libros

Domingo, 12 de junio de 2016

GEORGE PACKER

EL PAÍS DE LA BURBUJA

Tanto se habló del fin del sueño americano y de la decadencia del imperio que, al parecer, finalmente llegó. Fue, según el relato de George Packer, un derrumbe lento, o como señala el título de su libro, ganador del National Book Award de 2013, El desmoronamiento. Packer se dedica a seguir la vida de un puñado de personas, algunas famosas, otras anónimas, entre 1978 y 2012, los años en que los Estados Unidos abandonaron paulatinamente la matriz industrial y productiva para convertirse en una sucesión de burbujas especulativas.

 Por Federico Reggiani

“Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a primera vista, y frustra la expectación contra las ideas recibidas, y no obstante este disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces, regular siempre”. Así le escribía Sarmiento a Valentín Alsina sobre su experiencia norteamericana. Algo de esa fascinación incrédula aparece todavía en toda mirada latinoamericana que pueda sustraerse a formas infantiles de antimperialismo a la hora de mirar la complejidad de los Estados Unidos de América.

Los viajes de Sarmiento a los Estados Unidos corresponden, sin embargo, a tiempos en que ese experimento económico, institucional y tecnológico estaba naciendo, y con él los modos en que la población se entendía a si misma: el nacimiento del american way of life. El tiempo pasa, y se sabe que más tarde o más temprano los imperios caen, aunque la caída no necesariamente sea abrupta, evidente ni definitiva. En ocasiones, sería más preciso decir que los imperios se desmoronan.

Con El desmoronamiento, George Packer ganó el National Books Award en 2013, lo que prueba que anunciar desastres es siempre un emprendimiento redituable. Sin embargo, Packer no se entrega a predicciones, análisis morales y generalizaciones históricas, sino que se dedica a seguir las vidas de un puñado de personas entre 1978 y 2012; los años en que el sueño americano se convirtió, para muchos, en un sueño literal: lo contrario de la realidad. El libro sigue las vidas de algunos ciudadanos anónimos como un “cuadro” de Joe Biden, un agricultor devenido en evangelizador del biodisel, la hija de una heroinómana que se convierte en lider de su comunidad, un gurú de la tecnología e incluso la vida y muerte de toda una ciudad, intercalados con retratos de famosos como Raymond Carver, Newt Gingrich o Colin Powell; el fundador de Wall Mart, el rapero Jay-Z, o el presidente del Citigroup. El modelo narrativo que Packer homenajea en los agradecimientos finales es el de la Trilogía de Nueva York, de John Dos Passos. Sin embargo, el collage de vanguardia se limita a un par de páginas al inicio de cada capítulo, que sirven como introducción al año elegido para resumir una época. El resto del libro apuesta a la legibilidad y a la precisión que suelen caracterizar al mejor periodismo norteamericano, y recuerdan, sobre todo, a algunas series recientes. Los Estados Unidos de El desmoronamiento aparecen también en el Baltimore de The Wire y en la Nueva Orleans de Treme. Packer comparte con David Simon la empatía con sus personajes –aún con aquellos que tienen todo para desagradarnos–, el gusto por las historias corales y la idea de que las instituciones son monstruos que exceden a sus ocasionales conductores humanos y que suelen pasar por encima de las personas con la indiferencia de una catástrofe natural.

Los treinta años que narra El desmoronamiento son aquellos en que algo se quebró en los Estados Unidos. Según ha resumido Packer en un reportaje, son los años en que se deshizo “el contrato que decía que si trabajabas duro y eras esencialmente un buen ciudadano iba a haber un lugar para vos, no sólo un lugar económico, no sólo ibas a tener una vida segura y tus hijos iban a tener la chance de tener una vida mejor, sino que serías de alguna manera reconocido como parte de la fábrica nacional”. Ese quiebre explica el presente. En una reciente nota sobre Donald Trump publicada en The New Yorker, Packer dice que “la declinación de las instituciones y las costumbres americanas, de Wall Street al Senado a los noticieros al mundo de twitter, hacen que la candidatura de una celebridad proto-fascista sin control de sus impulsos sea no sólo posible sino de algún modo inevitable”.

