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Domingo, 3 de agosto de 2003

Imitación de la vida

POR MARIANA ENRIQUEZ

En 1894, Oscar Wilde partió hacia Argel con su amante, Lord Alfred “Bosie” Douglas. Dejaba en Londres tres piezas teatrales de su autoría en cartel, salas repletas, y la sociedad británica a sus pies. En Africa, les pedía a los guías que le consiguieran jóvenes árabes, “bellos como estatuas de bronce”. Y en su derrotero encontró a André Gide, el amigo que había conocido en París cuando ambos frecuentaban los salones decadentes de la capital francesa. Gide recuerda ese encuentro en sus Diarios:

Una de aquellas últimas tardes en Argel, Wilde parecía haberse propuesto no hablar nada en serio. Por fin, sus paradojas me irritaron:
–Tiene usted algo mejor que decir que todas esas bromas. Me habla esta tarde como si yo fuese el público. Cuando, más bien, debiera usted hablar al público como sabe hacerlo a sus amigos. ¿Por qué no son mejores sus comedias? Lo mejor suyo es lo que habla; ¿por qué no lo escribe?
–Oh –exclamó enseguida–, mis comedias no son nada buenas y no tengo interés en que lo sean... ¡Pero si usted supiera cómo divierten! Casi todas son el resultado de una apuesta. Como lo es también Dorian Gray; lo escribí en unos cuantos días porque uno de mis amigos se empeñaba en que jamás podría yo escribir una novela. ¡Me aburre tanto escribir! –Luego, inclinándose bruscamente hacia mí–. ¿Quiere usted saber el gran drama de mi vida? He puesto el genio en mi vida, y sólo el talento en mis obras.

La semblanza de Gide sirve para comprender que en Oscar Wilde, el perfecto dandy decadente, la vida era la obra de arte. Y es por eso que su leyenda, su caída y el vergonzoso juicio por sodomía que lo llevó a la cárcel en 1895, son más grandes que su obra, o mejor, son su obra.
La edición del Teatro completo de Oscar Wilde por Editorial Losada, en excelente traducción, prólogo, recopilación e investigación de Delia Pasini, revela que el autor, oculto detrás de la sátira y el diálogo ingenioso, ponía sobre el escenario su vida privada, su terror al escándalo y al mismo tiempo su omnipotencia, su doble vida y su necesidad de conformar a la sociedad victoriana a la que satirizaba, pero de la que buscaba aceptación. Los años de gloria de Oscar Wilde como dramaturgo y hombre de moda en la sociedad londinense coincidieron con su tempestuoso romance con Bosie Douglas; en las piezas teatrales, esa trama oculta se revela y se expone, con insólita insolencia. Gregory Woods en A History of Gay Literature: The Male Tradition escribe:

Las obras de Wilde no son claramente acerca de personajes homosexuales, pero tratan temas sociales relevantes: la doble vida en La importancia de llamarse Ernesto y el chantaje en Un marido ideal: La Enmienda Làbouchere de 1885, que introdujo la caracterización de “indecente” a las relaciones entre hombres en la jurisprudencia de Inglaterra y Gales se llamó popularmente “la del chantajista”. En todas sus piezas de ambientación moderna, debajo de la lustrosa superficie del ingenio, acecha el terror al escándalo; y aun así los personajes de Wilde están continuamente tanteando al destino, jugando al límite, tratando de ver hasta dónde pueden salirse con la suya.

Y luego:
Wilde escribió literatura transgresora que prosperaba en condiciones de opresión, y que al mismo tiempo buscaba la aprobación del opresor. Esta posición no es abyecta ni cobarde; al contrario, representa un coraje que no podía quedar sin castigo. En un hombre que llevaba una peligrosa doble vida, pudo haber sido una actitud estúpida; pero también lo es escalar el Everest si uno fracasa y se despeña.

