ALFREDO JARAMILLO
Los poemas de Nomenclatura turbia, el nuevo libro de Alfredo Jaramillo, son puntuales y melancólicos, influenciados por el lenguaje del rock. Y están atravesados por una constante en la obra del autor: el problema de nombrar.
› Por Fernando Bogado
Parece medio difícil de pensar, pero algún día, alguien, quién sabe dónde o con qué pretexto, va a hablar de este momento de la poesía. Editoriales que salen y se transforman y crecen casi sin ningún tipo de dinero encima; lecturas en una innumerable cantidad de bares y centros culturales en Capital y Gran Buenos Aires, sin contar las movidas en localidades alejadas del insistente “circuito” que lo desafían y lo completan; obras que se van construyendo al margen del margen, pacientes, sin perder el tono, el tema o hasta la elegancia. Al, o Piro, o sencillamente Alfredo Jaramillo, nacido en Neuquén en 1983, es uno de esos poetas que funcionan como una muestra de una escritura que, de a poco, va dejando la etiqueta de “obra alternativa” para convertirse en lo que es, para reafirmarse: poesía. Nomenclatura turbia, su último libro, es una colección de poemas puntuales y milimétricos en su corte melancólico, como una palabra perdida que permanece en el aire o como un buen tema punk: cortito y al pie.
Lo que obsesiona al libro, sino a toda la obra de Jaramillo, es el problema del nombrar, pero: ¿nombrar qué? ¿Qué experiencia? ¿Qué desconsuelo? En principio, el de la carne y los sentimientos, el encuentro imposible de lo que se siente con lo que se experimenta, como si hubiera dos órdenes cuya reunión siempre es complicada: lo que le pasa al cuerpo y lo que le pasa al alma (si es que hay tal cosa). Así sucede en “Nomenclatura turbia”, poema homónimo que comienza distinguiendo estos dos posibles registros de las afecciones: “Ayer, ¿por tu oreja salía brea / o imaginé cualquier cosa?”. La solución que el libro encuentra a esta diferencia tiene dos pasos: primero, dejar bien en claro que, mientras el cuerpo puede “estar” en un lugar, boyando, a veces, un poco perdido (y sorprendido), el espíritu melancólico puede entregarse a la repetición, a la insistencia, distinción bien anunciada en “La carne y el repeat”. Segundo paso, el “baile” como metáfora del movimiento melancólico, desfile que reúne cuerpo y repetición: “bailando a oscuras contento / despierto bien / colocado”, sentencia el poema que abre el libro.
La búsqueda de nombres a veces completan el vacío con referencias oblicuas, como bien resalta el prólogo de Pablo Katchadjian, pero también sirve de pretexto para crear términos que están a la mano, que pueden fungir como esa palabra que se perdió en algún momento y que no se puede encontrar. Entre esas referencias, tenemos el mundo musical, recurrente en Jaramillo (allí están trabajos como Grunge, de 2008, o Después del fin del indie, de 2011); pero también, por extensión, el mundo de una “cultura juvenil” ya vieja, venida a menos, alojada en la distancia (leemos: “fanzín” o “los skaters del ’89”) o el mundo submarino, verdadero paraíso en negativo, más abajo que arriba, más profundo y también más “bailable”: en “Pacú party” se sospecha que, en el mundo de los peces, las fiestas “deben ser mejor que las nuestras”.
Poner nombre a las cosas, dijimos. Siempre parece que la poesía se define por esta habilidad perdida de nombrar al mundo. El Génesis lo pone muy clarito: Dios bien pudo haber creado las cosas, pero fue Adán el que les puso título, el que dijo “esto se va a llamar así y esto otro asá”. Walter Benjamin, mucho tiempo después, quiso recuperar esa idea adánica del lenguaje en un texto que se llamó “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”: hay una posibilidad en el nombrar de que la cosa manifieste un vínculo íntimo con la palabra, pero eso es la marca de un mundo perdido, ese Universo previo al pecado original, y el recuerdo de un abandono que dejó tanto a la naturaleza como al hombre un poco perdidos, encerrados en la peor melancolía. En el poema “El mismo trago de veneno” se define un intento, un programa: “Se puede aprender a hablar de cero”. Toda poesía puede ser definida por ese intento de reinventar el lenguaje, recuperar ese mundo adánico (¿juvenil?) de plenitud y silencio: Nomenclatura turbia, de Alfredo Jaramillo, no hace otra cosa que actualizar, según sus modos, una de las muchas obsesiones de la literatura.
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