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Domingo, 28 de diciembre de 2003

RESEñA

Escenas patrióticas

La letra argentina.
Crítica 1970-2002
Nicolás Rosa

Santiago Arcos
Buenos Aires, 2002
222 págs.

por Nancy Fernández

Para Nicolás Rosa, autor de La letra argentina. Crítica 1970-2002, la síntesis de su mirada retrospectiva implicó afirmar la obstinada apuesta que mejor lo define: revisar la producción intelectual, propia y ajena, como práctica política. Autores, poéticas, géneros, son la materia sobre la que Rosa reflexiona; pero crítica y literatura serán los saberes de los cuales se rescatará el resto y la pérdida, y quizá, la obliterada devaluación del canon que la cultura argentina soñó como unidad o garantía. Desde el proyecto pergeñado para la construcción de una lengua y una nacionalidad (Sarmiento, Alberdi, Gutiérrez, Echeverría); desde las modernas transformaciones de la crítica literaria, el autor llega a Sur hurgando en el núcleo de la cultura oficial: el espíritu universal de la letra traducida, divulgada, se replica (se refuta) por la economía posesiva (selectiva) de las Bellas Letras.
La propuesta que incita al olvido de Borges esconde más riesgos que la caución de un destino cumplido; la letra argentina quedará engastada como marca imborrable o como residuo, “legible” en la ausencia de su ley. De este modo están dadas las condiciones para que no resulte tan extraño oír hablar de una nueva tradición argentina, materializada con la palabra terrosa de Osvaldo Lamborghini o de Arturo Carrera, quienes tampoco “gozan” (claro está) ni del crédito de la lectura habitual ni del tranquilizador abrigo de la cultura de museo. A partir de ellos será posible seguir los desplazamientos de nuevas patrias fronterizas, una suerte de neogauchesca argótica, sexuada y barrial.
Si para Rosa la literatura engendra siempre un “corazón maligno”, la ficción y la extrañeza de la otredad atraen su atención así como también los desplazamientos de la lengua, que tienden a disolver la unidad del Yo. La profusión de hablas y dialectos (Cortázar), la ambigüedad del espacio y del tiempo (Bioy Casares); el simulacro y la semiosis teatral y malversada de la vida pequeño-burguesa (Roberto Arlt) o las formas alucinadas del relato como destrucción de la estructura y el sistema categorial de las creencias (Néstor Sánchez). La indagación curiosa y eficaz de Rosa deambula entre los escorzos de la droga y el recuerdo pantalla de la niñez. Entonces, entre el texto salvaje de Sánchez y el misterio de las letras primeras, surge la lectura sobre Arturo Carrera como la íntima celada de la infancia que absuelve al poeta de toda comunicación gregaria; allí será posible que el enigmático esplendor de la vida cotidiana anuncie lo real en la escena de la memoria.
La persistencia de Rosa alrededor de la inscripción de la cultura argentina toma una posición que privilegia la treta ladina, el dictamen contra la lengua egregia conservada como abolengo o bien familiar. En este sentido, Rosa asume el costo de un saber provisorio y residual, reclamando a la institución otro rol para el crítico, otra función que la de ser el “verdugo oficioso del sistema”. El desparpajo de su invitación cruza, para nosotros, una demanda doble: olvidar a Borges para que su presencia, más real que nunca, funcione de un modo más auténtico; olvidarlo para inaugurar la broma pesada de una escritura a contrapelo. En cualquier caso y felizmente, va a peligrar la burocracia solemne de las monografías, lacrítica conveniente y oportuna que presta oídos a las formas del buen decir oficial.

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