Domingo, 5 de marzo de 2006 | Hoy
EL EXTRANJERO
Después de casi diez años, vuelve a salir a la palestra Deborah Eisenberg, una desconocida absoluta en castellano y refinada cultora del cuento breve.
Por Rodrigo Fresán
Muchos han leído a Alice Munro, tantos otros esperan con ansiedad el próximo libro de Lorrie Moore, y hasta están los que siguen desde hace décadas a Ann Beattie. Pero son muy contados los lectores nacidos en castellano (y que dominan el inglés) quienes, por estos días, dan saltos de alegría y experimentan éxtasis casi religiosos ante la llegada de la nueva colección de cuentos de la norteamericana Deborah Eisenberg.
Nacida en Chicago en 1945, rasgos angulosos y prosa afilada, mayúscula autora minoritaria, poco dada a entrevistas y a apariciones en público, ganadora de tres premios O’Henry, adorada por los cultores de The New Yorker y por sus colegas (el experimentado maestro John Updike fue uno de sus valedores a la hora del debut; el joven y talentoso experimentalista Ben Marcus la canonizó recientemente en las páginas de The New York Times), Eisenberg ha publicado nada más que una obra de teatro –Pastorale, de 1983– y cuatro libros de relatos en apenas veinte años: Transactions in Foreign Currency en 1986, Under de 72nd Airborne de 1992, ambos reeditados en 1997 en un único volumen, The Stories (So far of Deborah Eisenberg) y, ese mismo año, All around Atlantis, y para finales del próximo mayo se anuncia un Collected Stories. Y, hasta donde sé, ninguno –¿hay algún editor en la sala?– ha mutado a nuestro idioma hasta el día de hoy. Todos ellos son perfectos e imprescindibles y a este pequeño grupo se une ahora –luego de nueve años de espera y de buscarla en revistas– Twilight of the Superheroes. Y todo está como y donde estaba: de la mejor forma y en el mejor sitio posible. En seis nuevos cuentos de Eisenberg, donde esta paladina justiciera de la short-story como –para ella– forma mucho más inventiva y superpoderosa que la novela donde ejecuta lo que le gusta definir como “epifanías en reversa” y, de paso, vuelve a demostrar que es una de las más grandes.
Así, otra vez, estructuras elásticas, tramas impredecibles, narradores muy poco confiables, bruscas alteraciones de la geografía de la mente y del paisaje del cuerpo, y aliento novelesco en bocanadas breves en páginas pero enormes en sus intenciones y logros que, por momentos, como precisó Marcus, recuerdan lo mejor de la supuesta pero en realidad calculada al milímetro “improvisación” de John Cassavetes fundiéndose con la delicada lírica de la angustia de John Cheever. Digámoslo así, a Eisenberg le gusta elevar a sus protagonistas por el solo placer de verlos –y describirlos– caer. En las historias de Eisenberg todo lo que sube baja aún más bajo del punto del que despegó.
Cuesta señalar a alguno de los cuentos. “Some Other, Better Otto”, “Revenge of the Dinosaurs”, “Like It Or Not”, “Window”, “The Flaw on the Design”. Todos son formidables. Por lo que, por razones de espacio, cabe detenerse en el que da título al libro. Allí, un joven historietista sin rumbo llamado Nathaniel –creador del muy poco súper y bastante agonista Passivityman, un campeón de la justicia que siempre deja para mañana lo que puede hacer hoy– alquila un piso con vistas al World Trade Center pocos días antes del 11 de septiembre del 2001. Para Eisenberg, la caída de las torres funciona como el clímax demorado de aquel supuesto apocalipsis informático que debió llegar el 31 de diciembre de 1999 a la medianoche. Allí, cuando nada fue consumado, Nathaniel fantasea acerca de cómo les contará a sus nietos lo que vivió entonces, en el filo del nuevo milenio, y leemos: “¡Lo más asombroso de todo es que no sucedió nada! ¡Contuvimos la respiración y de pronto no había nada allí! Fue un milagro”. Más de un año después, mirando por la ventana (impagable la portada de Twilight of the Superheroes con un maltrecho y under Passivityman llorando mientras todo se viene abajo), Nathaniel tiene mucho más para contar. Porque de pronto y sin aviso, como en un relato de Deborah Eisenberg, todo ha sucedido –”Algo relampagueó y algo se desgarró, y el cielo sin nubes se llenó de llamas”– y ya nada volverá a ser igual.
Milagro.
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