Más allá de las metáforas fabriles, parte del problema fue justamente la destrucción de las fábricas norteamericanas y en general la sustitución de la producción de bienes (industriales, agrícolas) por la fabricación de dinero. Una de las historias centrales del libro es la de Tammy Thomas, una chica afroamericana, hija de una heroinómana, criada por una bisabuela que, “con su miserable empleo como sirvienta, cocinera y mujer de la limpieza, del que nunca se jubiló, había comprado una casa”. De hecho, esa casa funciona como una suerte de símbolo del desmoronamiento del que habla el libro. Si había sido el resultado del esfuerzo de una trabajadora, termina abandonada en un barrio deshecho por la miseria, las drogas y el crimen. Es sobre todo el símbolo de una movilidad social que se convirtió en una quimera. En uno de los episodios más conmovedores de un libro tan poco dado a las situaciones patéticas como a los juicios explícitos, la bisabuela llora cuando su bisnieta queda embarazada: tenía esperanzas de que Tammy fuera el primer miembro de la familia en terminar la secundaria. La historia de Tammy tiene un final relativamente feliz: ella pudo llegar a la universidad, pudo librarse de la pesadilla de depender de la beneficencia estatal, “sus hijas no quedaron embarazadas y su hijo no terminó en ninguna pandilla”. Pero aquello que venturosamente no se cumplió para ella se cumplió para su ciudad, Youngstown. Un día de septiembre de 1977 cerró la principal acerera de la ciudad, y en poco tiempo cayeron 40.000 puestos de trabajo: la ciudad perdería la mitad de sus habitantes en un par de décadas, y perdería sobre todo su sentido de comunidad, la idea de que sus habitantes no viven solos.

La soledad del norteamericano medio es probablemente la sensación más consistente que deja el libro. El esfuerzo y el fracaso no están unidos a una red de contención familiar, laboral, sindical, barrial, estatal. Nada, salvo el esfuerzo y la voluntad, que para enormes zonas de las clases bajas y medias han dejado de ser condiciones suficientes para el progreso. Quizás en el otro extremo de la dura historia de Tammy Thomas está la de Peter Thiel, el niño prodigio que se convierte en uno de los fundadores de Pay Pal, accionista original de Facebook, fundador y redactor de revistas conservadoras, millonario sobreviviente de la burbuja de las punto.com y gurú del desarrollo tecnológico y la desregulación extrema y cuasi anarquista de los mercados. En su visión, Pay Pal era un modo de dar a los ciudadanos mayor control sobre sus divisas, y el progreso del sector informático se debió a que, al estar ultra regulado todo lo que tiene que ver con los objetos, sólo es posible hacer cosas en el mundo de los bits.

Thiel surfeó el desmoronamiento para convertirse en un multimillonario, pero construyó en su madurez un diagnóstico pesimista. “1973 fue el último año de la década de 1950”, declaró. El año en que la ciencia y la tecnología se atascaron, se rompió un modelo de crecimiento, terminó el optimismo. Comparado con los viajes a la luna o el avión supersónico, un smartphone es una creación menor. La sucesión de burbujas (la de los bonos, la tecnológica, la de la bolsa, la de los mercados emergentes, la inmobiliaria) fue el indicio de que algo marchaba mal. Los salarios no hacían más que bajar, el precio del petróleo y los alimentos subía: todas las empresas en las que Thiel había invertido empleaban menos de mil quinientas personas en total. “Cuando no hay progreso aparecen cambios que aturden”. En un encuentro con Mitt Romney, el candidato republicano en 2012, Thiel dictaminó que ganaría el candidato más pesimista. Que sería un error tachar a Obama de incompetente y decir que las cosas mejorarían si cambiara el presidente. Ya casi nadie creía que la siguiente generación pudiera vivir mejor.

