RESEñA
Pequeño Big Bang
Amberes
Roberto Bolaño
Anagrama
Barcelona, 2002
120 págs.
por Rodrigo Fresán
Si es cierto aquello que todo lo que fuimos, habitamos y conoceremos ha surgido del temperamental y cataclísmico capricho de un ínfimo punto de energía cósmica, entonces parece ser igualmente verdadero el hecho de que la torrencial obra del chileno Roberto Bolaño surge de este librito para muchos desconcertante y fuera de lugar y para muchos otros imprescindible y encandilante.
Escrito en 1979 pero arrancado a los cajones y recién publicado a fines del año pasado para cumplir una personal cábala de publicar un libro al año en Anagrama, Amberes –según Bolaño en una de sus últimas entrevistas- “es la única novela de la que no me avergüenzo”. Y agregaba: “Tal vez porque sigue siendo ininteligible”. Semejante afirmación –que a más de un lector de La literatura nazi en América Latina o Los detectives salvajes le parecerá una irresponsable boutade– adquiere ahora, con la muerte de Bolaño, una atendible seriedad, un guiño para iniciados, una clave a decodificar con modales de Piedra Rosetta o monolito modelo 2001: Odisea del espacio. Porque Amberes no es ininteligible sino criptográfica y –por más que no goce del carácter transparentemente autobiográfico de relatos como “Sensini” o “Ultimos atardeceres en la tierra”– se ocupa de explorar uno de los episodios más mitificados y mitificables de y por Bolaño: sus días y sus noches como justiciero guardián de camping en Castelldefels, en las afueras de Barcelona.
“Escribí Amberes casi recién llegado a España, sin papeles y muerto de hambre”, recordó Bolaño con una sonrisa durante la presentación de este libro. “Y lo escribí casi como homenaje –jamás venganza, porque no hay nada menos noble que la venganza contra una mujer– a una chica guapísima que andaba por el camping donde yo trabajaba como guardián todo servicio. Esta chica se acostaba con todos menos conmigo, y yo nunca alcancé a entender muy bien por qué. Supongo que su absoluto rechazo a mi delicadeza siempre me resultó un misterio.”
Amberes es –no hay dudas– un libro “Marca Bolaño” porque en él aparecen rasgos inconfundibles: la idea de América latina como virus de alto contagio, como un gas peligroso, esparciéndose por el mundo (si Los detectives salvajes narra en perspectiva la derrota de ese virus, Amberes es casi un diario/ diagnóstico escrito desde el frente y en plena epidemia); el policial como género líquido y que no está obligado a resolver el misterio sino a, simplemente enunciarlo, y un “idioma” donde se funden partes iguales de Julio Cortázar, David Lynch, Richard Brautigan y el Bolaño de libros como Tres y poemas como “Un paseo por la literatura”, donde el paisaje de una estética universal se funde sin problemas con el de una épica íntima. En una entrevista que le hizo Daniel Swinburn, Bolaño explicaba este sistema que gobierna Amberes y rige toda su obra: “Autobiográfico es Faulkner, Joyce, no digamos Proust. Incluso Kafka es autobiográfico, el más autobiográfico de todos. En cualquier caso yo prefiero la literatura, por llamarle de algún modo, teñida ligeramente de autobiografía, que es la literatura del individuo, la que distingue a un individuo de otro, que la literatura del nosotros, aquella que se apropia impunemente de tu yo, de tu historia, y que tiende a fundirse con la masa, que es el potrero de la unanimidad, el sitio en donde todos los rostros se confunden. Yo escribo desde mi experiencia, tanto mi experiencia, digamos, personal, como mi experiencia libresca o cultural,que con el tiempo se ha fundido en una sola cosa. Pero también escribo desde lo que solía llamarse la experiencia colectiva, que es, contra lo que pensaban algunos teóricos, algo bastante inaprehensible. Digamos, para simplificar, que puede ser el lado fantástico de la experiencia individual, el lado teologal. Bajo esta perspectiva, Tolstoi es autobiográfico y yo, por supuesto, sigo a Tolstoi”.
En el momento de su publicación en España escribí para este suplemento que podía pensarse en Amberes como en un “thriller para armar”. Un enigma repleto de agujeros negros que se tragaban toda la luz de lo racional para dejar al crimen a oscuras con climas y recursos que recuerdan, también, a algo de lo que hizo Philip K. Dick a la hora de plantar su retro-psicobiografía en textos alucinados como Valis.
Amberes tiene la textura de una pesadilla, pero de una pesadilla dirigida donde se compaginan películas proyectadas entre los árboles de un bosque, personajes zombies, epifanías alucinadas, postales sadomasoquistas, la intuición permanente de un Dios-Inteligencia con un más que perverso sentido del humor, un jorobadito, cruces dimensionales, una pelirroja que aparece y desaparece, un escenario casi extraterrestre pero cercano y, por encima de todo eso, la voz del narrador que reflexiona ya entonces acerca de una posible escritura de su futuro a medida que vive la trama. Un joven Bolaño que ya parece estar soñando con las alturas pobladas de estrellas distantes, con las órbitas frenéticas y terrenas de sus detectives salvajes, con los aterrizajes forzosos de sus sudacas voladores, con la cabeza de la serpiente que acabará mordiéndose su propia cola para formar el círculo perfecto en el que el tiempo transcurrido es, apenas, una torpe cuestión de almanaques y no de libros. Así, un magistral prólogo titulado “Anarquía Total: Veintidós años después” convierte a Amberes en una suerte de flashback a ese Big Bang de un estilo personal que ha ido mutando a formas más complejas y ambiciosas, pero que por el camino no ha sacrificado nada de la intensidad del estallido original. Así, la última página de Amberes –funcionando al mismo tiempo como despedida de libro y bienvenida al escritor– es, en realidad, la plegaria de un artista atemporal. Un juramento por lo que vendrá, un credo, y ahora, de golpe, un epitafio: “De lo perdido, de lo irremediablemente perdido, sólo deseo recuperar la disponibilidad cotidiana de mi escritura, líneas capaces de cogerme del pelo y levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más. (Significativo, dijo el extranjero.) A lo humano y a lo divino. Como esos versos de Leopardi que Daniel Biga recitaba en un puente nórdico para armarse de coraje, así sea mi escritura”.
Así fue, así es, así será.