Vivir de paso
Conversaciones, recuerdos, lecturas y otras trivialidades literarias
En su reciente y premiado París no se acaba nunca, Enrique Vila-Matas traza la crónica de sus años juveniles en esa ciudad, años que vieron la difícil redacción de su primera novela y estuvieron animados por el enfrentamiento con los mitos literarios que la ciudad aún alentaba a mediados de los años setenta. Inquilino de una chambre de bonne propiedad de Marguerite Duras, amigo de una variopinta fauna cosmopolita, donde los argentinos ocupan, por lo menos en su recuerdo, lugar destacado, esa irónica odisea, bajo la sombra severa, interminable de Hemingway, me recuerda mi simultáneo descubrimiento de la vida de hotel.
Me gustan los hoteles, me gusta cualquier hotel. En un cuarto de hotel siempre me he sentido cómodo. Es una tierra de nadie donde sé que acampo por tiempo limitado; donde las paredes no me confrontan con una vida cotidiana, con libros que alguna vez pensé leer y solamente he acumulado, con fotografías de personas ausentes que extraño, con esos objetos que en algún momento, cuando los puse sobre un estante, pudieron parecerme graciosos y hoy definen una palabra temible: recuerdos. Las paredes del cuarto de hotel no me han visto con la mirada perdida en un punto indefinido, dejando que el tiempo pasara a mi alrededor, o más bien dentro de mí. En un cuarto de hotel me siento liviano, como si pudiera reinventarme. Desde la cama, antes de dormir, miro a mi alrededor y nada me anuncia cómo será el día siguiente, me parece posible postergar los fantasmas que no puedo liquidar, y confío en que el sueño no los invite.
El cuarto de un hotel barato me resulta tan bienvenido como podría serlo el de un palacio: para mí son anónimos, ambos. Si estoy en una ciudad donde no vivo, me intereso en la guía de teléfonos como en una novela policial. Si estoy en un país protestante, sé que el ejemplar de la Biblia en el cajón de la mesa de luz tendrá algún párrafo subrayado con lápiz y me pierdo en hipótesis sobre el estado de ánimo del lector que lo marcó. Aun volantes y tarjetas de información, cuyo equivalente no leería en la publicidad que regularmente paso sin escalas del correo recibido a la basura, despiertan mi curiosidad si los encuentro en un cuarto de hotel. Puedo recordar tanto una excentricidad de traducción como una fórmula de insólita elegancia: en un hotel de Andalucía, la advertencia frecuente de que la bata de toalla no debía ser considerada como un obsequio del hotel terminaba en su versión inglesa con un inesperado acorde orientalista: “While our guest, enjoy your bournouz!”. En el restaurant de un hotel a orillas del lago de Como, avisaban que algunos platos de pescado anunciados podían no estar disponibles, pues eran “realizzati giornalmente in base alla clemenza del lago e alla fortuna dei nostri pescatori”.
Una noche de 1974, recién llegado a París, entre dos departamentos prestados por amigos, pedí un cuarto en un hotel sin estrella (qué apropiada esta metáfora involuntaria: la estrella ausente es la mínima calificación que otorga la oficina turística cuya misión supuesta es garantizar al visitante una relación entre precios y servicios). Por toda respuesta la patrona se alejó unos pasos para hablar en voz baja con una mucama; al volver me anunció que el cuarto sólo estaría disponible dentro de media hora. La tranquilicé: no lo necesitaría hasta dentro de varias horas, y para refrendar mis palabras saqué del bolsillo con qué pagarle.
En mitad de la noche, después de haber dormido un par de horas, me desperté con frío. Al abrir el armario para buscar una manta, vi en el estante más alto un edredón arrollado; al bajarlo me pareció que en su interior había algo sólido, pesado. Lo deposité sobre la cama con prudencia y, antes de desplegarlo, introduje una mano entre sus dobleces. Extraje una botella de cognac, de buena calidad, apenas empezada. Entendíen ese momento el cuchicheo de la patrona con la mucama: el cuarto debía tener un ocupante permanente (era el año 1974: todavía existían en París hoteles humildes, donde una población que en otros tiempos se hubiese llamado bohemia, a quien no le importaba carecer de cocina y baño propios, prefería pagar un alquiler equivalente al de un studio y no sentirse ligado por ningún contrato). Ese ocupante acaso estuviera de viaje, acaso en ese momento no hubiese cuartos libres en el hotel, y para no dejar escapar un ave de paso la patrona había decidido vaciar su cuarto de todo efecto personal. La mucama no podía sospechar que dentro de ese edredón no utilizado una botella de buen precio había sido puesta a salvo de su curiosidad, si no de la de la misma patrona... Pasé una noche cálida: al abrigo exterior del edredón se sumó el más íntimo del cognac. A la mañana me despedí de la patrona con una sonrisa, que me acompañó mientras bajaba por la rue de Beaune hacia el Sena: imaginaba, con perversas variaciones, la escena que seguiría al regreso del pasajero, cuando descubriese, en el escondite exacto que había elegido, una botella vacía.
Veinticinco años más tarde, en Budapest, un escritor cuyo nombre no recuerdo, acaso deliberadamente, me dijo que me envidiaba la paciencia de haber permanecido fiel a París, ciudad que él había intentado adoptar con esfuerzo y sin éxito. Un día, al volver de un fin de semana en Bruselas, descubrió que una botella de cognac que tenía escondida en el armario de su cuarto de hotel había sido vaciada durante su ausencia. Le pregunté si había sospechado de alguien en particular. “Qué va, fue un aviso de la ciudad: aquí no te queremos, te bebemos el alcohol secreto, pronto beberemos tu sangre, vuelve adonde sea que vivías antes de venir...” El regreso fue penoso, me dijo, pero un año más tarde publicaba su primera novela. Creo que hoy es feliz.
Edgardo Cozarinsky