Domingo, 8 de mayo de 2016 | Hoy
Editora desde hace años y escritora desde mucho antes, Paula Pérez Alonso acaba de publicar El gran plan, una novela contemporánea, fragmentaria, formalmente arriesgada, que pone a una mujer en tres situaciones diferentes: un amor fou, una experiencia en el desierto de Atacama y la búsqueda de un padre ausente que se fue tras las huellas del poeta Ezra Pound. Aunque el gran protagonista de la novela es el lenguaje, con la poesía que lo atraviesa todo. El gran plan, además, se publica al mismo tiempo que la reedición de No sé si casarme o comprarme un perro, aquel éxito de 1995 que llevó a la autora hasta la mesa de Mirtha Legrand y que, ahora, además de buscar nuevos lectores, reencuentra a Pérez Alonso en un lugar pleno de vitalidad literaria.
Por Ana Fornaro
“El principio es también el final”, tituló el beatnik William Burroughs a uno de sus textos de los ‘60, retomando un poema de T.S Eliot que habla de la imposibilidad de conquistar el instante, del movimiento incesante (del deseo) que vuelve toda temporalidad circular. Más de medio siglo después y desde Argentina, la escritora Paula Pérez Alonso retoma las palabras de Burroughs (y las de Eliot) abrazando en su última novela, El gran plan, la idea vanguardista de descentramiento, mediante arriesgados mecanismos formales. Y esta obra, condensada, fragmentaria, vertiginosa, reenvía a su vez a un principio: aparece al mismo tiempo que la reedición del bestseller No sé si casarme o comprarme un perro (1995). Esa novela, que hace veinte años la hizo entrar por la puerta grande de la literatura en castellano, la colocó en situaciones atípicas para una escritora –“y más para una persona tímida”, dice– como ser invitada al programa de Susana Giménez, quien se tomó la historia tan literalmente que pidió que la entrevistada fuera con perro incluido. Pérez Alonso, que no tenía perro, declinó la invitación. Aunque, venciendo su pulsión fóbica, confiesa, sí aceptó sentarse en la mesa de Mirtha Legrand. Hoy sonríe al hablar de ese libro, como quien recuerda a un ex de juventud. “Fue una muy primera novela, más clásica en el sentido que todo gira en torno a los personajes y donde, ahora a la distancia, me doy cuenta que quise ponerlo todo. Yo buscaba que fuera una novela bien argentina con cosas que fueran muy reconocibles nuestras, en el lenguaje y se ve que captó algo que estaba en el aire porque enseguida encontró muchos lectores. No estaba pensando en publicar pero Juan Forn me pidió leerla y me alentó. Me da mucha curiosidad qué puede pasar con ella ahora. Qué lectores encontrará”, cuenta. Entre ese principio y esta última novela, creció la obra de una escritora que, con apuestas narrativas bien diferentes, como lo demuestran El agua en el agua (donde se trasladó a la Sarajevo de los ‘90) o Frágil (donde se metió en la piel de un chico alienado por la desmemoria), hizo del nomadismo identitario y la exploración de los pliegues y vacíos de sus personajes –y sus máscaras– una forma de puesta en abismo. Algo que extrema en El gran plan, donde el lenguaje es el gran protagonista.
