratuita la polisemia. La escritura de propiedad inmobiliaria. Pero también se refiere al destino que el padre ha escrito. El narrador, ante la ley, intentará resignificar su letra. El posesivo “su” alude a los dos, el padre y el hijo. Si una escritura declara quien es el dueño de una propiedad, ahora el narrador, en su ir al choque, se apropiará de la otra escritura, la que da cuenta de su historia. Deberá ocupar, para narrar al padre y narrarse, ese sillón Bergere, nada paradojalmente, un modelo “grandfather”. Notable vuelta de tuerca. Porque el hijo, al revelar lo oculto, arribará a un final casi feliz: será su propio hijo, el nieto, lector de su padre así como su propio padre lo fue de su abuelo. El nieto entenderá la escritura como un decir. Pero lo que diga, capítulo que falta, un más allá de esta escritura, no habrá de escribirlo ya el narrador liberado de los fantasmas de su pasado.
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