Dom 15.06.2003
libros

EL OFICIO DE ESCRITOR

Los negros al poder

Novelas pornográficas, biografías más o menos falsas, libros de cocina, predicciones astrológicas, avisos publicitarios, fotonovelas, guiones de cine, televisión clase B y hasta periodismo amarillo: toda una literatura escrita al ritmo de las necesidades del sustento diario, pero que sus cultores reivindican como una práctica gozosa.

Por Lautaro Ortiz

Sin nombre y sin rostro, la “literatura paralela” producto del encargo transita la delgada línea entre ficción y realidad. Todo es posible en la escritura por contrato, puesto que el pudor se esconde detrás de la máscara de lo anónimo. Desde ese lugar invisible los escritores hacen pie en un terreno minado por historias que, posiblemente, jamás habrían de contar. Al fin y al cabo estos oficios terrestres –pedazos de biografías- se convierten en una gran lupa para leer aspectos de sus obras, si se tiene en cuenta que, en mucho casos, han sido tomados como materia viva para el lenguaje: la predicción y la revelación de la poesía de Olga Orozco puede rastrearse hasta en la escritura de horóscopos que hizo la poeta pampeana para la revista Para Ti y Clarín, así como el concepto de trabajo está marcado a fuego en la obra de Enrique Wernike, quien peleó la vida entre la fabricación de soldaditos de plomo y la escritura de slogans publicitarios.
“Esclavos negros en las plantaciones de la literatura” –como los llamaba el visionario Lichtemberg–, los escritores que aceptan el desafío de crear por encargo en ocasiones hasta encuentran el disparador para sus propias obras: cómo no recordar frente a las páginas de El jugador de Fedor Dostoievski que el ruso la escribió en sólo dos semanas para pagar deudas de juego, o cómo olvidarse del incontenible Boris Vian, capaz de convencer a cualquier editor de que le otorgara un suculento adelanto fundado en su habilidad para redactar en una semana novelas de éxito como Con las mujeres no hay manera, o la serie de textos que firmó con el seudónimo de Vernon Sullivan.
“El asunto es ganar el condumio”, sentenció alguna vez Augusto Roa Bastos al recordar sus 22 años de exilio en nuestro país, trabajando como conserje en un hotel alojamiento y escribiendo guiones para algunas películas olvidables. Eso mismo habrían dicho los escritores españoles exiliados en argentina en la década del ‘40 (María Teresa León, Rafael Alberti, Francisco Ayala, Rosa Chacel) si alguien los hubiese interrogado acerca de cómo era eso de escribir a destajo para la industria editorial local. Convocados para que hablaran sobre la intimidad de esos trabajos “impuros”, diez escritores argentinos abren la puerta de la trastienda y cuentan cómo es vivir a salto de letra.

