Domingo, 29 de enero de 2006 | Hoy
ADIEU
Por Martín Pérez
Un hombre se instala solo en un asteroide pequeño, y pone en funcionamiento un robot para que lo ayude a mantener habitable el lugar, sin necesidad de contacto alguno con el resto de la humanidad. Al mismo tiempo, el hombre le va insertando al robot frases programadas para poder conversar con él. No se trata de verdaderas conversaciones, ya que el robot contesta lo que ha sido programado para contestar. Pero al hombre eso le alcanza. Pasan los años y las frases se van sumando. Como el hombre no ha dotado al robot de su misma personalidad, no contesta lo mismo que él contestaría y, con el tiempo, el robot parece ir adquiriendo una personalidad propia. Será su única compañía en ese asteroide autosuficiente hasta que su vida diga basta, y el robot diga unas últimas palabras antes de detenerse para siempre.
Esta es la sencilla trama de “Beside Still Waters”, un relato que fue leído hace un mes en el entierro de Robert Sheckley, uno de los grandes cuentistas de la ciencia ficción de su época de oro, muerto el 9 de diciembre pasado a la edad de 77 años. Traducido al castellano como “Las quietas aguas del espacio”, el breve relato supo cerrar la muy celebrada primera compilación de cuentos de Sheckley, publicada en 1954 y titulada “Untouched by Human Hands” (traducida como “La séptima víctima” al ser editada en castellano por Nebulae). Si bien tal vez sea una historia ideal para despedir a un escritor, su trama no es representativa de la clase de cuentos con los que Sheckley se hizo un lugar dentro del género. Su marca de fábrica fue una feroz ironía cuasikafkiana, que le sostenía la mirada a un futuro que en sus cuentos no parecía tan brillante como por entonces querían creer sus compatriotas, y también sus colegas de la CF. Si Frederic Brown fue el humorista, y Theodore Sturgeon el humanista entre los cuentistas clásicos que sirvieron de puente para la generación siguiente, Sheckley fue el Alfred Jarry, un maestro del absurdo. “Sheckley es Voltaire con soda”, supo decir su colega Brian Aldiss. “Si los hermanos Marx hubiesen sido literatos, todos ellos hubiesen sido Robert Sheckley”, declaró Harlan Ellison.
Aunque el mundo de la ciencia ficción lloró su desaparición, la muerte de Sheckley no tuvo demasiada difusión. Es verdad que, por ejemplo, su obra nunca tuvo gran suerte al ser trasladada al cine. Su novela Inmortality Inc. fue Freejack, un vehículo futurista para que Mick Jagger demuestre que no sabe actuar. Y la película más famosa basada en una historia suya, la italiana La décima víctima, es más conocida por ese corpiño-pistola que lució Ursula Andress y tan bien parodió Austin Powers. “En un mundo más justo, Sheckley hubiese sido reconocido como uno de los más importantes escritores norteamericanos de cuentos del siglo pasado”, escribió Christopher Priest en la necrológica publicada por The Guardian. Lo mejor de su obra sin duda fueron los cuentos que escribió en los años ’50 y ’60 (“si bien en retrospectiva fue reconocido como un escritor icónico de los ’50, en esa época nadaba en contra del mainstream”, recordó Priest), aunque en sus menos prolíficos 70, en los que vivió en la isla de Ibiza, escribió obras maestras como “¿Sientes algo cuando hago esto?” o “En una tierra de colores claros”, que supo publicar la revista El Péndulo, y –como sus viejos libros de cuentos, como Paraíso II o Ciudadano del espacio– aún se suelen ver en las librerías de viejo. Tal vez el mejor homenaje a Sheckley sea el hecho de que, cuando hubo que revolver bibliotecas para buscar los libros con que se ilustran estas líneas, ningún volumen estaba intacto, sino que estaban todos ajados por una lectura felizmente repetida. Y disfrutada.
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