PABLO PLOTKIN
En Un futuro radiante, su primera novela, Pablo Plotkin imaginó una distopía apocalíptica matizada con las historias familiares y cotidianas de unos hermanos cuya unión filial recuerda que, antes del desastre hubo un tiempo que fue, si no hermoso, al menos tolerable.
› Por Fernando Krapp
Hace varios años atrás, se llevó a cabo una de esas entrevistas generales a escritores, científicos, políticos y destacados miembros del pensamiento humano (aunque en su mayoría fuesen escritores, la verdad) para que dijeran cuál, de todas las canciones y obras musicales, es la más triste de la historia. Las respuestas fueron variadas y con alto valor sentimental. Algunas cancheras, otras obvias. Si la pregunta hubiera estado dirigida al periodista Pablo Plotkin, su novela Un futuro radiante habría sido seguramente su respuesta.
La novela narra una canción del futuro, o bien, de un presente alterado, levemente desenfocado. Como viene ocurriendo en gran parte de la narrativa argentina de estos días, y que la editorial Random House pareciera reflejar en parte desde su catálogo con libros como Cataratas de Hernán Vanoli y Las constelaciones oscuras de Pola Oloixarac, el relato serpentea entre un presente distópico, y por momentos en un futuro paratópico. A diferencia de las dos novelas mencionadas, la ópera prima de Plotkin se apoya en un verosímil sensible a ciertos consumos culturales más o menos generacionales. Si en Vanoli (como en Oloixarac), el futuro-presente se daba por un efecto de escritura, la impresión de irrealidad, una lente empañada con la que observar el fenómeno de lo real, en Plotkin (como en Plop de Rafael Pinedo) lo real es el desierto de las consecuencias.
¿Cuáles fueron los actos para semejantes consecuencias postapocalípticas? Son difusos. Una serie de explosiones que cambiaron la geopolítica de la ciudad y sus comportamientos, agrupando a los porteños en bandos, pistoleros, linyeras y ambientalistas extremistas. Esos grupos enfrentados van definiendo a lo largo del relato un nuevo líder y un nuevo modo de organización, donde el narrador en primera persona va a jugar un papel clave en las coaliciones junto con su hermano Dubi. Mientras tanto, por el cielo vuelan palomas infectadas con un enfermedad extraña, los perros destrozados deambulan por las calles desiertas, algunos grupos parapoliciales patrullan la ciudad, y la gente se escapa o se re agrupa en casas, los linyeras apuran los días con el “derramadito”, una especie de paco líquido, que les borra no solo los dientes sino la vitalidad.
El relato avanza con la voz del narrador, por momentos con un lenguaje muy actual, orquestando diálogos donde se combinan expresiones de un coloquialismo noventoso (“calás”, “man”, “chabón”, etc.) con lecturas del presente impuesto en la lógica del relato. En contraste con la parte apocalíptica, se cuenta en paralelo (en montaje paralelo casi, de capítulo a capítulo) la historia del narrador previa al desastre, o podríamos decir, otro tipo de desastre: del macro infierno al micro infierno. La relación con su hermano Dubi, un perdedor a conciencia que recibe de arriba una casa de su amante de 65 años. Su paternidad nunca deseada con una brasilera. Sus andanzas como asesor económico para el marido de una vedette. Mientras avanza hacia el destino inexorable de la infección en la ciudad y todo su sistema de compra y venta se le va de las manos. Este aspecto de la narración toma otro tipo de matriz, a las metáforas surrealistas de las castas y los desplazados, al estilo ballardiano eco-ilógico de Hola América, se le impone una forma neurótica de la man-lit, con sus gustos musicales, sus monoambientes y sus sueldos para la pequeña quintita narcisista: el sabor agridulce por los detalles de unos pocos metros cuadrados. Las dudas, los miedos, las masturbaciones y los golpes de realidad que siempre dejan un retrogusto a nostalgia. Todas esas pequeñas delicias que contribuyeron a un tipo de masculinidad de fin de siglo, muy urbana y hedonista, en las antípodas del macho porteño de barrio, amante de los fierros y de Bruce Willis.
De a poco, se relaciona la vida del narrador y de su hermano con un pasado de éxito musical. Recuerdan una zona dorada de la música beatnik en la Argentina, donde el dúo Mamushkas supo penetrar los corazones de galleta de los porteños. El dúo estaba compuesto por la tía Rosa de los hermanos y su Bobe. Mientras el narrador y su hermano Dubi avanzan por la ciudad arrasada, el pasado los va uniendo nuevamente en una historia sentimental. Los gustos compartidos, las canciones de la Bobe hechas exitazos nacionales, los pósters en las paredes del dúo en la oficina de un linyeras, van marcando rasgos de pertenencia para un territorio ajeno. Ese futuro ignoto como el presente mismo que nos toca vivir día a día, encuentra un poco de descanso en algo de luz filial. Porque como dijo Leonard Cohen, en una canción bastante triste, hay una grieta en todo: así es como entra la luz.
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