El jardín de las delicias
El texto de Elena Poniatowska que a continuación presentamos fue escrito y publicado con motivo de la entrega a García Ponce del Premio Juan Rulfo, que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 2001.
Por Elena Poniatowska
Desde joven, a Juan García Ponce –nacido en Mérida en 1932– le gustó escandalizar, pero el mayor escándalo de su vida ha sido su forma de sobrellevar una esclerosis múltiple que se remonta a 1967. Se trata de una enfermedad progresiva, una desmielinización de todos los nervios. Por cierto, en 1968, al llevar en su silla de ruedas al periódico Excélsior una protesta en favor del Movimiento Estudiantil, a Juan lo confundieron con el líder Marcelino Perelló y lo condujeron a la cárcel. Hoy conserva su capacidad de indignación, y consternado por el atentado terrorista del World Trade Center en Nueva York ha decidido escribir en La Jornada en contra de la guerra desatada por Estados Unidos en Afganistán.
Hace más de tres décadas, en 1967, el neurólogo Mario Fuentes le dijo en su cara que tenía seis meses de vida, un año, cuando mucho. “Lo que hice entonces –cuenta Juan– fue dar una vuelta en mi coche y meditar. Me estacioné en una calle y pensé: ‘¿Qué hago? ¿Me suicido?...’ Como tú sabes, mi defecto es la curiosidad e inmediatamente reaccioné: ‘Me suicido, ¿y qué tal si pasa algo maravilloso en este año?’ Decidí quedarme y arranqué mi coche diciéndome: ¡Vamos a ver qué pasa en lo que resta del año’.”
Lo que pasó fue que muchos libros vinieron a añadirse a Figura de paja, La noche y La cabaña. La fortaleza es un impulso natural en el alma de Juan. Nunca quiso ser una víctima de sí mismo, rechazó sentirse acorralado. En 1970 aparecieron tres libros: El nombre olvidado, La vida perdurable y El libro, a los que siguieron La invitación, El gato, Unión y Crónica de la intervención. Hace nueve años el Fondo de Cultura Económica publicó Pasado presente, novela de 348 páginas dictada a María Luisa Herrera, su asistente. Empieza con el temblor de 1957 y es un canto de amor a la ciudad, que ya no es la que Juan conoció de niño. Juan rescata a la ciudad, la acuna sobre su pecho, la mece entre sus brazos, la cubre de besos, abraza sus árboles, sus plazas, el Parque Hundido, el café Chufas, los helados de pistacho de Chiandoni, los de La Siberia, en Coyoacán, y revive con feroz alegría la época de Difusión Cultural de la UNAM, que dirigía Jaime García Terrés a mediados de los años cincuenta, y de Poesía en voz alta, en torno a Octavio Paz. Todos los personajes son reconocibles: allí están Juan Soriano, José Emilio y Cristina Pacheco, Jorge Ibargüengoitia, Juan Vicente Melo, Juan José Gurrola, José de la Colina, Salvador Elizondo, Rosario Castellanos, Héctor Mendoza, Tomás Segovia, Carlos Valdés, Sergio Magaña, Vicente Rojo, Octavio Paz, Leonora Carrington y todas las actrices del mundo del teatro que fue el de Juan, quien ganó el Premio Ciudad de México por su obra El canto de los grillos. Aparece también Luisa Josefina Hernández, la maestra a quien le gustaba, según Juan, tener a su servicio no sólo intelectual sino sentimental a sus alumnos. Era seductora aunque ella dijera lo contrario.
Pero sobre todo aparecen las mujeres, muchachas libres y desenvueltas que en el asiento trasero del coche se echan una gabardina encima para poder desvestirse y entregarse así a toda clase de delicias. En las novelas de Juan, los automóviles estacionados en lugares oscuros son sitios apropiados al acto de amor. Cuando Juan no hace el amor se dedica a leer Contrapunto, de Aldous Huxley; Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, y claro, a Musil, a Broch, a Klossowski, que él introdujo en México. Las historias de amor de Bataille palidecen al lado de las de Juan, este gran amante regalo de los dioses a la literatura mexicana, este D. H. Lawrence por quien todas quisiéramos convertirnos en Lady Chatterley y decirle como la Genevieve de Pasado presente: “Soy tuya como tú me quieres, tuya hasta cuando sólo soy yo misma porque esto es posible gracias a ti. No sé qué me espera, no sé en qué me has convertido, quizá en nada más que aquello que fui siempre, sin saberlo. Por ahora mi libertad te pertenece, tal es su carácter como libertad”. No sería exagerado afirmar que la literatura mexicana le debe su erotismo a Juan García Ponce.
