libros

Domingo, 31 de agosto de 2003

RESEñA

Amores que atan

La Atadura
Vanesa Duriés

trad. Mercedes Abad
Tusquets
Buenos Aires, 2003
142 págs.

Por Lautaro Ortiz

Hay tres premisas inquebrantables para los amantes del sadomasoquismo: seguridad, cordura y consenso. Ya en la mítica novela Historia de O, Pauline Réage (seudónimo de Dominique Aury) dejó establecidas las reglas de este juego narrando los encuentros entre la Señorita O y el experimentado Sir Stephen. Sufrimiento + placer = libertad, era la fórmula a la que arribaba Réage.
Heredera de esa pieza clave del género erótico, este texto autobiográfico traducido como La Atadura y editado por primera vez en 1993, es actualmente considerado una novela de culto, no tanto por su valor literario sino por el mortal accidente automovilístico que sufriera su autora a los 21 años, días después de turbar la moral francesa a través de declaraciones televisivas y de una muestra fotográfica donde se la veía posando entre cueros y accesorios sexuales.
La Atadura condensa lo mejor de un género que tiene por regla la ambición de dar forma a una tesis sobre el amor. Ninguna de las pruebas que debe superar la protagonista espanta más que su obsesivo deseo de “hacer feliz” a su compañero de andanzas: “Me convertí en un simple objeto al servicio del amo al que amaba”.
Vanesa, estudiante de letras, rompe con su familia y, siguiendo los mandatos psicológicos que su padre le impuso a fuerza de golpes, se aventura de la mano del maduro Pierre al mundo de la sumisión. Con los ojos vendados, la protagonista (conocida en los compartimientos del placer como Laïka) vivencia a ciegas todo tipo de juegos que van desde los latigazos hasta la crucifixión. Pierre le da seguridad y cordura a las experiencias y nunca va más allá de lo que su esclava puede soportar, puesto que “el esclavo elige con el acuerdo de su amo las pruebas y los ritos a los cuales desea someterse, para obtener felicidad común”.
A través de un intenso monólogo interior, las reflexiones sobre el poder y el sometimiento se oyen al mismo tiempo que se desarrolla la acción: “El dolor se volvía intolerable, pero sentí que me convertía en la espectadora de ese dolor. Sufría, sí, pero dominaba el sufrimiento. El placer que nacía en mí de forma insidiosa superaba el sufrimiento, lo estigmatizaba”, escribe Duriés.
Duriés escatima al lector datos, rostros y siluetas, quitando de escena lo temporal para remarcar un espacio que carece de referencias exteriores. Todo sucede en la oscuridad de viejos sótanos, en la intimidad de la tierra, donde la pareja da rienda suelta a su particular modo de amar. Los únicos conflictos –falta de consenso– ocurren cuando el amo intenta hacer más visible su dominación obligando a la protagonista a concurrir a la cátedra de letras portando accesorios: “Cómo iba a confesarles que un modelo de cinturón de castidad, directamente inspirado en unos dibujos que se remontaban a la Inquisición, estaba atormentando la parte más sensible de mi anatomía”. No obstante, la ausencia de datos de la realidad no impide a la autora realizar cuestionamientos sociales analizando el comportamiento de ciertos hombres durante la práctica del sadomasoquismo: “La principal confusión de estos profanos en lo que respecta a los placeres del cuero negro reside en que mezclan el ritual, el posicionamiento afectivo y psicológico del amo y de su esclava, con el trivial intercambio de parejas practicado a prisa y corriendo por gente que sólo se reúne a poner en prueba sus celos, su complacencia o su venalidad”.
La relación poder/sometimiento alcanza, a lo largo de 14 capítulos, el tono de un rezo, de un pedido casi religioso para acceder a la libertad a través de las diversas formas del placer. Un relato iniciático contado desde la perspectiva de una adolescente que lucha por quebrar los condicionamientos morales que la atan a la sociedad.

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