LA FAMA
Teatro completo recopila nueve piezas de Oscar Wilde. Cuatro de ellas, Un marido ideal, El abanico de Lady Windermere, Una mujer sin importancia y La importancia de llamarse Ernesto fueron aclamadas en su tiempo, verdaderos éxitos populares. La duquesa de Padua, Una tragedia florentina, Vera y los nihilistas y La santa cortesana fueron fracasos y se conocieron después de la muerte del autor; Salomé es el caso excepcional: una pieza originalmente escrita en francés, estrenada en París cuando Wilde estaba en prisión, y prohibida en Inglaterra por “indecente”. Las primeras cuatro comedias pertenecen al aspecto satírico de Wilde; las restantes son tragedias de tema clásico, sin réplicas ingeniosas y con una acentuada carga erótica. Pertenecen a dos Wilde: el hombre que brillaba en los salones, y el esteta decadente.
Vera y los nihilistas, ambientada en la Rusia prerrevolucionaria, y La duquesa de Padua, ambientada en la segunda mitad del siglo XVI, presentan romances trágicos que acaban con la muerte y el sacrificio de los amantes. Fueron estrenadas en 1891 cuando Wilde estuvo de gira por Estados Unidos en una serie de conferencias, pero duraron pocas semanas en cartel. No fue hasta que volvió a Londres, donde era reconocido como cuentista y poeta, que conoció la fama como dramaturgo. El empresario George Alexander, que dirigía el St James Theatre, le propuso que escribiera una comedia brillante, comercial, de ambiente moderno. Wilde se tomó un año para trabajar en la pieza, aislado en una casa de campo junto al lago Windermere. A principios de junio de 1891, le entregó al empresario El abanico de Lady Windermere. La pieza, una comedia que Wilde definió como
“de salón, con lámparas rosas”, planteaba el tema de la infidelidad y la inmoralidad, aunque con un final feliz que dejaba la respetabilidad intacta. Para vengarse de la presunta infidelidad de su marido, Lady Windermere está a punto de entregarse a Lord Darlington, un noble que la corteja. Pero la salva de la pérdida de la virtud una misteriosa mujer, la señora Erlynne, dama de dudoso pasado, que alguna vez habría estado involucrada en un escándalo. En la resolución, tras una serie de equívocos, cartas reveladoras que no llegan a sus destinatarios y ocultamientos, se revela que la señora Erlynne es la verdadera madre de Lady Windermere, a quien todos suponían muerta: la mujer había abandonado a su hija después de divorciarse de su marido, y ése es el pasado escandaloso que hasta hoy la estigmatiza. El tema de la identidad es repetitivo en las piezas de Wilde, de la misma manera que la “salvación” por un gesto altruista de los personajes mundanos, como si el autor insinuara que la inmoralidad no es irreconciliable con los buenos sentimientos, y puede ser perdonada.
Para muchos, la trama de El abanico... es en realidad poco más que el pretexto para la explosión de respuestas ingeniosas con las que Wilde transformaba el teatro en un gran salón. Aquí aparecen por primera vez sus famosos epigramas, que después serían publicados “para uso de los jóvenes”; el personaje del dandy Cecil Graham es el encargado de pronunciarlos: “Mis propios asuntos me aburren mortalmente. Prefiero los ajenos”, dice, por ejemplo, promediando la pieza.
El abanico de Lady Windermere se estrenó el 20 de febrero de 1892. Al bajar el telón, el público pidió a gritos la presencia del autor. Oscar apareció en el escenario con un cigarrillo encendido y un clavel verde en el ojal, y dijo: “Señoras y señores, me he divertido inmensamente esta noche. Los actores nos han presentado una encantadora interpretación de una comedia deliciosa y el juicio de ustedes ha sido muy inteligente. Estoy satisfecho por el gran triunfo de nuestra representación, lo cual me convence de que ustedes opinan de ella por lo menos tan bien como yo”. La pieza estuvo en cartel veintitrés semanas y recaudó 3500 libras. Cortejado por las duquesas y apreciado por el establishment, Wilde había llegado a la cumbre del éxito y la fama. Al mismo tiempo conocía a Lord Alfred, que después de un breve cortejo se rindió a los encantos del dramaturgo más famoso de Londres. El abanico... estaba en cartel cuando Wilde, en una carta a su ex amante Robert Ross, escribía: “Bosie insistió en quedarse en casa para comer unos sandwichs. Es en todo parecido a un narciso, tan blanco y dorado. Bosie está por completo agotado: yace sobre el sofá como un jacinto y yo lo venero”.
Pero pronto comenzarían los problemas. El marqués de Queensberry, un hombre divorciado y pendenciero, creador de las reglas del boxeo (hasta hoy conocidas como “reglas de Queensberry”), desaprobaba la relación de su hijo menor con el dramaturgo, y su ira fue en aumento cuando Lord Alfred abandonó Oxford y una incipiente carrera como diplomático para pasarse los días en las mansiones campestres que Wilde alquilaba para escribir sus comedias, y las noches en el burdel de Alfred Taylor, cerca del Parlamento, donde se ofrecían jóvenes de clases bajas. A veces, Wilde y Douglas llevaban a esos jóvenes al prestigioso Café Royal y a los grandes hoteles. A esas cenas y juergas Wilde las llamaba feasting with panthers (festejar con panteras). Sabía que se trataba de relaciones peligrosas. En más de una ocasión, los jóvenes prostitutos chantajearon al autor, amenazándolo con hacer públicas las cartas de amor que le escribía a Douglas; Wilde los hacía callar entregándoles dinero y encendedores de plata. El marqués, mientras tanto, tejía sus redes en los bajos fondos londinenses y entre la policía, para dar el ataque final.
Wilde, en tanto, parecía no darse cuenta del peligro. Escribe André Gide:

