RESEñA
Déjà-vu
Aún
Mariano Dupont
Emecé
Buenos Aires, 2003
222 págs.
POR WALTER CASSARA
“Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos”: con este epígrafe de Felisberto Hernández se inicia esta primera novela de Mariano Dupont que ha merecido el Premio Emecé en su última convocatoria. Pero más que abrir una sucesión de acontecimientos acelerados o catastróficos, la inquietud que se propone desde el epígrafe no pasa por el vértigo de la memoria sino por el tratamiento demorado y puntilloso de una escritura donde la sintaxis es la verdadera protagonista. No la historia en un sentido lineal, sino la fragmentación, el brillo de unos instantes verbales que acuden incompletos a la memoria del narrador y se destacan en la refracción de los hechos mellados por el óxido de la cotidianidad. El resto permanece a oscuras, pese al régimen híper-objetivo, casi cinematográfico, que organiza el texto.
La amistad del narrador con El Gordo; la contienda por una mujer rubia que se interpone entre ambos personajes; las conversaciones que sostienen en un taller mecánico mientras toman mate o preparan un asado, más otras pocas escenas recurrentes y deshilvanadas, son el soporte visible o el pretexto para una prosa en la que el tiempo parece no transcurrir o se disuelve –al estilo del Noveau Roman– en la descripción demorada de unos pormenores microscópicos. Como en las partidas de dominó que juegan los dos protagonistas de la novela, o como en un rompecabezas, aquí los recuerdos son fichas o figuras planas que deben ajustarse por la fuerza al dibujo preestablecido e invisible de la trama.
Así los hechos que ocurrieron o pudieron ocurrir en el pasado, aunque difusos, resultan inflexibles según los va reconstruyendo obsesiva o policíacamente el narrador. Y sin embargo, el tablero nunca termina de completarse y una misma situación que ya sucedió puede volver a presentarse como un déjà-vu y a enunciarse sin ningún cambio unas páginas más adelante, quizá señalando un posible presente del relato que recomienza eternamente o quizá rodeando esa caja negra en la que se localizan cada uno de los datos sensorios y analógicos de la memoria, y que se abrirá recién hacia el final de la novela, unos minutos antes de que el protagonista ingrese a una sala de operaciones bajo los efectos de la anestesia.
Sin alterar en ningún momento la mecánica de este procedimiento, el relato mismo se va volviendo prisionero de una rigurosa armadura sintáctica en la que podemos reconocer ciertos patrones narrativos (la objetividad de Saer, el preciosismo elíptico de Di Benedetto, la ambigüedad de Onetti) que Dupont duplica y homenajea cuidadosamente. El fruto de esa mezcla de escritores es quizá demasiado homogéneo, pero favorece al menos un tratamiento pulcro de la forma narrativa donde lo que aparece en primer plano es una relojería rítmica y verbal puesta al servicio del fragmento –como podría ocurrir en un poema. Lo demás, esa presencia de lo siniestro vinculada indirectamente con los últimos años de la dictadura, se deja deslizar entre omisiones y sobreentendidos, con la misma violencia encubierta con que hacia el final el narrador se disipa en el olvido letárgico de la anestesia y deja pasar, en unos pocos segundos, toda la novela por su cabeza otra vez. Quizás un homenaje más (Manuel Puig) se desprenda del vehemente soliloquio que registran estas páginas finales; concretamente el momento en que Valentín, en El beso de la mujer araña, después de la última sesión de tortura y al borde de la muerte, sueña y evoca la perfecta metáfora de su propia novela. Mariano Dupont nació en Buenos Aires en 1965. Además de narrativa, escribe poesía, y es coeditor de Los Inrockuptibles y la revista sobre cine Kilómetro 111.