Dom 28.03.2004
libros

Mujeres que escriben

HISTORIA DE MI MADRE
Angélica Gorodischer

Emecé
Buenos Aires, 2004
238 págs.

POR GUILLERMO SACCOMANNO

La narrativa de Angélica Gorodischer (1928) es sólo una parte, si bien la más fuerte, de una actividad intelectual que incluye notas periodísticas, conferencias, grupos de reflexión sobre la escritura y la organización de multitudinarios encuentros de mujeres discutiendo sus problemáticas específicas. Gorodischer ha recibido infinidad de premios, entre los que se destaca el Dignidad, que otorga la Asamblea Permanente de Derechos Humanos. En su narrativa, la ciencia ficción y lo fantástico surgen con el ánimo de intranquilizar lo cotidiano, subvertir la noción de realismo y explorar los alcances de un lenguaje coloquial que exprime el absurdo. Gorodischer se ha apropiado de un género “menor” para, en una operación extremadamente libre, cuestionar el poder ya sea en la conquista imperial de otros mundos como en las relaciones entre hombres y mujeres. Pero ahora, a esta altura de su narrativa, Gorodischer decide concentrarse en un asunto más personal, su infancia, su formación y, en esta indagatoria, revisa una marca. El título lo dice todo: Historia de mi madre.
En La literatura autobiográfica argentina (1966), Adolfo Prieto planteaba hasta qué punto la autobiografía es relevante como testimonio y de qué forma permite rastrear la historia de las elites de poder. Mansilla, Sarmiento, Miguel Cané, son, en este sentido, algunos ejemplos ilustres. Pero también cabe preguntarse hasta dónde muchas veces la autobiografía, una ficción, no es un género que excede lo testimonial para convertirse en otra cosa: placer vindicativo y ajuste de cuentas, confesión de pruebas de una ideología justiciera de la literatura.
Como atendiendo un reclamo de identidad han aparecido últimamente, entre otras novelas filiales, Papá de Federico Jeanmaire, con foto del padre en tapa, y Mamá de Jorge Fernández Díaz, con foto de la madre en tapa. El libro de Gorodischer no escapa a la convención: foto de la madre en tapa. Otro fenómeno que puede ser complementario es encontrar en el reseñismo de suplementos culturales la proliferación del significante “linaje”, más que una categoría como rendez vous a los escritores de clase alta: los Bioy, las Ocampo. Asumir una identidad (inmigrante, clase media) o adoptar una prestada (la tilinguería, el snobismo) es toda una disyuntiva para un narrador o un crítico a la hora de determinar sus precursores. Gorodischer se rebela contra la cuestión del “linaje”. Detalla sus ancestros de Lyon y Aragón, pero no se presta a la veneración (antológico: el pasaje en que se autorretrata en familia como “judía trucha”). Porque su historia no se explica tanto por las relaciones de sangre como por las de tinta. “Yo empecé otro linaje”, afirma. Es que Gorodischer arma su genealogía en la literatura. No en “la escritura”. Sí en la narración. Una narración que apunta a establecer influencias y aversiones.
Historia de mi madre busca abrirse camino entre las tendencias mencionadas (novela de la madre, novela del padre, los linajes). Al abordar la tensión madre conservadora/hija outsider, pega una vuelta de tuerca a la situación resignificando además la siempre polémica noción de la literatura femenina como “género”. Con absoluto desprejuicio, Gorodischer puede pasar de una reflexión sobre el arte de contar a la estampa de infancia, de un enojo con el medio pelo a la exhumación de una escritora prácticamente desconocida (como Paula Wajsman), emplear comomaldiciones un sofisticado shit o un más argentino “corno a la vela” y luego detenerse, en un impromptu, en el horneado de una torta.