Secretos y mentiras
A principios de 1990, el narrador y periodista Hernán López Echagüe recibió a través de un amigo el encargo del empresario E. S. “El hombre -refiere Echagüe– había sido banquero en tiempos de la dictadura, y funcionarios de Martínez de Hoz lo habían conducido a la bancarrota. Quería contarlo todo. Pactamos un pago: cuatro mil dólares, dos mil en el momento y el resto contra entrega del original. Prestar mis palabras a un desconocido a cambio de una buena cantidad de billetes se me antojó un delito menor. Me hundí entonces en las espesuras de la tragedia ajena; vestí las ropas de ese hombre, me metí en su pellejo y en su pasado reciente. Estuve al frente de un banco, ocupé un despacho suntuoso, en mi residencia de Punta del Este recibí amigos y políticos, ofrecí créditos, impulsé inversiones, me reuní con autoridades económicas detestables, almorcé en el Alvear con personajes demoníacos, vendí y compré propiedades, proyecté edificios, me hice una escapada a París, de allí a Nueva York, amé como pocos lo han hecho el modelo económico norteamericano, y fui un auténtico peronista, de esos que añoran la comunidad organizada, los planes quinquenales y los pies dentro del plato. Hasta que me quitaron el banco y quebré. Y punto final al libro. Retomé mi personalidad, entregué al empresario el original del libro, y ocurrió lo inesperado: no me quiso pagar los dos mil dólares que faltaban y habíamos pactado como caballeros.” Distinto es el caso del narrador platense Gabriel Báñez —autor, entre otras novelas, de Paredón, paredón—, quien encarnó una galería de personajes que bien podrían formar parte de su narrativa: “En la época del incipiente y falaz destape argentino fui Samantha Evans, la autora de cuentos eróticos para la revista Shock. También hice de negro literario para un importante empresario del acero y fui su voz redentora en la autobiografía donde expiaba culpas, luego de mandar a la quiebra a empresa y obreros. De ahí pasé a opinar sobre el conductismo y otras técnicas ligadas a la psicoterapia. En la piel de Albión Pereda confeccioné un par de revistas empresariales para una tarjeta de plástico. Hice asimismo, pero como Ibáñez, el libro de Córdoba para la campaña de Angeloz en esa provincia. Y mi curriculum mercenario se completa como la Dra. Miriam Balbuena, sexóloga radial. Sigo pensando, sin embargo, que Ibáñez es mi verdadera voz. De todos modos, con la I o sin la I en el apellido, siempre viví a costa de la palabra”.
La narradora Ana María Shua asegura que nunca supo ganar dinero de otra manera que no fuera a través de la palabra escrita. Por eso, cuando le pidieron escribir una novela erótica no lo dudó, aunque la firmó como hombre. La obra por encargo, sin embargo, tomó rumbos inesperados: “Recuerdo que Rolando Hanglin hasta la recomendó en su programa radial. Encantadísimo con el tono machista del supuesto autor, le hizo un reportaje a mi marido por un celular, mientras yo intervenía diciendo disparates y fingiendo ser la musa del novedoso narrador”.
Quien destina tiempo completo a sus trabajos paralelos a la narrativa es Sergio Bizzio, autor de varios novelones televisivos: “Desde hace 12 o 13 años, cuando escribí el primer programa, he redactado hasta el momento un número ínfimo de páginas de literatura en comparación con la montaña que dediqué a la TV. Sin embargo, no encuentro ningún efecto contaminante entre la confección de un guión y la literatura, ni siquiera en estos meses, en que estuve trabajando en dos programas (‘Malandras’ y ‘La familia Potente’)”. El autor de Planet asegura que el tiempo utilizado en los trabajos por encargo se recupera “si al final de la línea me espera un cuento”. A pesar del entusiasmo con sus dos nuevos proyectos (uno con Adrián Caetano y otro con Diego Kaplan) el desempleo siempre está latente: “En el tiempo libre entre un programa y otro, ahí donde la literatura sonríe, yo tiemblo”.

Como el cazador pobre
Autor de varias novelas de culto, partícipe del movimiento surrealista argentino, para el poeta Julio Llinás su trabajo con la palabra esta íntimamente ligado a sus vivencias: “La palabra fue una herramienta más para subsistir”, dice. Y agrega: “Además de publicidad, redacté una autobiografía de un reconocido periodista y relator de fútbol y hasta di forma a aburridos artículos sobre diseño industrial”. Mientras da los retoques finales a su nuevo libro Brevedades, reflexiona: “Escribir a pedido es una aventura ciega muy ligada a esa otra llamada poesía”.
El cuentista Isidoro Blaisten rescata de sus innumerables oficios la experiencia: “A pesar de las largas horas que me insumieron esos trabajos, creo que la exigencia de tener que escribir determinadas líneas y ninguna más me ayudó a la hora de crear relatos”. El autor de Cerrado por melancolía, además de redactar crónicas policiales, fue la voz oficial de un tarzanito argentino en la revista Billiken: “Debía contestar las cartas a los lectores de Tarzán a través de una campaña publicitaria de Toddy. A veces tenía que escribir demasiadas. Recuerdo que en un concurso de cuentos desde la revista dediqué una frase fulminante a una joven escritora, que tiempo después conocí: Vlady Kociancich”.
Un caso inverso es el narrado por la periodista Silvina Walger, quien dio forma y contenido a un trabajo de investigación sobre la frivolidadmenemista como consecuencia de un encargo: “Antonio Gasalla me contrató para hacerle un resumen de la realidad política argentina que luego utilizaría en su monólogo televisivo. Tenía tantos datos sobre los funcionarios menemistas que Gasalla me dijo: `¿Por qué no escribís un libro con todo eso?’, y de aquella sugerencia nació Pizza con champagne”. Los antecedentes laborales de Walger como fichero viviente no terminan aquí; también elaboró resúmenes sobre personajes públicos para que Horangel confeccionara sus predicciones en Los 12 del signo.