Wilde poseía entonces lo que Thackeray llama “el don principal de los grandes hombres”: el éxito. Su gesto, su mirada, triunfaban. Su éxito era tan seguro que parecía preceder a Wilde y que éste no tuviera más que presentarse. Sus libros sorprendían, encantaban. Sus comedias atraían a todo Londres. Era rico, era grande, era hermoso; ahíto de alegrías y de honores. Algunos lo comparaban a un Baco asiático; otros, a un emperador romano; otros al mismo Apolo –y lo cierto es que parecía irradiar luz.

EL PELIGRO
En agosto de 1892, Lord Alfred se fue de vacaciones a Alemania, poniendo un paréntesis a una relación que se tornaba complicada, y Oscar alquiló una casa en Grove Farm, Cromer, con su esposa Constance y sus hijos. Estaba bosquejando una nueva comedia encargada por el empresario Herbert Beerbohm, propietario del Haymarket Theatre. A mediados de septiembre de 1892 le entregó Una mujer sin importancia. A Beerbohm le gustó tanto el bosquejo que le entregó un adelanto, y Wilde se retiró a escribir la versión definitiva a la villa de Babbacombe, decorada por William Morris y el pintor Edward Burne-Jones. Oscar invitó a Bosie para ayudarlo a preparar sus exámenes en Oxford. Constance, la esposa, los dejó solos. Se la pasaban recitando versos isabelinos y disfrutando de abluciones de agua de rosas, además de los placeres de alcoba. Bosie se aburrió, y lo abandonó una vez más. Pero estaban otra vez juntos cuandocomenzaron los ensayos de Una mujer sin importancia en el Haymarket, en marzo de 1893.
La pieza superó el éxito de El abanico de Lady Windermere. Estuvieron presentes en el estreno políticos como Balfour y Chamberlain, y cuando el público exigió nuevamente la presencia del autor, Wilde se inclinó desde un palco lateral y dijo: “Señoras y señores, lamento informarles que Oscar Wilde no está presente en la sala, pero os da las gracias de todos modos”. Una mujer sin importancia retoma los temas de la moralidad y la identidad. Un desagradable caballero de mediana edad, Lord Illingworth, se encariña con su joven y prometedor secretario, Gerard, y le ofrece la posibilidad de una carrera brillante. Pero no sabe que se trata de su propio hijo, nacido hace veinte años de la señora Abbuthnot, a quien sedujo y abandonó. La mujer, para vengarse de la afrenta sufrida, revela a su ex amante la verdadera identidad de su protegido y convence al joven para que rompa todo vínculo con el hombre que le negó la paternidad. Obra melodramática, llena de golpes de efecto y revelaciones inesperadas, denunciaba los prejuicios basados en los privilegios de clase, y ponía en primer plano la problemática de la mujer en la era victoriana. Lord Illingworth es casi un alter ego de Wilde, el encargado de los epigramas: “Un hombre que puede dominar una comida en Londres, puede dominar el mundo. El futuro pertenece a los dandies. Son los exquisitos quienes nos gobernarán”. Pero es la señora Abbuthnot la encargada de desnudar la tragedia tras la sátira y, de alguna manera, la culpa que sentía Wilde por la situación de Constance: “¿Qué expiación puede haber para mí? Soy yo la deshonrada, no él. Es la historia usual entre un hombre y una mujer, como suele ocurrir, como siempre ocurre. Y el final es un desenlace común. La mujer sufre. El hombre queda absuelto”. Escribe Delia Pasini:

La mirada del escritor trasciende el enredo chispeante y la diversión; el estilo, en apariencia ligero, sirve para denunciar la moral victoriana de costumbres hipócritas e inflexible en su condena, y para dar voz a quienes son víctimas propiciatorias del dictado de los poderosos. La gracia del lenguaje, lejos de mimetizar los rituales, arranca las máscaras y desnuda las intenciones.