Con una escritura que se muerde la cola, cuestionando la capacidad de las palabras para aprehender y referir el mundo, la novela de Pérez Alonso presenta tres momentos de lo indecible en la vida de una mujer: una historia de amor-pasión, una experiencia de eterno presente en el desierto de Atacama, y el reencuentro, justo antes de su muerte, con un padre ausente que lo fue dejando todo para ir tras los pasos del poeta Ezra Pound. “Estábamos en un sueño y no podíamos despertarnos, no podíamos dejarnos, separarnos, desprender, una malla invisible, incolora, infinita, nos envolvía. Nadie la notaba. Y sin embargo podíamos alejarnos millones de kilómetros y estirar un brazo y sentir la temperatura de tu piel, o de la mía. Éramos los dos”, dice la narradora en las primeras páginas El gran plan. De la fusión y encierro húmedo se pasa a la ascesis árida del desierto de Atacama (como quien va a una clínica de desintoxicación) donde la protagonista toma contacto con un grupo de científicos y entabla una relación con un cineasta capaz de escenificar su suicidio para que su arte trascienda. Y al final –pero sobrevolándolo todo– la figura de Pound, otro personaje que alternó el confinamiento con el abismo, y cuya lectura cautivó tanto a la escritora que decidió escribir una novela para dar cuenta, entre otras cosas, de esa búsqueda estética y existencial: “Estaba leyendo a Pound desde hacía rato y me empezó a interesar el tema del fracaso, la derrota, el tiempo en relación a estas dos posibilidades de connotación negativa vulgarmente. La lucha contra el tiempo. Las promesas de la Modernidad y su proyecto en el que los artistas iban a ser los faros de la civilización en el que Pound y tantos otros creyeron fue un ‘gran plan’. Creyeron en la promesa, en el tiempo mesiánico siempre irreductible. Para Pound había un lugar donde volver y para mucha gente hoy también. En la novela digo: ‘No se puede sujetar el movimiento’. Y también pienso: no se puede volver a lo antiguo. Empiezo a escribir cuando algo me resulta muy enigmático. Y no porque crea que voy a resolver ese enigma”.
Para Pérez Alonso, que también es editora y empezó a llenar cuadernos con cuentos y poesías desde que era una adolescente, la escritura siempre tuvo algo de misterioso, y gozoso. Pero fue vivido, hasta la publicación de su primera novela, como un acto privado. Nunca se había visto a sí misma como una escritora. Y eso que convivió desde temprano entre los libros de su padre y de su hermano, que estudió literatura comparada en Londres y, ya de vuelta en el país, continuó su formación en la Facultad de Filosofía y Letras, con maestros como Jorge Panesi o David Viñas, a los que recuerda con mucha admiración: “Eran bestias, te contagiaban el entusiasmo por la literatura, te abrían la cabeza de muchas formas”, comenta. Pero antes de los viajes y de los estudios formales, decidió tomarse un año sabático después de terminar el colegio, que confiesa, detestaba, para internarse sola en la casa que su familia tenía en el sur argentino, donde se dedicó a leer y a escribir durante meses. En esa casa, que aparece mencionada en la tercera parte de El gran plan, Pérez Alonso fue feliz escribiendo. Una sensación que, décadas después sigue experimentando con la literatura: “Lo importante es tener ganas de escribir. No hay un centro, hay gran dispersión y diseminación. Pero el centro, para el que escribe, es el núcleo poderoso de la escritura. Ese momento en que eso que se va armando entre las palabras se va haciendo cada día más inevitable, que me abduce y me obsesiona. Con El gran plan fue como ir tirando de un hilo invisible a un ritmo muy sostenido, encontrar las palabras, forzar la condición de posibilidad para contar algo que me interesaba.”
¿Por eso la apuesta por la poesía?
- La poesía es algo que lo va a atravesando todo en la novela, ya sea como tema o como fondo, porque los lenguajes de los científicos en Atacama también son bastante poéticos; y está la búsqueda poética de Pound, claro. La novela no busca resolver nada, porque sería algo artificial o forzado. Siempre hay un movimiento más, un paso posible. Y ahí entra el trabajo de escritura, de no clausurar las palabras, de usarlas en su condición de posibilidad. Extremarlas lo más posible. Contar una historia de amour fou de una forma en que no haya sido contada, siempre es un desafío. Me pareció que esta historia tenía que ser contada en escorzo, donde se entrara y se saliera, donde el tiempo fuera y viniera, donde no sea tan claro delimitar cuándo es que esa gran pasión de la primera parte cae en la locura. ¿Cuándo es el momento en que alguien empieza a volverse loco? O como en el caso del director de cine, que está dispuesto a morir porque es más importante su objeto creativo que su propia vida. Son pasajes, tránsitos, muy difíciles de situar y entonces se imponía contarlo desde cierto desgarramiento que intenta ser obturado, absolutamente reprimido, o puesto debajo de la tierra. Desde un dolor que no hay que gritar ni verbalizar. Los silencios tienen mucha importancia también.
Esos silencios se ven reforzados por la estructura fragmentaria y la irrupción de otros textos como los poemas de Eliot, o de Pound.