Sobrevivir en el exilio
La otra cara de la literatura por encargo puede rastrearse en los años del exilio de los argentinos. Conseguir trabajo era tarea primordial y además se trataba de interrumpir por un instante ese desolador silencio creativo que impuso la última dictadura militar. El estímulo de la palabra podía llegar de cualquier lado: mientras el periodista Horacio Verbitsky lo buscaba escribiendo libros de cocina judía, el cineasta Eduardo Mignogna —en Madrid— adaptaba cuentos al formato de historieta, escribía avisos comerciales y se metía de lleno en la redacción de guiones para cine y televisión de poco valor.
Quien recuerda con detalles aquellos años es el poeta Horacio Salas, autor de 12 cuadernillos astrológicos que llegaron a vender 600 mil ejemplares en España. “Fue un trabajo para el sello Sedmay. Me dieron 20 días y 48 páginas para cada signo. Salí desesperado y me compré cinco libros sobre el tema.” Entre otros pedidos, el desafío mayor fue escribir una novela pornográfica: “Yo tenía que adelantarle al editor los capítulos y, al mismo tiempo, soportar sus reclamos: `¡Hombre, más paja, más paja!’, me decía. Era una historia muy loca, sobre una monja en tiempos de la guerra civil. Por aquel entonces escribir era una dosis de anestesia para apaciguar el destierro”, concluye.
Fiel a su vocación de viajero, el poeta Jorge Boccanera se ganó la vida, entre otros oficios, escribiendo para la revista de viajes Pasaporte 2000, durante su exilio en México. A pedido de su amigo, Eduardo Molina y Vedia, Boccanera fue el encargado de armar notas a partir de fotografías y bibliografía que iban dejando sobre su escritorio. “Se suponía que eran escritas desde el lugar de la acción”, dice. Oculto bajo seudónimos como Raúl Otagaray, el poeta anduvo “por los monasterios rumanos de Bucovina y las islas Cícladas del mar Egeo”, y en el cuerpo de Víctor Englebert se trasladó “con el pueblo nómade de los bororos entre Níger y Nigeria”. Tiempo después se perfiló como cronista de shows eróticos en centros nocturnos internacionales: “En París describí el ritual de Lova Moor, una nórdica que bailaba en el Crazy Horse, las piernas interminables de Elsa Manet (una mujer infernal flotando en las tablas del Casino) y la sacerdotisa del Moulin Rouge, Watusi, una vedette negra brasileña publicitada como africana. Recuerdo un strip tease colectivo en el Rip Off del teatro Montmartre, y a Ulla Tempest, la chica de Hamburgo, desnudándose en el cabaret Le Milliardaire. Describí a la Tempest con forma de relato futbolístico, como si me detuviera en cada una de esas jugadas que van anunciando el gol”.
Gutiérrez a secas, la reciente novela de Vicente Battista, tiene como protagonista a un personaje que escribe libros por encargo. La misma tarea que el autor debió realizar para el sello Bruguera durante su exilio en Barcelona. Con el nombre de Tomás Baeza escribió, en una Olivetti destartalada, títulos como La cábala, El Diablo en 25.000 palabras y Sectas y sociedades secretas, mientras relataba historias de policías y ladrones que obligatoriamente transcurrían en Nueva York, Los Angeles o Chicago. Los secretos de escribir rápido y cobrar cuanto antes se los enseñó Alejandro Vignatti: “Me habían encargado un libro sobre sectas. Vignatti me prestó un viejo volumen, fechado en el 1900 y me dijo: `Sacálos datos que necesites de aquí, pero no usés lo que está subrayado’”. La razón era que su amigo también había utilizado ese volumen para un libro similar en la misma editorial: “Ese sistema, una suerte de intertextualidad, se llamaba fusilar un libro”.

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