La necesidad o el deseo
POR ALAN PAULS
El problema de la atopía, como el de todo valor barthesiano, es un problema orgánico: se degrada. Nacido de una voluntad compulsiva de diferenciación, suerte de desvío o de desaire gozoso, tiene un primer momento exaltado, de deslumbramiento eurístico, donde el camino nuevo que abre (lo neutro, la “escritura blanca”, el vacío, la ausencia de imago, la discreción, la delicadeza) brilla y eclipsa con su brillo a la vieja pareja de opciones que parecía limitar un segundo atrás todo el horizonte. Pero una vez que se aparta del paradigma que ha burlado, a medida que se aleja y cobra autonomía y respira, soberano, en la órbita que ha creado, ese valor nuevo parece temblar y desconcertarse, como perdido, y termina girando en redondo, opacado de algún modo por su propio brillo, estéril y anémico, como si descubriera entonces que sus posibilidades de vida son proporcionales al grado de proximidad que mantiene con el paradigma que se proponía desbaratar. Esa degradación -esa entropía que afecta a todo valor– es precisamente lo que narran las Noches de París: cómo la atopía, por ejemplo (valor “bueno” porque produce diferencia, y por lo tanto poder), se debilita y degenera en una posición depresiva, luctuosa, de pura impotencia (en un disvalor).
Hay que pasar, pues, a otra cosa; no a otro valor sino a otro plano, otra dimensión de la reflexión; ajustar todavía más el nudo que enlaza lo erótico y lo teórico, y pasar de la atopía a la utopía. Ése es el programa con el que Barthes entra al Collège de France, el que expone en la Lección que pronuncia el 7 de enero de 1977, al asumir la cátedra de Semiología Literaria especialmente creada para él, y el que desplegará ese año en sus primeros dos cursos, que esta edición de siglo XXI da a conocer por primera vez en castellano: Cómo vivir juntos: simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos (el curso de los miércoles, que se prolonga durante cinco meses y es animado exclusivamente por Barthes) y ¿Qué es sostener un discurso? Investigación sobre la palabra invertida (un seminario semanal en el que Barthes alterna su participación con intervenciones periódicas de profesores invitados). Por primera vez en su larga carrera en la enseñanza, Barthes, para bautizar un curso, elige un título –”Cómo vivir juntos”– en el que la invitación a investigar aparece teñida de un voluntarismo, una fe, incluso una necesidad, que no desentonarían en la portada de un manual de autoayuda. La misma necesidad que vibra, aunque más disimulada, en el título del seminario, donde la pregunta “¿qué es sostener un discurso?” implica una inquietud mucho más utópica que descriptiva: ¿cómo sostener un discurso que no aspire a capturar al otro? En otras palabras: ¿cómo hablar sin ejercer la función-poder que pone en marcha todo lenguaje?
Toda una vida monitoreando los signos del mundo, clasificándolos, desmontándolos, devolviéndoles el espesor, la artificiosidad, incluso el arte que se empeñan en hacer pasar por naturales, y Barthes, que ya tiene 62 años, estrena su cátedra en el Collège de France comprometiéndose con una sola misión: imaginar. “Soñar en voz alta una investigación”, como dice en la Lección para resumir sus designios pedagógicos. Y aunque ya había ensayado una fórmula parecida en la Escuela Práctica de Altos Estudios (el seminario sobre “El discurso amoroso” de 1974-1976, la matriz de la que nacieron los Fragmentos), Barthes no parece concebir espacio más adecuado, más diseñado para su proyecto que el Collège de France, “un lugar del que se puede decir, con todo rigor, que está fuera del poder”, donde el profesor “no tiene otra actividad que la de investigar y hablar (...) fuera de toda sanción institucional”, y donde la enseñanza no es refrendada por ley alguna que no sea la de “la fidelidad de sus destinatarios”. Despunta 1977 y todo en Barthes parece marcado por el signo de la utopía: la institución a la que accede (donde se combinan prestigio y extraterritorialidad, y parecen suspenderse las coerciones clásicas de los grandes aparatos pedagógicos), el proyecto que tiene entremanos (seguir los rastros de una ciencia incierta: una semiología pasional, capaz de desplegar y estudiar el modo en que los afectos -deseos, temores, intimidaciones, avances, etc.– trabajan la lengua y el discurso), los protocolos con que piensa sostenerlo (la pluralidad sin jerarquías, el montaje sin relato, la simulación, el excursus, la deriva: en suma, la ficción como método) y, por supuesto, los objetos que especula con abordar: en el caso de Cómo vivir juntos, la idea –el ideal– de una comunidad humana idiorrítmica, estructurada sobre un delicado juego de distancias y proximidades, reglas y libertades, comunicación y discreción, deseos y abstinencias, sin causas ni fines exteriores que la justifiquen, sólo regida por un sueño: el bien vivir; en el caso de Qué es sostener un discurso (que encadena con Las intimidaciones del lenguaje, el seminario que Barthes había dictado en 1976 en la Escuela de Altos Estudios), la idea de desactivar, en el lenguaje, todas las fuerzas que lo transforman en un dispositivo de sujeción, una máquina dogmática, para después soñar, quizás, con una lengua nueva, adánica, capaz de sustituir toda voluntad de opresión por una sobriedad abstinente, voluptuosa, musical.