Juan es la mirada más joven, la más libre que le sea a uno posible conocer. Las mujeres fueron su coto de caza, su propiedad privada, su posesión, su campo de batalla, porque las batallas de amor son de exclusividad y Juan siempre anduvo de pleito. De hecho ha vivido la vida como un gran pleito, el último contra la muerte aquella a la que le ha podido gritar como José Gorostiza: “¡Anda, putilla del rubor helado,/ Anda, vámonos al diablo!”
A pesar de que no se mueve, Juan es un hombre libre. Su cuerpo, enjuto por la enfermedad, estalla de fortaleza. Es tan expresivo que a uno se le olvida que Juan sólo puede levantar los brazos con el pensamiento. Después de cinco minutos el que se impone es él, el que dicta es él, el que lleva la conversación es él. Quizá no pueda sostener su cabeza pero su cerebro se yergue poderoso e ilumina cada inerte pensamiento. Manuel Felguerez inventó un dispositivo, una suerte de tela o de collarín adherido a la silla de ruedas en la que Juan recarga su cabeza para que no se le caiga.
A Juan la palabra adversidad le parece cursi y vive su enfermedad como un reto. La exaltación de su enfermedad lo molesta. No quiere ni que lo admiren ni que lo compadezcan. Le disgusta que liguen su enfermedad a su literatura. A un periodista que le dijo algo así como “ante la adversidad tú te has...”, Juan respondió: “Todos tenemos adversidades, eso no tiene nada que ver con la literatura, con lo que yo hago. No es ni mejor ni peor mi literatura porque yo esté así”. No le gusta ni que lo admiren por sobrellevar su enfermedad ni que se juzgue su literatura como parte de una vida adversa o problemática.
Juan no vive su enfermedad como una tragedia. ¿Por qué? Por una razón poderosísima. Porque Juan puede escribir. El anuncio de que había obtenido el premio Juan Rulfo vino a darle bríos inesperados y sus consecuencias han sido benéficas. Desde un principio, Juan dijo que volaría a Guadalajara a recibir el Rulfo y que no le importaba morirse en el intento. Primero pensó en ir y regresar en un solo día, pero como el lunes 26 se va a develar su busto en la Universidad de Guadalajara, en la galería Juan Rulfo de Rectoría General, en el que lo esperan desde 1991 Nicanor Parra, Juan José Arreola, Eliseo Diego, Julio Ramón Ribeyro, Nélida Piñón, Augusto Monterroso, Juan Marsé, Olga Orozco, Sergio Pitol y Juan Gelman el pasado año 2000, Juan decidió quedarse hasta el martes 27. Cuando le preguntaron, a propósito de su busto, si lo esculpían “como él era antes o como ahora”, respondió tajante: “Como ahora”. El viaje de Juan, por tanto, es heroico.
Juan ve más allá de lo que ven los demás. De tanto contemplar su jardín recupera un antiguo conocimiento de la naturaleza que lo hace conocer mejor a los hombres. Observa a cada visitante con mucho detenimiento, sus cejas cada vez más juntas, sus ojos cada vez más brillantes, su boca cada vez más firmemente cerrada. Su jardín estaba separado del jardín del vecino por una barda de adobe sobre la que había una tela de alambre con enredadera y el temblor del 85 la tiró. Juan convino con el vecino en no reconstruirla y ahora se ven las copas de los árboles. A partir de las doce del día, las enfermeras colocan su silla de ruedas frente al ventanal y Juan se entrega a la contemplación.
Si todo lo que hizo Juan de joven fue pecado, Juan es hoy un hombre absuelto. Lo absuelven su inteligencia y ese largo, ese lento examen de su jardín de deleites al que escucha crecer hasta que se mete el sol. Ese jardín es ahora su examen de conciencia. Vive al día como los que se mueren de amor y está contento porque ha besado todas las bocas de púrpura encendida, como dicta la canción. Y nosotras, las mujeres de México, a las que a veces nos duele hasta el aire, necesitamos decirle como Acuña el de Rosario que lo adoramos, lo queremos con todo el corazón y que nuestra primera y última ilusión es besarlo como las locas que somos y seremos hasta nuestro último suspiro.