Pero la mascarada continuaba. Durante el ensayo de la comedia, una pequeña banda de extorsionadores a homosexuales abordó a Wilde para pedirle dinero; el autor los trató con desprecio. Pero el temor al chantaje lo hizo alquilar una casa en Goring, a orillas del Támesis, con Constance. Bosie se unió a él. Mientras Wilde escribía Un marido ideal, Bosie traducía Salomé al inglés. En los ratos libres jugaban al croquet y bebían whisky y champán. Wilde hacía traer especialidades gastronómicas de la ciudad, como paté de foie de Estrasburgo, frutas exóticas y vinos finos. Pero el paraíso artificial se derrumbó con una nueva pelea: Bosie le dijo a Wilde que debía abandonar su ilusión de hacer de él un pequeño esclavo. Wilde contestó que la obsesiva presencia de Bosie le impedía escribir y que su comportamiento parecía hacer todo lo posible por arruinar su reputación y destruir su familia. Wilde se mudó a otro pueblo, Dinard, para terminar Un marido ideal. Luego escribiría: “Mientras estuviste a mi lado, fuiste la absoluta ruina de mi arte, y por haber dejado que te interpusieras continuamente entre el arte y yo, experimento hacia ti la máxima vergüenza, el máximo rencor”.
El chantaje es el tema central de Un marido ideal, que se estrenó el 3 de enero de 1894 en el Haymarket. El protagonista, Sir Robert Chiltren, subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, es extorsionado por una aventurera, la señora Cheveley, que con la amenaza de revelar un episodio de corrupción de su carrera, trata de inducirlo a que apoye en la Cámara de los Comunes la financiación de un proyecto fraudulento en laArgentina. Finalmente, desenmascarada como ladrona por el robo de una joya, la señora Cheveley debe renunciar a su intento de estafa y Sir Robert se salva. La pieza hacía referencia al escándalo político de Disraeli, que recibió una suma en secreto del banquero Rothschild para apoyar a la compañía del canal de Suez. Aun salvando la integridad del protagonista, que cumple sus deberes como hombre de Estado, la mancha en su pasado permanece, y mancha a la política entera. Y aunque lo oculto no sea un escándalo homosexual, Wilde deja entrever un escándalo personal que amenaza con envolverlo. Dijo George Bernard Shaw:

Wilde es el único dramaturgo inglés verdadermanente completo. Crea su espectáculo con todo: con el espíritu, la filosofía, la trama dramática, los actores y el público, el teatro entero. Un marido ideal es un asunto peligroso, porque toma desprevenidos a los críticos. Ríen con los dientes apretados ante sus epigramas como un niño que se ve obligado a divertirse en el mismo momento en que desearía abandonarse a un acceso de rabia y llanto.

Neil Bartlett, en Who’s that Man? A Present for Mr Oscar Wilde, escribe:

Cuando empecé a estudiarlo, creía que Wilde era un humorista, pero ahora me doy cuenta de mi error. Todos sus personajes tienen terror a ser descubiertos. La elegancia de su dicción es sólo una máscara: dirían cualquier cosa antes que decir la verdad.