Algo que llama la atención en varias de las biografías que elije Packer es la variación en las identidades políticas, que la distancia y la ignorancia podrían hacernos ver como incompatibles. También ilumina acerca de cierta versión estereotipada de lo que significa ser republicano o demócrata. Una de las biografías de “famosos” que interrumpen cada tanto el desarrollo de las vidas anónimas es la de Elizabeth Warren, “una buena chica de Oklahoma”, senadora demócrata por Massachusetts, profesora de Derecho especializada en quiebras, militante contra los abusos del sector financiero que hicieron estallar la economía mundial en 2008 y hoy feroz opositora contra Donald Trump. Podríamos imaginar a la distancia que se trata de una liberal con un pasado cercano a la contracultura y algún porro fumado en la Universidad, pero sus padres eran metodistas conservadores empobrecidos y obsesionados por la educación de sus hijos y Elizabeth se afilió al Partido Republicano en 1978. Por esos años creía que, si muchos norteamericanos terminaban ante el tribunal de quiebras, era porque eran un montón de tramposos: contra sus prejuicios, descubriría que la mayoría de los quebrados eran trabajadores de clase media y que eran demasiado responsables en un país en que el tejido normativo se dehilachaba para favorecer al sistema financiero. Y Wall Street es transversal a ambos partidos. Elizabeth Warren “había llegado al radicalismo, como muchos otros conservadores antes que ella, al ver que las instituciones que habían sustentado el estilo de vida de siempre se hundían”.

La crisis de las hipotecas subprime es el climax del libro: el momento en que todo ese desmoronamiento de las instituciones se hace visible en una catástrofe que, además, no parece ofrecer enseñanza alguna al establishment. Uno de los “personajes” del libro es la ciudad de Tampa, a la que la burbuja inmobiliaria convirtió primero en la ciudad del futuro y luego en un páramo parecido a los restos de un bombardeo, lo que bien podría ser otro modo de pensar el futuro. Los capítulos dedicados a la burbuja inmobiliaria son los más complejos y los más desesperantes, y es buena idea leerlos después de ver la muy pedagógica La gran apuesta, la película de Adan McKay en que Hollywood vuelve a pelearse con Wall Street.

Packer es bastante austero a la hora de adjetivar. Entre sus biografías hay dos “hombres institución”: el Secretario de Estado de Bush, Colin Powell, y el Secretario del Tesoro de Clinton (y ejecutivo de Goldman Sachs, y presidente del Citigroup), Robert Rubin. En ambos casos, los textos sólo se perciben como irónicos, e incluso como amargamente sarcásticos, cuando se entiende la contradicción entre los valores declamados y las políticas que eligieron o se vieron obligados a adoptar. Así, Powell termina su carrera de héroe impoluto sirviendo a las mentiras que justificaron la Guerra de Irak. Así, Rubin, que “en el fondo era un demócrata, pues le preocupaban las penurias de los pobres”, será funcionario “en el período de mayor desigualdad hereditaria que hubiera vivido el país desde la llegada del siglo XIX”. Su biografía termina dibujándolo como una triste figura nerviosa, que intenta presentarse sí mismo ante un comité de investigación con un fantoche sin capacidad de decisión.

El desmoronamiento. George Packer Debate 528 páginas

El desmoronamiento es un libro suavemente paradójico. En principio, en la edición original, el subtítulo –convertido en un más explicito “treinta años de declive americano” en la edición en castellano– propone al libro como “una historia íntima de la Nueva Norteamérica”, pero esa historia profunda no ofrece un panorama explicativo, sino un collage de vidas que se ofrecen para que en la lectura se reconstruyan las conclusiones. Por otra parte, detrás de ese desmoronamiento subsisten restos de ese optimismo de la voluntad que asociamos a los Estados Unidos. Es curioso que sean los pobres y los trabajadores los que se sostienen en luchar y los que finalmente progresan, mientras que los que están más cerca del poder –el asesor político que termina descreyendo de la política, el gurú tecnócrata que invierte en investigar su inmortalidad– son los que no pueden salir del pesimismo. Finalmente, las figuras que viven en ese mundo que se desmorona no nacieron en una edad de oro, sino, también, en un mundo durísimo, en “una vida dura, obtusa e inmisericorde”: como diría Marx, viven “en las aguas heladas del cálculo egoísta”, y también un fascinante disparate.

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GEORGE PACKER, EL AUTOR DE EL DESMORONAMIENTO
 
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