–Siempre fui cambiando mucho de novela a novela porque después de No sé si casarme o comprarme un perro tuve miedo de no volver a escribir con esa misma libertad. Entonces me gusta eso de lanzarme a la aventura, arriesgar. Y poder darle forma a los distintos temas que me obsesionan. A veces se puede, a veces hay que tirar todo. En El gran plan quise hacer algo bien contemporáneo, porque si la literatura da cuenta de la experiencia al mismo tiempo que la conforma, no puede no ser otra cosa que fragmentaria. La simultaneidad de información que uno recibe, los diversos canales de comunicación, los estímulos, todos hacemos varias cosas al mismo tiempo: contestamos un email mientras hablamos por teléfono y alguien aparece y nos interrumpe, no espera. Creo que todo el tiempo trabajamos restos, la literatura es un gran resto, con fragmentos, recortes, visiones oblicuas, siempre vemos solo una parte. En ese sentido no quiero hacer una novela que intente ordenar el mundo.
En algunas partes de la novela conviven la tercera persona, con una segunda, con una primera que también aflora. ¿Cómo manejaste ese recurso?
–En la primera y en la segunda parte de la novela la protagonista es parte de lo que pasa e intenta alejarse, tomar distancia de esa intensidad, por eso intenta contarlo en la tercera persona, aunque la primera se cuele, porque es inevitable. Y también porque preferí evitar la complicidad de la primera persona que facilita la narración, más ahora en tiempos de tanta autoficción. Lévi-Strauss decía que quien empieza a instalarse en las pretendidas evidencias del yo ya no sale de ahí. La tercera parte de la novela es distinta en el tono pero también es un montaje de tiempos diversos. La hija intenta ordenar el material de otro, el legado que su padre le ha dejado a ella y también ordenar su memoria, pero sabemos que la memoria es engañosa. Quiere llegar a conocer a su padre, a ese hombre singular tan refractario que siguió una obsesión, algo que lo abdujo y lo alejó de ellos, que lo sustrajo del mundo.
“Un padre es alguien que no está unido a uno, si él no elige o tiende a acercarse, uno puede caminar a su lado a una cierta distancia sin encimarse ni ser extrañado, o aceptar que él sea ajeno en nuestro universo. Las ausencias de un padre son mucho más soportables que las de una madre”, dice la narradora de El gran plan cuando, con una voz más sosegada y referencias más reconocibles, decide ordenar esos materiales ajenos y reencontrarse con ese padre, que era una incógnita. La pregunta acerca de si se trata de su propio padre, de cuánto hay de su propia historia en esa novela por momentos tan intensa, se vuelve inevitable. “En ese padre hay mucho de mi padre, sí. Que era muy lector y que subrayaba y escribía los márgenes, como el de la novela. De alguna forma es un homenaje. Él falleció hace tres años y siempre quiso aparecer en una novela mía. Luego yo heredé todos esos libros y cuadernos y me vi tratando de reconstruir esa trama. Uno escribe a partir de las propias experiencias, sin embargo hay una pérdida, porque empezás a obedecer a la exigencia de la escritura y matás los recuerdos. Maurice Blanchot dice que el escritor debe morir en la escritura. Con la decisión de perderlos para la escritura se pierde el recuerdo que lo guarda y atesora para poder alimentarse de él. Pasa a ser un cuerpo ajeno. Es un precio que hay que pagar”.
De alguna forma la historia de ese padre –y la de Pound– resignifican las dos primeras partes de la novela.
–Yo veía que tanto esa historia de amour fou como la experiencia de los personajes de Atacama eran también intentos de vidas no seguras. Porque el amor pasión no dura, siempre desbarranca en algún momento. Querer mantenerlo es empezar a organizarlo, armar cosas, y ahí pierde su naturaleza. Me interesó escribir sobre los que toman riesgos, los que rompen con algo, como hicieron los primeros vanguardistas, como hizo Pound, y como a su manera hizo el padre de la protagonista al embarcarse en esa obsesión como un buscador de oro. Y por mi parte, intentar lo que no sabés, y no lo que te sale bien, me parecía un suficiente motivo para estar ahí escribiendo estas historias. Fui muy feliz escribiendo esta novela. En relación a la primera hubo algo de recuperar cierto vigor, vitalidad. Me parecía que acá encontraba otra manera, me reencontraba con esas ganas.
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