Queda poco de la disciplina semiológica en estos dos cursos de 1977. Algunos restos más o menos reconocibles sobreviven en el seminario, que los usa –más bien los exhuma, dado el subsuelo remoto del que todavía arrastran las huellas– para describir en términos técnicos las operaciones discursivas del querer capturar en un ejemplo concreto, un monólogo del Barón de Charlus de En busca del tiempo perdido. Pero es la zona más mortecina y burocrática de la experiencia: al revés de lo que hace en Cómo vivir juntos, Barthes “retoriza” el problema, desdeña la dimensión imaginaria que encierra y termina sofocando sus ramificaciones; y ésa es sin duda la única zona que parece hacer juego con una cátedra de “Semiología literaria”, nombre que Barthes confesó haber elegido con el solo propósito de forzar, para una disciplina que él mismo, mientras la estudiaba, había contribuido a fundar, el reconocimiento oficial que le negaban las instituciones superiores de enseñanza. Pero si la versión de la semiología que insinuaba en la Lección (la “semiotropía”, que “trata y, de ser necesario, imita –al signo– como a un espectáculo imaginario”) no hubiera alcanzado para corromper los modelos conocidos de la disciplina, la versión que pone en marcha en Cómo vivir juntos directamente los vuelve irreconocibles, en un movimiento último de abjuración epistemológica cuyo camino ya había abierto el seminario sobre el discurso amoroso. Barthes renuncia definitivamente al signo, a la garantía de homogeneidad que el signo y su ciencia le proporcionan, incluso a las fuerzas que, como la literatura, trabajándolo desde adentro, le hacen trampa, lo actúan o lo parodian, y pone en su lugar dos cosas: una materia difusa, de contornos irregulares, tramada de elementos, escenas y acontecimientos heterogéneos –la materia intersubjetiva–, y el gran espacio donde esa materia se encarna y se dramatiza: el teatro de lo Imaginario. (El teatro es sólo uno de los amores barthesianos del pasado que los cursos del Collège de France hacen volver, pero no es el menos importante; el teatro, cuya causa Barthes abrazó en los años cincuenta de la mano de Brecht, vuelve ahora como antídoto teórico, para distanciar a Barthes del aparato clásico de la lingüística y la semiología: “Se podría pensar, por otro lado, si no es el ‘teatro’ como categoría general del sujeto el que subvierte fundamentalmente la gran dicotomía saussureana –lengua/habla–”, dice en el seminario.) Es allí –y no en el lenguaje, ni en la literatura, ni en el Texto– donde Barthes se propone ahora rastrear los chispazos de la utopía. La misión del semiótropo no es leer signos, ni descifrar códigos, ni siquiera poner al desnudo el funcionamiento del sentido; es concebir, proyectar, poner en escena horizontes de existencia. El semiótropo no es un hermeneuta; es un diseñador de ficciones morales (la comunidad idiorrítmica, el lenguaje que se abstiene de sojuzgar). Es como si Barthes, emigrando de la órbita del signo a la de la utopía, abandonara el terreno de superficies en el que estaba acostumbrado a moverse y accediera a un espacio tridimensional, un teatro en el que el Texto –objeto “bueno” por excelencia– pierde la forma de lo escrito y alcanza su grado máximo de rareza cuando se corporiza. “Hay textos que no son productos sino prácticas; se puede incluso decir que el texto glorioso será algún día una práctica absolutamente pura.” El campo de esa práctica pura será, pues, la existencia misma; su primera “obra”, el Vivir Juntos; su corpus, según lo desmenuza en la Lección, “los relatos, las imágenes, los retratos, las expresiones, los idiolectos, las pasiones, las estructuras que juegan a la vez con una apariencia de verosimilitud y una incertidumbre de verdad”; es decir: todas las formaciones de lo Imaginario que antes, eclipsadas por el despotismo simbólico, sólo tenían derecho a alienar, ilusionar, consolar. La migración barthesiana es múltiple y simultánea: