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Domingo, 23 de noviembre de 2003

40 AñOS DE JOHN FITZGERALD KENNEDY COMO FICCIóN

El otro señor K

Ciencia ficción, thrillers, biografías, no ficciones, ucronías, sagas, James Ellroy, J. G. Ballard, Richard Yates, Robert Dallek, Edward Klein, Philip Kerr: a cuarenta años de su asesinato, J.F.K. y su muerte se han convertido en uno de los temas más fértiles de la literatura anglosajona.

Por Rodrigo Fresán

No sé si es cierto aquello de que la erupción del volcán Krakatoa generó una ola gigante que dio la vuelta al mundo; pero sí está perfectamente claro que el sonido de esos disparos a las 12.33 de una soleada mañana de Texas hace cuarenta años todavía retumban hoy en los pasillos del inconsciente colectivo. Ya se sabe: la cabeza un luminoso presidente norteamericano volando por los aires frente a una multitud y -de inmediato, en vivo y en directo, como el Apolo 11 o el 11 de septiembre– el nacimiento de un mito sombrío y de la manía conspiratoria donde nada queda del todo explicado y donde la Gran Historia Oficial se astilla en diferentes pequeñas e hipotéticas historias. Así la efemérides como súbito Expediente X y el literalmente Big Bang de la ficción avanzando sobre los territorios de lo documental. Así la persona de John Fitzgerald Kennedy muriendo para resucitar como gran personaje y, de paso, convirtiendo a todo el planeta en escena del crimen.

Preparen
Y, de acuerdo, hacía tiempo que los Estados Unidos ya habían inaugurado la costumbre de matar presidentes, pero también es cierto que el magnicidio de JFK es el instante en que, se repite una y otra vez, el país pierde su inocencia (la muerte de uno como el bautismo de millones; Kennedy como rey con la ciudadanía toda como confundido Príncipe Hamlet) y encuentra y se engancha a la droga de la eterna sospecha porque a) nada ha quedado del todo explicado, y –saludable y fértil síntoma a la hora de cultivar ficciones– b) cualquier cosa pudo haber sucedido. De este modo, a la hora del quién asesinó y por qué fue realmente asesinado el presidente todo es posible y nada se esclarece y así (inmejorable ejemplo de ello es aquel formidable y paranoico film de Oliver Stone casi cerrando con esa largo monólogo informativo y académico de Donald Sutherland) la K de Kennedy puede leerse, también, como una K de trazo inequívocamente kafkiano.
Se sabe que las posibilidades del tema en cuestión han tentado a escritores de la talla de Norman Mailer (la novela El fantasma de Harlot y su contraparte documental Oswald: un misterio americano) o Don DeLillo (Libra); se revisa en oportunas biografías para la ocasión (la reciente An Unfinished Life, de Robert Dallek, parece ser la más rigurosa de todas; The Kennedy Curse, de Edward Klein, la más chismosa), pero es en el territorio pulp del thriller y la ucronía (ese posibilidoso subgénero que maneja y hace chocar variaciones históricas) donde el espectro de JFK es más frecuentemente invocado. En unos y otros se barajan, por lo general, las cartas marcadas de dos reflejos que tienen mucho de expresión de deseo: a) el asesinato de Kennedy se impide a último momento o b) Kennedy –como Elvis– está vivo, sobrevivió a las balas, y vive escondido por alguna agencia de inteligencia convertido en un vegetal, un opa o un superhombre reconstruido cibernéticamente. A la hora de JFK vale todo y desde el vamos se confunden los límites entre ficción y realidad, entre lo que se supone que fue y lo que pudo haber sido: estadista genial o idiota rematado, sátiro fiestero o abnegado padre de familia, agónica mala salud o vigor de estrella de cine, justo soberano de Camelot o presidente con lo justo gracias a la mafia y a los votos que le compró su padre, ganador de un Pulitzer por su Profiles in Courage o autor de un libro en realidad escrito por un tal Ted Sorensen, un ghost-writer de prestigio. Y además -a no olvidarlo– su mito inmortal intersecta los mitos inmortales de su hermano, de su hijo, de Marilyn Monroe y el de John Lennon como blanco móvil de asesinos programados por la CIA y activado a distancia cada vez que leen determinado párrafo de una novela de Jerome David Salinger titulada The Catcher in the Rye; y rebota en los mitos mortales de todos esos veteranos guardaespaldas susurrando los blues de lo que salió mal y de lo que ya jamás podrán olvidar mientras, en la juke-box del bar, resuena “The Day John Kennedy Died” de Lou Reed.

