Domingo, 16 de octubre de 2016 | Hoy
EN FOCO > JAMES STEPHENS
Cien años atrás tuvo lugar el alzamiento de la Pascua de 1916, piedra fundacional de la independencia de Irlanda. Nada fue sencillo pero, por sobre todas las cosas, fue una gran sorpresa, un levantamiento que con el correr de los días demostraría que iba en serio. Entre los sorprendidos se encontraba el poeta y escritor de textos filosóficos James Stephens, también empleado de la Galería Nacional. No tomó las armas pero se le ocurrió escribir un diario, La insurrección en Dublín, publicado ahora por Ediciones Godot, que se convertiría en uno de los más notables y perdurables testimonios de aquellos días revueltos y heroicos.
Por Sergio Kiernan
Uno se levanta a trabajar medio que fastidiado porque es feriado pero te toca, como le toca a los empleados de museos. James Stephens se levantó así el lunes de la Pascua de abril de 1916, desayunó y se fue a su empleo público como uno de los directores de la Galería Nacional de Irlanda, el museo de artes de Dublín. Para el mediodía se le había pasado la fiaca, el sueño y el fastidio, porque ese lunes sería inolvidable, marcante: en el nombre “de Dios y de las generaciones muertas”, los Voluntarios Irlandeses se habían alzado en armas contra el poder británico, estaban tomando edificios estratégicos de la capital y haciendo correr la primera sangre de una revolución que iba a despertar ecos en el mundo entero. Por suerte para nosotros, Stephens no era un empleado público cualquiera sino un poeta, un nacionalista afiliado al Sinn Feinn desde 1907 y un hombre tan literario que mentía su fecha de nacimiento para decir que tenía el mismo cumpleaños que James Joyce. Stephen no estaba entre los cuadros armados, con lo que hizo lo que tenía que hacer, escribir un diario de esa semana tremenda.
La insurrección en Dublín es un libro que araña las cien páginas y que hizo famoso a su autor. Como la mayor ciudad de Irlanda quedó demolida después una semana de rebelión y como ya había periodistas y fotógrafos, mayo de 1916 vio una explosión de álbumes conmemorativos, souvenirs siniestros con ruinas y prisioneros, donde lo que no se había fotografiado se dibujaba. Estos artefactos eduardianos tienen un cierto interés visual –varios se reeditaron en facsímil para el reciente Centenario– pero el que aportó Stephens es el único que se sigue leyendo y sigue valiendo la pena leer. El hombre no sólo sabía escribir sino que sabía ponerse en el lugar exacto del testigo comprometido, alguien al que la historia zamarrea pero entiende qué está pasando. Ediciones Godot nos trae una muy buena traducción de Matías Battistón, que aporta una introducción contando los puntos principales del conflicto, como para ubicarse.
Y es necesario, porque la situación política de los irlandeses en medio de la primera guerra mundial era de lo más bizantino. El país había cerrado su terrible siglo 19 con algo más de la mitad de la población que tenía en 1800, gracias a la Gran Hambruna de 1846-1850, que mató a un millón y echó del país a más de un millón. Más que parte del Reino Unido, más que una causa nacional, Irlanda era una desesperación compartida, algo insoluble. Pese a todo, se había formado un partido de masas y se había producido un Renacimiento Cultural que hasta logró rescatar la vieja lengua nacional de la extinción inminente. De hecho, la primera década del flamante siglo veinte había traído una novedad, la del inusitado empate en el Parlamento de Londres y el arranque de una era de gobiernos de coalición. El bloque de diputados irlandeses se encontró de golpe con la capacidad de negociar su voto y hasta voltear gobiernos. El precio era claro y añejo, la autonomía política de Irlanda, la restauración de su propio Parlamento cerrado en 1800, la paridad política con Canadá o Australia. En 1914, pataleando y a disgusto, Londres se había resignado a enviar una ley de autonomía y se había comprometido a pilotearla para que esta vez –y era la tercera– fuera aprobada. El Kaiser le salvó las papas invadiendo Bélgica y el proyecto quedó para las calendas griegas.
