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Domingo, 9 de febrero de 2003

EN EL QUIOSCO › RESEñAS

toda la naturaleza

Alfredo Veiravé
Obra poética (dos tomos)

Grupo Editor Latinoamericano
Buenos Aires, 2002
400 págs.

Por Walter Cassara
La climatología, la historia latinoamericana, las ciencias botánicas y las antropológicas, la crítica de arte, los bananeros y las antenas de TV, las golondrinas y la teoría de la relatividad... todo puede caber en una página de Alfredo Veiravé, infatigable amanuense del universo, poeta opíparo de “la palabra cazada al vuelo”, como este autor solía definirse a sí mismo con inteligencia y humor campechanos. A tono con esta depurada espontaneidad, los dos poblados volúmenes (prescindiendo de un tercer tomo de redundantes comentarios bibliográficos) de estas Obras completas que recopilan más de cuarenta años de un cumplidor trabajo con la lengua, leídos de corrido surten el efecto de un misceláneo y fraternal reportaje al mundo en donde el poeta conversa desahogadamente con todas o casi todas las criaturas y las cosas.
El lector puede quedarse tranquilo: si algún eternauta, después de un holocausto global, quisiera informarse sobre nuestras cuestiones mortales, no tendría más que acudir a la opera aperta de Alfredo Veiravé, y allí la apabullante variedad del mundo, con todos sus fenómenos y relaciones, se le manifestaría como una colección de lúdicos fragmentos de lenguaje.
Pero no siempre –para este poeta que pasó su juventud asediado por la tuberculosis y escribió sus primeros libros bajo la influencia de Rilke y Lubicz Milosz– la poesía fue una fiesta. Nacido en 1928 en Gualeguay, coterráneo de Carlos Mastronardi y del legendario Juan L. Ortiz, que orientó hacia el simbolismo y el romanticismo sus lecturas de adolescencia, Veiravé inició su carrera poética con el aliento lírico-elegíaco que caracterizó a la llamada generación del 40. Bastaría hojear sus libros inaugurales (El alba, el río y tu presencia o El ángel y las redes, por ejemplo) para darse una idea de la melancolía que delimita e impregna sus primeros pasos en la poesía: palabras como “ángel”, “otoño” o “amada” desfilan solemnemente en aquellos tempranos textos, seguidas siempre de tiernas exclamaciones y alusiones desoladas al paisaje natal.
Sin embargo, gradualmente, Veiravé se fue desentendiendo del lirismo puntilloso de Jun L. Ortiz y alimentándose de otros poetas más prosaicos, como el nicaragüense Ernesto Cardenal o el chileno Nicanor Parra, y consiguió en Puntos luminosos (1970) despedirse para siempre de los “ángeles rilkeanos” y la religiosidad neorromántica, para alcanzar un tono propio que se fue ampliando y modelando con cada uno de los seis títulos que le siguieron, entre los cuales se cuentan hitos de la poesía latinoamericana de los setenta (como El imperio milenario y La máquina del mundo) y de los ochenta (como Historia natural o Radar en la tormenta). Es entonces cuando su escritura se abre a la divulgación de múltiples saberes y discursos; los márgenes de la página se expanden y con ellos los límites formales del verso empiezan a volverse fluctuantes; la obra se desembaraza de toda restricción literaria para conquistar su sintaxis “natural” y una subyugante libertad analógica o “ebriedad momentánea” donde se cruzan los materiales más heterogéneos; de ahí que la poesía sea “un estado de refracción que cruza el cielo/ como un arco iris después de la tormenta, y el poema un objeto/ geométrico como el Gran Vidrio de Marcel Duchamp”.
Alfredo Veiravé murió en 1991 en el Chaco, habiendo desarrollado una intensa labor docente e intelectual, y legando un trabajo poético que la crítica designó como “una vanguardia al alcance de todos”, pero que el poeta celebró más sencillamente en los siguientes términos: “La literaturahabla; al primero que habla es al autor, después puede ocurrir que hable a otros. Por tanto, se trata de una comunicación de intensidad y no de número. Gente que no suele leer poesía ha encontrado en las notas de humor asidero para descubrir que el poeta no está en un mundo diferente del de los otros. No hay demagogia, es la comunicación, es la necesidad feroz de compartir una sonrisa con el lector”.
Magnífico programa para esa “inmensa minoría” que fueron siempre y siguen siendo los lectores de poesía.

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