va del signo al teatro, del código a la intersubjetividad y de la lógica del sentido a la de la existencia, pero también va del goce al placer, del hermetismo como valor subversivo a una cierta ética de la legibilidad, de la asocialidad perversa a la comunión regulada, de la voluntad atópica al deseo de fabular un lugar posible. (El sujeto atópico era histérico: esquivaba los casilleros del tablero para complacerse con su propia, socrática originalidad; para el utópico, en cambio, sólo las relaciones pueden ser originales –y el axioma vale tanto para el utópico enamorado como para el fabulador de ficciones teóricas.) Cansado de pensar cómo “salirse de”, Barthes piensa ahora cómo sería el espacio que le gustaría habitar.
Una sociedad deseable: no es la primera vez que se pone a alucinar esa quimera escandalosa, uno de cuyos modelos –el primero, en términos biográficos– es el sanatorio. Tuberculoso, Barthes pasó bajo la Ocupación una larga temporada en el sanatorio de Saint-Hilaire-du-Touvet, donde aprendió los placeres –ocio, libertad, autarquía– de una vida protegida por el aislamiento y escandida por los ritmos y los cuidados de la institución médica. El segundo modelo viene directamente de los archivos del socialismo utópico: es el falansterio de Fourier, suerte de comuna cerrada, basada en la combinación y circulación organizada de placeres y pasiones, que en el Sade, Fourier, Loyola (1971) hacía juego con el confinamiento orgiástico programado por el convento sadiano. El tercer antecedente es pedagógico: es el seminario, asamblea pequeña y selecta -”no por afán de intimidad sino de complejidad”– que reemplaza “la geometría grosera de los grandes cursos públicos” por “una topología sutil de las relaciones corporales”, y articula deseo y saber en una misma lógica que Platón llamaba filosófica y Barthes, novelesca. “La famosa relación de enseñanza”, escribe en “En el seminario”, un ensayo de 1974, “no es la relación entre el que enseña y el enseñado, es la relación de los enseñados entre ellos. El espacio del seminario no es edípico, es falansteriano, es decir, en un sentido, novelesco (...); es simplemente el espacio de circulación de los deseos sutiles, de los deseos móviles; es, en el artificio mismo de una socialidad cuya opacidad quedaría milagrosamente extenuada, el enmarañamiento de las relaciones amorosas”.
Y hay por fin un último modelo, que comparte algo con todos los demás y parece purificarlos: la sociedad de amigos. “Llegado a este momento de mi vida, al término de un coloquio del que fui el pretexto –dice Barthes al clausurar el encuentro de Cerisy-la-Salle–, diré que tengo la impresión, la sensación y casi la certeza de haber logrado más mis amigos que mi obra.” La constatación de esa evidencia –y la teoría un poco balbuceada de la amistad como ecosistema utópico– está en “Los amigos”, el texto que François Wahl, que conocía y quería bien a Barthes, le dedica dos años después de su muerte. Como epígrafe de su evocación, Wahl cita el haiku de Bonsan que Barthes copió a modo de dedicatoria en un ejemplar de Elimperio de los signos: “Es de noche, en otoño. Pienso sólo en los amigos”. Según Wahl, Barthes siempre decía así, los amigos, en plural, nombrando de ese modo una suerte de tejido o red benevolente, una serie de lugares que le garantizaban afecto, amparo, fidelidad, pero sobre todo algo que le era cada vez más imperioso: la ausencia de agresividad. Institución esencialmente negativa, la sociedad de amigos es modesta y se define por todo lo que deja afuera; es el grupo sin la presión, la reciprocidad sin el chantaje, el reconocimiento sin la imagen, el amor sin la histeria, la multiplicidad sin la perversión: “Un plural sin igualdad, sin indiferencia”. Wahl dice que el goce en Barthes sólo era consustancial a dos prácticas: el sexo y la escritura. La amistad no participaba de esas intensidades; la amistad era el placer: el placer sin el miedo.
