Dom 10.08.2003
libros

RESEñA

El corazón delator

Benito Cereno
Herman Melville

Trad. Haydée N. Fryn
Lognseller
Buenos Aires, 2003
148 págs.

Por Sergio Di Nucci

Como todas las historias más pornográficas, más virulentamente sexuales, Benito Cereno (1856) no contiene escenas ni descripciones de sexo explícito. También carece, o casi, de trama. Sólo trata del encuentro desnudo de dos hombres que desean desnudarse el uno al otro, pero que nunca llegan –nunca llegarán– a hacerlo del todo. Los dos en cuestión constituyen una antítesis predestinada a la fortuna de los tópicos clásicos. Tal vez la obsesión axial de la literatura norteamericana: la oposición insalvable, si no es por la violencia y el sexo, entre América y Europa. Una de las claves del éxito del norteamericano Hermann Melville fue tentar a sus lectores con interpretaciones alegóricas, sin que sus obras necesariamente fuesen alegorías, como acaso sí lo eran las de su amigo Nathaniel Hawthorne, el dedicatario de Moby Dick (1851).
El Benito Cereno que da el título a la nouvelle es un capitán español, cuyo barco “San Dominick” transporta un cargamento de esclavos. La acción se desarrolla en 1799, frente a las costas de Chile. El relato adopta el punto de vista del capitán Amasa Delano, de Massachusetts, cuyo barco se llama “La delicia del soltero”. Ni el apellido ni el nombre del barco son indiferentes. En los Estados Unidos de 1856, como en la Argentina de 2003 (piénsese en el affaire Zaffaroni), “soltero” es un eufemismo por homosexual.
Cuando la nave a la deriva de Cereno se acerca a donde está fondeada “La delicia del soltero”, Delano sale en su ayuda. Se acerca con una ballenera, sube a bordo, conoce al fascinante y aristocrático Cereno, descubre que la carga son esclavos, promete víveres y auxilio. Pero, según las mejores convenciones de las novelas marinas, la acción se dilata, los vientos son mudables, Delano se sumerge en la duda, y el lector se desliza, impenitente, indetenible, por el plano inclinado de la interpretación alegórica.
El estilo paranoide que caracterizará a la política exterior norteamericana es ya el del capitán Delano. ¿Está elucubrando el absolutista Cereno un complot contra el representante de la joven república? No, no es posible, si Delano sólo atiende a su democrático buen sentido, si aleja las pesadillas de ese pueblo católico, papista, que son los españoles. Y después de todo Cereno es demasiado barroco, enfermo, inválido, confía demasiado en los negros, a los que deja andar sin cadenas a bordo, porque no sabe que son peligrosos, y es demasiado amigo de uno de ellos (su confidente), al que el neoclásico y racionalista Delano desprecia y que sin embargo, como en un juego, en una ocasión se propone comprar y a quien en otras se imagina sustituir.
El capitán Delano alega una y otra vez su inocencia, como la de alguien imposiblemente nacido sin pecado original, y la culpabilidad patológica de los españoles. Como el justo calvinista, clama que no debe temer ni juicio ni castigo. Tampoco falta aquí la alusión nacional norteamericana, el país democrático que procura olvidar la esclavitud y el genocidio indio, sólo para ganar un sentido de culpa más inalienable y delator.
“El sueño de la razón produce monstruos”, dice un grabado de Francisco de Goya; “el que desea y no obra engendra pestes”, escribía su contemporáneo, y colega grabador, William Blake. Los monstruos y laspestes son la materia de este relato único, alimentado por las siempre pospuestas, nunca verdaderamente realizadas fantasías de penetración del capitán Delano. Como las heroínas de las novelas de Henry James medio siglo más tarde, el americano de Melville vive retrasando su entrega, al oscilar entre interpretaciones excluyentes; como en los films de David Lynch un siglo y medio después, hasta el más alegórico de los lectores sabe que el triunfo final de la luz y de la normalidad no son forzosamente el de la razón.

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