Domingo, 8 de mayo de 2016 | Hoy
ALEJANDRA KAMIYA
En los relatos del primer libro de Alejandra Kamiya la herencia funciona como un puente entre dos lugares –Argentina y Japón– y entre dos maneras de decir. Incómodos e hipnóticos, los cuentos de Los árboles caídos también son el bosque construyen un territorio propio y a la vez distante.
Por Laura Galarza
Acá la gente se queja del tiempo, del sol, la lluvia, el frío, la escarcha. Allá, nunca. Allá, del otro lado del mundo, la gente acomoda los zapatos cuando se los saca, acá, la gente los deja como quiere. Allá es Japón y acá es Buenos Aires. Los árboles caídos también son el bosque, primer libro de cuentos de Alejandra Kamiya, amalgama la distancia entre un lugar y el otro. Entonces lo familiar y lo desconocido, lo cercano y lo extraño, aquello que podría ser un desencuentro, termina siendo el nacimiento de algo nuevo. “half” –así con minúscula– se nombra en Japón a los hijos de un japonés con una persona de otra raza. Antes se los llamaba “ainoko” (hijo del amor) pero después de la guerra empezó a tener una connotación negativa para nombrar a los hijos de las japonesas con los soldados americanos. “Partir es hacer mitades”, dice la mujer half que va en el auto, rumbo a tener a su hijo sola y a los cuarenta años, en uno de los cuentos de Kamiya. En otro, un padre japonés enseña a su hija cómo se limpia el arroz y dice que este país, de apenas 200 años, es un país niño. Y podría ser el mismo padre de “Partir”, que hace las valijas vestido con su kimono, mientras guarda sus trajes. La hija, una niña a la que los chicos cargan en el colegio y le dicen “china”, mientras se estiran los ojos con los índices. Que no, que es japonesa, se defiende ella. Pero los otros: que no importa, que es lo mismo. En Los árboles… las piezas incompletas de la herencia, arman una composición de lugar.
Los cuentos de Alejandra Kamiya –que nació en Buenos Aires y ha colaborado con la revista National Geographic–, fueron premiados en varias ocasiones: Premio Fundación Victoria Ocampo/ Fundación Banco Ciudad (2012), Premio Horacio Quiroga (Uruguay 2012), Premio Unicaja (España 2014) entre otros; además de haber integrado antologías. Ahora esos cuentos se publican reunidos por primera vez y parecen potenciarse en esa aparición. Algunos relatos se trabajan en derredor de apenas pequeñas anécdotas. Como la del soldado de “El pozo” –que se adentra en el bosque de los árboles caídos, el relato más extenso quizás columna vertebral del libro– al que en medio de la guerra le ordenan cavar un pozo y lo dejan ahí, solo por días. Ahora bien, esa pequeña historia es contada por Kamiya de tal modo que lo experimentado crece –como el pozo– hacia adentro y profundo. Al igual que “Desayuno perfecto”, sostenido por la voz de esa mujer que se habla a sí misma una mañana que no es como cualquier otra porque ella ya tomó una decisión. O “La oscuridad es una intemperie”, donde las vecinas se hablan a través del balcón sin conocerse la cara. Otros cuentos en cambio, funcionan como síntesis de vidas enteras condensadas en frases, silencios, imágenes. Como “Los nombres” donde un hermano deja la casa y nunca más se habla en esa familia, de él. Su hermana crece –una mujer ya– y lo busca. “De repente supe que toda mi vida mis labios quietos no habían hecho más que repetir las primeras letras de ese nombre dormido. Dormido en mi boca quieta”. Porque además, Kamiya tiene una manera muy propia de nombrar las cosas y entonces, “el cansancio es como un líquido pesado que fluye lento entre sus huesos”. O una mirada, trepa como una enredadera; las palabras son valles; los chismes bichos que revolotean alrededor de la bosta o de la luz. Los árboles… es también una cruza de lenguas –de allá y de acá– logrando la composición de un territorio literario, propio y original. “Están en pedo”, dice un personaje, mientras otro compara la cara de una viejita con una umeboshi, esas ciruelas pequeñas y arrugadas que se consiguen sólo en Japón.
“Lo que falta siempre dispara preguntas”, piensa la fileteadora de pescados de “Las botas” mientras se muere de dolor porque la bota es dos números más chica y aprieta. Llegó tarde a la planta y al ponerse el uniforme, ya no quedaban de su medida. Un zapato que aprieta –como lo que falta– es difícil de ignorar. Los cuentos de Alejandra Kamiya son un poco así. Por lo incómodos en el mejor de los sentidos, pero fundamentalmente porque al leerlos, no se puede dejar de prestarles atención.
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