Todas esas formas de socialidad doméstica (el sanatorio, el falansterio, el seminario, la red de amigos) aparecen citadas y comentadas en Cómo vivir juntos, aunque sólo a título de precursoras, declinaciones parciales del verdadero modelo histórico que Barthes adopta para “soñar en voz alta”, en el teatro del Collège de France, su utopía comunitaria: los conventos cristianos del Monte Atos (siglo X), fundadores de la primera cultura occidental de convivencia idiorrítmica, cuyos monjes tenían permiso para seguir cada uno su ritmo particular dentro del contexto común de la vida monástica. (En “Los amigos”, Wahl recuerda que algunos alumnos de Barthes compartían un departamento en el barrio XIII de París, y que Barthes empezó a pensar en el Vivir Juntos –y en el modelo del Monte Atos– cuando descubrió los problemas de convivencia que los afligían.) ¿Qué hay en ese avatar del linaje institucional cristiano que pueda fascinar al semiótropo? Algo clave: el eco con que la historia responde a uno de sus desvelos más personales, el “fantasma de vida, de régimen, de dieta” que desencadenó su investigación: ¿es posible vivir solo y con otros; vivir en una “soledad con interrupciones reguladas”; vivir la “paradoja, la contradicción, la aporía de una puesta en común de las distancias”?
En el Monte Atos, pues, Barthes encuentra lo que se añora de toda utopía: la posibilidad de una reconciliación. La comunidad idiorrítmica delira un modo de vida en el que los sujetos, para vivir, no estén obligados a sacrificar nada: un tipo de agrupamiento fundado no en las necesidades –que igualan a los sujetos– sino en las diferencias –que los singularizan–; una comunidad cuya economía no descanse en la carencia sino en el lujo subjetivo, y donde el matiz, la sutileza, la inclinación –todos esos casi, esos apenas, esos un poco, modulaciones tenues y aproximativas de las que Barthes soñaba que se ocuparía alguna vez la verdadera ciencia: la ciencia de los grados– no sean privilegios azarosos, presentes o no, según las cualidades de sus miembros, sino la ley de todo el conjunto y el horizonte de su devenir. Obra maestra antigua de un género “nuevo” –la “estética de la existencia”, a la que Barthes empieza a entregarse casi al mismo tiempo que Michel Foucault, principal promotor de su ingreso al Collège de France–, el modelo de la idiorritmia monástica, con su tolerancia, su democracia aristocrática y sus reglamentaciones discretas pero cuidadosas, tiene todo para reconfortar al Barthes enfermo de atopía. Pero antes que nada cumple dos condiciones: la primera es que, como la sociedad de amigos, parece estar libre de toda forma de contradicción (y por lo tanto de violencia); la segunda, quizás la más importante, es que esa inmunidad vital, la comunidad idiorrítmica la conquista de la manera más barthesiana posible: no combatiendo la contradicción (lo que no haría más que reintroducirla en una lógica guerrera) sino, al modo zen, que es también el modo griego, poniéndola a distancia, entre paréntesis, suspendiéndola en una “cotidianidad sin acontecimientos”, suerte de insipidez hospitalaria capaz de acoger sin conflicto las singularidades más descabelladas. Suspendida lacontradicción, esa partera monstruosa, todo lo que nacía de ella (que para Barthes es, en Occidente, prácticamente todo: el sentido, el deseo, el movimiento de las cosas) puede nacer de otro modo –de la diferencia, el roce, el vaivén, la alternancia, la incertidumbre–, y la vida, por fin, ser un bello idilio polimorfo.
