FENóMENOS
Las puertas del cielo
¿Quién es ese escritor que la misma semana de junio fue contratapa de El Guardián y de Radarlibros? Santiago Vega, o Washington Cucurto: un acontecimiento en la literatura argentina de estos tiempos.
POR ARIEL SCHETTINI
Cosa de negros (Interzona) consta de dos novelas cortas, correlativas, y un folleto desplegable de publicidad destinado a revelar la biografía de un joven escritor argentino que casi no tiene obra y que era, hasta hace poco tiempo, salvo para un grupo de seguidores, un perfecto desconocido.
Todos esos textos, tanto como la obra ulterior de este joven escritor, remiten a un mundo identificable y reconocible por cualquier lector de literatura latinoamericana: el mundo localista de la literatura del boom, el lenguaje abrumador de lo que se llama el “barroco latinoamericano” y el gesto de mímesis de lo oral y mediático de la cultura literaria latinoamericana de la década del noventa (después de Manuel Puig, digamos). Cuando el autor nombra su “evolución histórica y antropológica”, en el folleto de presentación, aparecen sincronizadamente (como si fuera un chiste) todos los rasgos de lo “cult” latinoamericano tal como es pensado en cualquier academia: filósofos franceses mezclados con Reinaldo Arenas y Arturo Carrera; Góngora asociado a los jóvenes más brillantes de la nueva poesía argentina (Casas, Gambarotta, Bejerman, etcétera).
Sin dudas el libro, que está llamado a ser la revelación del año en la industria literaria argentina, entrega mucho más que dos narraciones (que sean dos es importante, porque es un libro planteado sobre la idea de lo doble). Ofrece claves de lectura para iniciados, guiños para “entendidos”, movimientos graciosos para amigos. Es que Washington Cucurto tiene entre sus objetivos hacer algo más que escribir novelas: construirse como un personaje que desde una mirada “ingenua” y frágil denuncia la violencia cultural.
Si la primera de las nouvelles, “Noches vacías”, está narrada en primera persona, como si se tratara de una confesión, la otra narración, “Cosa de negros” (que hace eco de los textos antropológico-literarios de Vicente Rossi de 1926), aparece narrada en tercera persona y en ella el protagonista es un tal “Cucurto”. De una novela a la otra hay más que un mero cambio de perspectiva: hay también la creación de un héroe público. Se trata del escritor que se vende a sí mismo como personaje y que se ofrece al mercado como un intelectual y descubridor de una zona inexplorada de la cultura. Desde el relato confesional hasta el relato en que Cucurto se nombra como “él” (igual que Maradona y como Julio César en La guerra de las Galias, dicho sea de paso) ocurrió un mecanismo de venta y de cruce hacia lo público. Cucurto se ofrece como el cronista de un mundo que –desde su seudónimo, encontrado míticamente, cuando se equivocó al nombrar la jerga juvenil (“Cucurto” es el tartamudeo inseguro de “curto”, dice el autobiógrafo), hasta el relato de los bailes de cumbia– mezcla drogas, episodios policiales, sueños y erotismo. Y ese ofrecimiento de sí tiene todos los gestos del sacrificio.
Todos sus textos (incluso aquellos poemas que publicó en La máquina de hacer paraguayitos) muestran el tópico barroco del doble y de los espejos enfrentados. Siempre se trata de poner en la boca de los personajes (y de sí, el protagonista, héroe y animador cultural) las voces de aquello que la cultura mira con pudor, asco o miedo. De allí que en los relatos –que cuentan, siempre e invariablemente, la aventura de “levantarse” a una “mina”– el ambiente de marginación cultural, y de autodesprecio de clase en que se desarrollan las historias, tenga el aspecto de una guerra social. Y como se trata siempre de mostrar, o de imputar o de devolver como quien arroja un guante, las reglas de la cultura de los pobres suburbanos, el mismo autor, para evitar la paradoja de un antropólogo, se sumerge en esa cultura y habla desde ella como si fuera un participante y al mismo tiempo un iluminado.
Los dos relatos narran lo mismo: la muerte y la violencia que irrumpe en cualquier episodio amoroso, erótico o de intercambio social. Y el escenario es la bailanta, sus canciones, sus códigos y sus modales. En esaescena aparece como protagonista un lenguaje que es al mismo tiempo barroco (como el de Reinaldo Arenas) y atento para detectar las variaciones mínimas, las inflexiones más sutiles y las denuncias más severas que se arremolinan en el modo en que un grupo se nombra (como el de Manuel Puig). No hace mucho tiempo, en la provincia de Santa Fe, el libro de poemas La máquina de hacer paraguayitos fue censurado y denunciado por un grupo de gestores culturales y gobernantes de dicha provincia por discriminatorio. En efecto, quien compromete a la literatura en la obligación de ser un instrumento de elevación moral está obligado a confrontarse a sí mismo cada vez que Cucurto escribe una línea.
No hay una sola página en sus textos que no remita a la xenofobia, el machismo, el sexismo, la discriminación racial, la homofobia, la angustia social, las limitaciones culturales. Cada una de esas palabras está siempre ubicada en la narración como si se tratara de una serie de bofetadas dirigidas a un público exquisito. Para lograr que el texto sea leído en su doblez y en su ironía, el escritor no puede menos que ofrecerse a sí mismo como parte de una cultura que expulsa en el mismo momento que nombra. Como si a cada palabra dijera “yo la puedo decir y la puedo nombrar con esta violencia porque nací en el mismo lugar donde nació este lenguaje”. El gesto es conocido. Se trata de construir un personaje anterior (“el autor”), protagonista de todo lo que se escriba o se diga. Actualmente se puede reconocer esa estrategia entre los cantantes de rap americanos (blancos y negros) o los cantantes de cumbia (la villera y la oligárquica); todos ellos siempre autorreferenciales, autoeróticos y egomaníacos que se “expresan” a sí mismos y sus desventuras como única posibilidad de diálogo. Eso los hace, simultáneamente, parte de un ideal estético y una lucha política. Todo lo que hagan será al mismo tiempo ficción y antropología.
Pero esa forma estética tiene una historia muy larga: los escritores gauchescos se hacían los gauchos (para darse legitimidad verbal) y Flaubert dijo que Madame Bovary era él mismo. En este caso, Washington Cucurto hace legible sus novelas diciendo todo el tiempo que él es “de abajo”, como sus personajes y como él mismo (cuando es un personaje). No en vano cuando nombra el camino de su evolución desde un bebé hasta un “escritor argentino” hace la mueca de ser un momento, un instante señalado, en la evolución humana, desde el hombre de Cromagnon hasta nuestros días.