Domingo, 29 de mayo de 2016 | Hoy
BRUNO SCHULZ
Muchos escritores desde Gombrowicz hasta Coetzee y David Grossman han señalado la influencia, quizás imperceptible al comienzo pero neta y persistente, de Bruno Schulz, y la admiración por su breve obra hecha de relatos, fragmentos y los grabados de la novela gráfica El libro idolátrico. Ahora la editorial Dobra Robota (“Buen trabajo” en polaco) publica Las tiendas de color canela, su primer libro.
Por Laura Galarza
El padre se hace traer huevos fecundados de especies africanas y los da a incubar a las gallinas en el ático de la casa. El niño contempla cómo rompen el cascarón esos engendros de aves y ocupan los barrales de las cortinas, los bordes de los armarios, anidan en las lámparas colgantes. Mientras el padre estudia los gruesos manuales de ornitología, los pájaros forman sobre el piso “un tapiz viviente”. Lo natural fuera de contexto se convierte en monstruoso. La maravilla, en horror. Eso real enfocado tan de cerca, el disloque aceptado como lo que hay, acaso sea lo que deslumbra y desconcierta al leer a Bruno Schulz. Un autor inclasificable nacido en 1892 en Drohobycz, un pueblito industrial a los pies de los Cárpatos dentro de lo que fuera el imperio Austrohúngaro, y que escribió dos colecciones de relatos, –obras pequeñas pero únicas e inmensas– que lo colocaron a la vanguardia de la literatura polaca de entreguerras. Escribió una novela que prometía ser su obra mayor, El mesías, que se perdió luego de su muerte y lo que se sabe de ella circula como mito. Que alguien alguna vez dijo que Schulz le habría mostrado las primeras líneas: “amanece en una ciudad, una cierta luz”. Es lo que recuerda ese alguien haber visto. Ahora Dobra Robota (“Buen trabajo” en polaco) publica en Argentina Las tiendas de color canela, el primer libro de Schulz. La editorial cuenta con apoyo de la embajada de Polonia y anuncia la pronta publicación del segundo libro, Sanatorio bajo la clepsidra. En el prólogo se cuenta que algunos críticos polacos aseguran que el manuscrito de aquella novela se salvó y se encuentra en Rusia, entre los archivos de la KGB. Y que el caso inspiró la novela The Messiah of Sto-ckholm de Cynthia Ozick.
“Mi ideal es madurar hacia la infancia”, declaró alguna vez este hombrecito esmirriado y enfermizo que fue Bruno Schulz, capaz de concentrar toda la genialidad en una frase. Las tiendas de color canela transcurre en el territorio de la infancia como un punto de vista privilegiado y terrible. El niño del relato “Los pájaros” también verá mutar a su propio padre en el ático. “Hasta las manos de mi padre, fuertes en articulaciones, largas y magras y con las uñas curvadas, se parecían a las garras de un cóndor”. También a cucaracha (en “Cucarachas”). No al estilo Kafka –a quien Schulz tradujo–, porque ese hombre desnudo en cuatro patas en medio del living desarrollando un “ritual de movimientos cucaráchicos”, es su padre y no lo es. Y en ese vaivén siniestro pero cautivante, extraño pero posible, se desarrolla el mundo Shulz. Como una locura que no se desata del todo. Porque el padre deambula por la casa, apoyando la oreja contra las paredes y el piso escuchando vaya a saber qué. Pero es también capaz de elaborar una teoría sobre la materia y sus infinitas posibilidades (“El tratado de los maniquíes”) o entregarse a los pies de mujeres sádicas y poderosas. En este caso la madre, las mujeres de la tienda, pero sobre todo Adela, la mucama a la que le basta levantar un dedo para que el padre obedezca.
Hay otros relatos (“La calle de los cocodrilos” y“Las tiendas de color canela”) que son viajes luminosos. El niño, despegado de los padres (los dejó y anda recorriendo las calles del pueblo), se deja guiar por la noche y se adentra en otros mundos para al fin experimentar una revelación de la belleza y sus posibilidades. Y entonces ese madurar hacia la infancia es lo que obliga a sacudirse el letargo, no dejar que la vida transcurra. “La masa fluye de manera uniforme y –cosa extraña– siempre se la ve en forma de figuras borrosas que avanzan entre un barullo suave y confuso, sin llegar a alcanzar una claridad total. Solo a veces logramos distinguir en esa aglomeración de cabezas una mirada viva… .”
Los padres de Schulz eran judíos –comerciantes de telas– aunque no cultivaron las tradiciones y en la casa hablaban polaco. Sin embargo él hablará a la perfección alemán, ruso, yiddish, y será un gran lector y autodidacta. Además Schulz dibujaba de una manera que llamaba la atención y siendo joven intentará estudiar arte, pero la muerte del padre y la Primera Guerra lo obligarán a hacerse cargo de su familia y es así que termina siendo profesor de dibujo. Sin embargo, llegará a publicar ilustraciones, ex libris y bocetos. Ilustrará Ferdydurke de Witold Gombrowicz de quien será amigo (también lo será de Thomas Mann). Su serie de grabados El libro idólatra hasta hoy es admirada mundialmente y asociada con su literatura por su extrañeza y genialidad. También por esas mujeres desnudas látigo en mano, que tumbadas en sillones se dejan venerar por hombres débiles, casi insectos, a sus pies.
El final es triste. Schulz termina pintando murales en el comedor y la habitación de los niños de la casa de un hombre de las S.S. llamado Landau. Era su protector dentro del gueto de Drohobycz cuando su pueblo fue ocupado por los nazis en 1939. El oficial tenía un enemigo llamado Günter. El 19 de noviembre de 1942, cuando Schulz estaba a punto de huir con documentos falsos, Günter le pega un tiro en plena calle para vengarse de Landau. Luego va a la casa de su enemigo y le dice: “He matado a tu judío”. Y Landau contesta: “Entonces ahora mataré al tuyo”.
Grandes autores de hoy no sólo admiran a Bruno Shulz, sino que lo señalan como influyente en sus obras. David Grossman, en su ensayo Libros que me han hablado, señala: “Schulz escribió poco pero en cada una de sus páginas estalla una vida desbordante. Nos enseña en sus escritos, la vida de la vida, la vida al cuadrado”. También, J. M. Coetzee de sus relatos: “Son producciones únicas y sorprendentes, que parecen venir de la nada”.
Schulz narra un mundo impreciso que necesita de un lector que se deje tomar por lo que no tiene razón ni busca un objetivo. Que simplemente, es. Como un cuadro. Porque también Schulz pinta cuando escribe. Y eso es una bendición para el lector que se deje bendecir. Para aquel dispuesto a dejarse atravesar por un enigma y acceder a un otro lugar, más cargado de sentido, inspirador.
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