Para ese momento, Irlanda estaba armada y llena de orgas. Habían empezado los protestantes del Ulster, convencidos que iba nomás a haber una autonomía y que iban a quedar como minoría en un país “papista”. Así, habían fundado los Voluntarios del Ulster y, con la más abierta y clara complicidad del gobierno, se habían armado y comprado uniformes. En el sur respondieron con los Voluntarios Irlandeses, una estructura que llegó a tener cien mil afiliados pero muy pocas armas, ya que la policía súbitamente se acordó que era ilegal comprarlas y tenerlas. Cuando el rey le declaró la guerra a Alemania, el Partido Nacionalista irlandés decidió que la autonomía se podía obtener con un “sacrificio patriótico” y prácticamente todos los Voluntarios se enrolaron en el ejército. Paradojas de la historia, otra vez los irlandeses iban a comprar una promesa británica, por adelantado y sin garantías, con su sangre.
Pero no todos los Voluntarios se fueron a la guerra. Una minoría se quedó con las armas y la estructura, y una minoría dentro de esa minoría planeó el levantamiento. Ese lunes feriado de 1916, gente de traje o de uniforme verde, con Mausers al hombro, tomó edificios estratégicos de Dublín, izó la bandera rebelde verde, blanca y naranja, y declaró una República que prometía la propiedad social de la tierra, el voto a las mujeres y la plena igualdad a todas las religiones. El millar de alzados era una mezcla de maestros de escuela, sindicalistas, católicos conservadores y socialistas de las que sólo se ven en las causas nacionales. Lo que no había realmente era una estrategia militar más allá del gesto de tomar un edificio y resistir todo lo posible.
Stephens va y viene por la ciudad en guerra, a veces esquivando balas, viendo morir gente dentro de edificios bombardeados hasta el escombro e incendiados, viendo tiroteos cara a cara, visitando las tiendas saqueadas. El relato es literalmente día por día, sin beneficio de lo que se supo después, impresionista y fragmentario, lleno de rumores recogidos para mostrar la falta de información y de diarios en esos tiempos sin radio ni TV. Dublín se va paralizando de a poco, sin alimentos ni transportes pero, curiosamente, siempre con alumbrado público. Los itinerarios del autor son siempre los mismos: de casa a pie a la Galería, tal vez el único ente público donde todo el mundo fue a trabajar, como para cuidar los tesoros de la nación; de ahí a las posiciones rebeldes más cercanas, a ver cómo iba la batalla; finalmente de vuelta a casa, parando en las plazas para escuchar nuevos rumores y, quién sabe, algún dato cierto.
Además de su buena prosa, este diario revela algunos temas muy importantes de esta revolución que empezaba. El primero es el de la sorpresa, que finalmente ocurra lo tantas veces prometido, amagado, amenazado. Es una sensación compartida por los ingleses, que no reaccionan hasta pasado un día de las tomas, por los civiles que van a visitar las trincheras y por los mismos voluntarios, que hacen guardia con cara de qué estamos haciendo. Cuando comienzan en serio los combates, cuando Stephens ve en el centro los primeros chicos muertos a cañonazos ingleses, aparece un segundo tema: en medio del desastre, la sensación de orgullo de que estos locos van en serio, que esta no es la típica chirinada irlandesa que dura un día: “Casi se percibe una sensación de gratitud hacia los voluntarios por haber logrado aguantar este tiempito, ya que si los hubieran vencido al primer o segundo día la ciudad se habría visto humillada hasta el alma”.
Stephens termina su diario con un balance de la revolución naciente. Señala que tantos se sintieron más irlandeses que súbditos británicos al ver compatriotas combatiendo, y que el sacrificio de sangre caló hondo. También alcanza a marcar que los fusilamientos de prisioneros, que liquidaron a los líderes del alzamiento, son el momento en que Irlanda comienza a liberarse. Y termina con una profecía que se cumplió: “Los voluntarios han muerto y ahora el país clama por voluntarios nuevos”. Esos iban a aparece, y de a muchos, en 1919. En un par de años, Irlanda era República.
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