El tono de Gorodischer comparte varios rasgos del diario íntimo (la crónica situada y fechada), de la confesión (la revelación de secretos humillantes) y de la confidencia familiar (si se prefiere, la “novela familiar”). Aunque el registro de un diario es, por lo general, grave, monocorde, Gorodischer sobrevuela la melancolía y la elude. Lo que sucede, en buena medida, por su confianza en un estilo casi oral, en la digresión permanente que le cede paso al humor. En este diario participan asimismo el cuento, el artículo y un sesgo ensayístico. Gorodischer no engaña: éste es un diario íntimo que por su naturaleza pública pide ser leído en vida de su autora. Que se traslada con ductilidad del ámbito doméstico al público, característica que comparte con las autobiografías canónicas de próceres de nuestra literatura: con una misma soltura, Gorodischer nombra los Encuentros de la Mujer, una conferencia en la Fundación Avon y al rato recuerda que un psicoanalista le interpretó que su madre era una araña.
Una tía y un poeta conocido como Hugo Padeletti pueden igualarse en una democracia afectiva vía la mención. Gorodischer asume su figuración y la amalgama en este libro. De esta forma, lo público y lo privado conforman una dialéctica que se refuerza y prestigia de modo recíproco. “El libro se va haciendo aunque yo escriba salteado”, anota Gorodischer, aunque no deja de escribir, ya sea en Rosario o Toronto. No es el respeto a la linealidad de la trama (una cronología zigzagueante, pero cronología al fin) lo que a Gorodischer le importa sino la digresión que parece esquivar el núcleo dramático. Y es justamente en el desvío donde acecha la confesión. Como sucede en toda confesión, Gorodischer se expone, así bromee con ingenua coquetería comentando que recurre a su hija psicoanalista para que le explique “algo sobre los falsos recuerdos”.
Gorodischer fija su programa literario en la niñez. Una maestra, incitando a la composición, confiere a la colegiala la libertad de escribir “legalmente y no a escondidas”. ¿Por qué a escondidas? El escondite remite a la necesidad de cuarto propio que Virginia Woolf (fetiche no pocas veces citado) exigía para que una mujer dejara de ser hermanita de Shakespeare y se armara escritora. Gorodischer vuelve a traer a luz la cuestión. “A esa edad, nueve, diez años, once años, yo ya tenía un buen caudal de lecturas y, aunque no entendía todo lo que leía, distinguía con seguridad, no con las palabras exactas para decirlo pero con seguridad, lo que era bueno de lo que era malo, lo verosímil de lo que estaba hecho de papier maché. Pero tardé cuarenta años en comprender que la curiosidad no es un defecto sino una virtud, como la desobediencia, y que las dos mueven al mundo.”
Los cuentos que la madre le contaba a la hija sucedían en “ninguna parte”. En esos cuentos, no obstante, podía intervenir la nena. ¿Cuál era el territorio de la hija en “ninguna parte”?, se puede preguntar el lector. “Con todo eso, más los libros, más el miedo, ¿cómo no querer escribir?” Así, Gorodischer, con una locuacidad torrencial, como si el libro se escribiera conversando, pone su oficio a explorar la historia materna: una mujer aficionada a las bellas artes, que llegó a publicar poemas y una novela moralizante, pero sin coraje. El retrato, intentando ser comprensivo, alterna la justificación y la furia: “Ser su hija era casi trágico: encontrarse con que prohibía aquello que predicaba era fatal para quien crecía a su lado”. Gorodischer se propone un ejercicio difícil: “Tal vez soy injusta”, se culpa. Sabe que así como la objetividad no existe, la reflexión sobre las palabras, su instrumento, la enfrenta con la duda cuando de benevolencia se trata: “Una cubre la realidad de mentiras (...) porque de otro modo sería insoportable la vida”. Y agrega: “Las palabras son una especie de almohadón que nos ampara y nos defiende de la realidad, de lo espantoso, de lo duro e inhóspito”. Hay un momentode dureza implacable en la confesión: cuando la hija escritora se para ante la novela de la madre. “No se trataba solamente de la novela”, admite Gorodischer. “Me daba vergüenza y rabia que la novela fuera tan mala.” La novela “tan mala” de la madre será vampirizada, como no puede ser de otro modo, por la novela que escribirá impiadosamente la hija.

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