Sólo que para tropezar con su pequeño tesoro utópico, a Barthes no le ha quedado más remedio que excluirse de la moda. Ha tenido que retroceder en el tiempo, aterrizar en el siglo X y despertar algunas olvidadas tradiciones del cristianismo (eremitas, anacoretas, cenobitismo, reglas conventuales, etc.), y desde allí, desde el cuartel general del régimen de existencia atonita, se ha dejado seducir por las músicas de la antigüedad (Sócrates, la amistad como modo de existencia filosófica, la doctrina de la ascesis) para imaginar un modo de vida ideal. (“Idiorritmia”, la palabra que pone en marcha su fantasma del Vivir Juntos, Barthes la encuentra al pasar, como por casualidad, en una “lectura gratuita” sobre la vida cotidiana en la Grecia antigua, L’été grec, de Jacques Lacarrière.) Así, la utopía que fabula Cómo vivir juntos es una utopía regresiva: ese “nuevo mundo feliz” cuyas maquetas (“simulaciones”) Barthes arma y desarma ante sus estudiantes brilla sólo en el pasado, en una región particular del pasado: la antigüedad greco-cristiana y sus “doctrinas de vida” (la misma, por otra parte, en la que se interna Foucault después de publicar La voluntad de saber (1976), el primer tomo de la Historia de la sexualidad, y que no tardará en trastornar todas las premisas conceptuales de su investigación).
Como en todo regreso, hay mucha nostalgia en Cómo vivir juntos. Es tal vez la misma nostalgia voluptuosa que se filtra en el texto de Noches de París, cuando Barthes, después de forcejear en la cama con el libro del novelista de vanguardia que acaban de encajarle, acepta por fin refugiarse en Chateaubriand; o la que irradia en el Barthes por Barthes cuando describe la existencia “pasada de moda” que suele llevar –él, Barthes, paradigma de la modernidad intelectual francesa– “fuera del libro”: “Cuando estaba enamorado (tanto por la manera como por el hecho mismo), estaba fuera de moda; cuando amaba a su madre (¡qué no habría sido si hubiese conocido bien a su padre y por desgracia lo hubiese amado!), estaba fuera de moda; cuando se sentía demócrata, estaba fuera de moda, etcétera”. Y es la misma nostalgia, también, que envuelve muchas de las elecciones de objeto que Barthes hace en los últimos años de su vida: temas desacreditados, problemas fuera de agenda, autores olvidados, artes en desuso, estilos ya sin público, referencias mustias... Es la nostalgia, y la compulsión a contradecir la moda, típicas de la joven burguesa que reconoce que es: “En plenos disturbios políticos –escribe en el Barthes por Barthes–, él toca el piano, pinta acuarelas: todas las falsas ocupaciones de una joven burguesa del siglo XIX.”
¿Cómo interpretar esas fugas hacia pasados marchitos y descoloridos, tan difíciles de conciliar, a primera vista, con la imagen de pertinencia que Barthes ostenta en el paisaje intelectual de los años setenta? “Siempre esta idea –escribe en Noches de París, alarmado por la fruición con que deja de lado las lecturas obligatorias y busca asilo en Chateaubriand–, ¿y si los Modernos estuvieran equivocados? ¿Si no tuvieran talento?” ¿El spleen de la vejez? Es posible. ¿Por qué no pensar que también los Modernos se fastidian, se aburren, se cansan, cuando la Modernidad sedimenta y pasa a ser un nuevo sentido común, un discurso-ventosa más? En Barthes, en todo caso, esos raptos de intolerancia hacia el presente son síntomas sistemáticos; aparecen desde el principio (Michelet es el primero) y se repiten con regularidad (Balzac en S/Z, Loyola como alter ego paródico de Sade en Sade, Fourier, Loyola, Pierre Loti, etc.), escandiendo con súbitos links a pasados demodés una práctica de escritura y de enseñanza signada por una actualidad abrumadora. (El signo es tanabrumador que Foucault, en el informe previo que eleva a las autoridades del Collège de France para que evalúen el perfil de Barthes, se hace eco del principal reparo que ronda al candidato –Barthes sería demasiado “mundano” para una institución tan venerable– y escribe: “Agregaré que la audiencia –de Barthes– bien puede deberse, como se dice, a un fenómeno de moda. Pero ¿a qué historiador le haremos creer que una moda, un entusiasmo, una admiración o incluso las exageraciones no traicionan, en un momento dado, la existencia de un foco fecundo en una cultura? Esas voces, esas pocas voces que oímos y escuchamos actualmente un poco más allá de la universidad, ¿creen ustedes que no forman parte de nuestra historia actual y que no deben formar parte de las nuestras?”)