LA CAíDA
Durante los años de éxito, la obsesión de Wilde era llevar al escenario Salomé, la tragedia que ponía en escena la decapitación de Juan el Bautista por Herodes Antipas, el tretarca de Judea, instigado por su hijastra Salomé. Pero la pieza era considerada intolerable, no sólo porque trataba un tema bíblico sino por su carga erótica. Ritual de sangre y muerte, en Salomé la princesa baila con los pies desnudos sobre la sangre de un hombre que amó y mandó asesinar. Fastuosa y oriental, la tenebrosa escena donde Salomé besa la boca de la cabeza decapitada sobre una bandeja de plata está cargada de voluptuosidad; y el texto, escrito durante su estancia en París con Jean Lorrain y Pierre Louys, está cargado de sensibilidad decadente: “¡Qué extraña parece la luna! Es como una mujer que se levanta de la tumba. Es como una muerta. Uno imaginaría que va en busca de los muertos”. Las ilustraciones quedaron a cargo de Aubrey Beardlesy, el exquisito dibujante alumno de Burne-Jones.
Wilde entró en conflicto con las autoridades por el veto opuesto a la representación de Salomé en Londres por inmoralidad: la intervención del Lord Chambelan interrumpió los ensayos de la obra, que tenía como intérpretes a Albert Darmont y a Sarah Bernhardt, con fastuoso vestuario diseñado por Graham Robertson. Wilde protestó en los diarios y amenazó con renunciar a la ciudadanía inglesa y con mudarse a Francia. Pero nunca cumplió su amenaza. Sin embargo, arremetió contra los censores con su última pieza antes del presidio, una comedia tan ácida que resultaba más reveladora que cualquier pieza místico-erótica.
La importancia de llamarse Ernesto se estrenó el 14 de febrero de 1894 en el St James Theatre. El marqués de Queensberry planeaba sabotear la noche tirando sus hortalizas sobre el escenario, y pretendía subir al escenario para hacer un discurso y acusar a Wilde de vida disoluta y corruptor de jóvenes. Pero Scotland Yard lo detuvo. Derrotado, dejó en la taquilla un ofensivo bouquet de zanahorias con una nota de felicitación. Cuatro días después, Queensberry se dirigió al Abermarle Club, del que Wilde era socio. Allí dejó una tarjeta de visita en la que escribió de su puño y letra: “To Oscar Wilde, who poses as a sodomite” (“A Oscar Wilde, que se hace pasar por sodomita”). Sería la piedra del escándalo. La importancia de llamarse Ernesto fue el mayor éxito de público de Wilde. No así de crítica. Shaw, antes siempre elogioso con Wilde, la consideró fría y detestable. Quizá se trate de su mejor comedia, pero es cierto que es la más mecánica, la más presuntuosa. Es, sin duda, una puesta en escena de su doble vida y, en la certeza absoluta de que no será descubierta, casi una provocación.
En La importancia..., el juego de equívocos enlazado con la práctica clandestina del vicio crea una serie de situaciones en el límite de lo absurdo que desembocaban en un final feliz. Dos amigos, John y Algernon, quieren hacerse pasar por jóvenes intachables para seducir a dos damas de la sociedad. Para justificar sus frecuentes escapadas a Londres con propósitos inconfesables, inventan inexistentes amigos y hermanos. Cuando sus tretas están a punto de ser descubiertas, interviene el Deus ex machina: resulta que tanto John como Algernon son descendientes de una familia aristocrática y por ello dignos de casarse con las dos graciosas doncellas. El título de la comedia es un juego de palabras: en inglés el nombre Ernest se pronuncia de modo muy semejante al adjetivo earnest (honesto). Ambos pretendientes dicen llamarse así porque a oídos de las chicas es símbolo de respetabilidad. Wilde resuelve toda la acción en el diálogo ingenioso, creando un mundo autónomo por encima de la vida, que responde sólo a la coherencia interna de los personajes completamente ficticios, instrumentos de comicidad. Los epigramas dejan de insertarse como mero elemento exterior a la trama porque la paradoja se transforma en la estructura misma de la acción.
Oscar Wilde sería llevado a juicio con tres piezas en cartel. Nunca volvería a escribir para el teatro. Sobre su caída, escribe James Joyce:

Wilde pasó a ser el bufón de corte de los ingleses. Se convirtió en árbitro de la elegancia en la metrópoli y los ingresos anuales de sus obras alcanzaron a casi el medio millón de libras. Repartió sus riquezas entre amigos indignos. Todas las mañanas compraba dos carísimas flores, una para sí mismo y otra para su cochero, y el día que se inició el sensacional juicio contra él, acudió a la audiencia en un coche de dos caballos, con el cochero brillantemente uniformado y un paje. Su caída provocó los gozosos aullidos de los puritanos. Al saberse la sentencia, la multitud congregada ante la audiencia se puso a bailar en la calle embarrada. Se permitió a los periodistas entrar a la cárcel y a través de las rejas se cebaron en el espectáculo de la vergüenza de Oscar Wilde.

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