Apunten
El enorme James Ellroy cuenta que el 22 de noviembre de 1963 estaba debutando en un prostíbulo cuando la puta le informó que “acaban de matar a Kennedy y el que lo hizo es un tipo siniestro como tú”. Años después Ellroy publicaría American Tabloid (América en la versión española; que sería continuada por The Cold Six Thousand –Seis de los grandes– avanzando hasta el asesinato del otro Kennedy; queda pendiende Police Gazzette, cierre de la trilogía) donde se narra con prosa fría y espasmódica la construcción de la necesidad casi erótica de matar a un presidente y, en el último párrafo, el asesino profesional Pete Bondurant –orquestador del asunto– se preocupa en compaginar el orgasmo que le regala la boca de una pelirroja con “el gran jodido grito” que surge de la garganta del planeta. En un breve prólogo, Ellroy explica que “América nunca fue inocente”, define a JFK como “un Bill Clinton sin el acoso de la prensa y unos cuantos rollos de grasa más”, y afirma que “ha llegado la hora de desmitificar una era y construir un nuevo mito que surja de las cloacas y ascienda hasta las estrellas”.
De las estrellas del futuro llega el mensaje contenido en Cronopaisaje, clásico sci-fi de Gregory Benford donde impedir la muerte de Kennedy equivale a salvar al mundo de un catástrofe ambiental en 1998. Mientras que The Shot de Philip Kerr muestra las idas y vueltas de un killer que cambia de bando: primero es contratado por la CIA para bajar a Castro pero enseguida decide que tal vez sea más provechoso bajar a JFK y el esquema de la novela es interesante: se nos cubre con una casi agobiante avalancha de datos técnicos y en algún momento descubrimos que el golpe no se dará en Dallas sino en una visita a la alma mater universitaria del presidente y que –el rifle que se gatilla no lleva balas; coitus interruptus, diría Ellroy– de lo que se trata no es de asesinar al presidente sino de probar que puede ser asesinado. Y está claro que se puede.

Fuego
Pero a la hora de la literatura, tal vez J. G. Ballard haya sido quien más y mejor supo ver las posibilidades pop del episodio. Los relatos “El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera de automóviles cuesta abajo” y “Plan para el asesinato de Jacqueline Kennedy” –incluidos en el experimental y genial La exhibición de atrocidades– traducen la violencia política al idioma del pop de la mass-media. En Ballard, la muerte de JFK no tiene el pulso tembloroso de la película que filmó Abraham Zapruder in situ sino la firmeza de la mano de un cirujano a la hora de hundir el bisturí en la –desde entonces– eternamente invernal autopsia de nuestro descontento.
Y se sabe –se cruzan los dedos para que alguna vez podamos leerla– que Richard Yates dejó una novela casi cerrada (meses atrás me contó Richard Russo que los editores le preguntaron si quería terminarla él a modo de homenaje a uno de sus maestros y que él, por cábala, respondió “preferiría no hacerlo”) sobre su experiencia como escritor de discursos para los hermanos Kennedy. El libro se titula Uncertain Times, “Tiempos inciertos”. Cuarenta años después el calibre del presidente y de las armas pueden ser otros, pero el título –así como las posibilidades cada vez más certeras de la ficción a la hora de dar en el blanco móvil de un enigma– sigue siendo el mismo por más que la explicación, aunque nunca oficializada, sea cada vez más obvia y transparente y clásica: a JFK lo mataron sus mayordomos.
O no.

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