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Domingo, 15 de agosto de 2004

BIENVENIDOS A CHUCKLANDIA

 Por Rodrigo Fresán

por Rodrigo Fresán
Francis Scott Fitzgerald, Henry Miller, John O’Hara, Jerome David Salinger, Jack Kerouac, Joseph Heller, Jacqueline Susann, Richard Yates, Truman Capote, Norman Mailer, Thomas Pynchon, Robert Stone, Erica Jong, Anne Rice, Brett Easton Ellis, Douglas Coupland... Son muchos los escritores norteamericanos que triunfan con una primera novela que logra sintonizar con la no-ficción de los tiempos que corren o que se arrastran. Novelas que no sólo definen a sus héroes sino que, además, definen a sus autores. Son muy pocos, sin embargo, los que consiguen trascender a esa necesidad mitómana de los consumidores ansiosos porque la línea que separa a la persona de sus personajes sea muy pero muy delgada. Ante semejante espanto, algunos escritores optan por desaparecer, otros por resignarse esperando que pase la tormenta, y muchos acaban inmolándose en esa pira donde arde la ficción, la no-ficción, y la necesidad cada vez más enferma por parte de los lectores de que lo que se lee sea “verdadero” o esté más o menos sujeto a “la realidad”. Paradoja preocupante: cada vez se lee menos, pero cada vez se necesita creer más en lo que se lee.
El último en experimentar –¿disfrutar?, ¿padecer?, ¿explotar?– este síntoma es Chuck Palahniuk (Portland, 1964). Y, como corresponde, todo comenzó con su debut literario: El club de la pelea (de 1996, y meses atrás relanzado con un nuevo prólogo aclaratorio). La novela en cuestión –mezcla de sátira rabiosa, diatriba desopilante, manual de autoayuda, manifiesto anarco, épica sadomasoquista y panfleto para una nueva masculinidad– conectó con decenas de miles de lectores que creyeron en el libro como sucedáneo de sagradas escrituras milenaristas. Algunos fueron un poco más lejos –comenzaron a reunirse los fines de semana para molerse a patadas y puñetazos– y la adaptación cinematográfica de David Fincher y el rostro lleno de moretones de Edward Norton hicieron el resto. Había nacido una estrella y, posiblemente, desde la edad dorada de Kurt Vonnegut que no se veía algo así: un escritor/gurú que, además, tenía un muy particular sentido –o, mejor dicho, sinsentido– del humor. Ya se dijo en las páginas de este suplemento: Palahniuk es el sucesor de Stephen King a la hora de narrar la Pesadilla Americana o una versión McDonald’s y cuasi Jim Carrey –pensar en Crash, en Rascacielos, en Noches de cocaína o en Millenium People– del flemático y cromado James Graham Ballard.
Las novelas que siguieron –escritas casi a la velocidad de la lectura– no hicieron más que incrementar la intensidad del asunto, más allá de que El club de la pelea siga siendo el mejor libro de Palahniuk. Y que, posiblemente, la película –en especial su final– sea todavía mejor. Y así, Sobreviviente y Monstruos invisibles(ambas publicadas en 1999; la segunda, en realidad, es su primera novela rechazada por varias editoriales hasta el boom de El club de la pelea), Asfixia (2001, su segundo mejor libro), Nana (2002) y Diario (2003) no aportaron nada bueno y estuvo bien que así fuera. Porque lo que se les pide a los escritores como Palahniuk –lo que les piden tanto editores como lectores– es que sigan generando más de lo mismo: slogans, aforismos, dictums, juegos de palabras, one-liners, chistes buenos y malos, trash, investigaciones sobre el lado más freak de la sociedad del Imperio: camareros que eyaculan en la comida que sirven, la pasión por los muebles de IKEA, los grupos de ayuda a los adictos al sexo, el mundo secreto de los anuncios personales en las páginas traseras de los diarios. Todo esto arropado por una trama y un marco ficticio que, en realidad, es lo que menos importa. Lo que sí importa es que Palahniuk es un escritor extraliterario. El formato libro es el tejado, pero la viga del mismo son las cada vez más numerosas visitas a su site bautizado The Cult, y cada vez son más los fans histéricos y devotos –algunos de ellos son capaces de amenazar de muerte a todo aquel que hable mal de su mesías en los medios– que se desmayan enlas librerías cuando él lee fragmentos selectos y revulsivos de sus libros. ¿Por qué ocurre esto? Porque, como sucedió a la hora de otros profetas, los seguidores de Palahniuk –literalmente, pero más allá de toda literatura– siguen a Palahniuk. En resumen: se le pide a Palahniuk que sea cada vez más Palahniuk para así poder leerlo a él. Y Palahniuk, hasta ahora, siempre listo.
Y de eso trata Stranger Than Fiction: True Stories, segundo libro de no-ficción luego de esa guía bizarra por encargo que fue Fugitives and Refugees: A Walk in Portland, Oregon (2003, ver entrevista aparte), donde Palahniuk recorría e investigaba los misterios de su patria chica. Stranger Than Fiction reúne piezas dispersas del autor –perfiles de Juliette Lewis y Marilyn Manson, y de los labios de Brad Pitt; estampas y postales del submundo de fisicoculturistas adictos a los anabólicos, de buzos y luchadores universitarios, de investigadores de casas supuestamente embrujadas– que, agrupadas aquí, no son otra cosa que el telón de fondo para el primer libro “oficial” de Palahniuk sobre Palahniuk: bienvenidos a Chucklandia, y –cabía esperarlo– el mundo real del autor no es muy distinto de su mundo ficticio. Aunque sí hay una diferencia atendible: el nihilismo saltarín de las novelas muta aquí a la melancolía del que va pateando piedritas por un largo y sinuoso camino.
Lo más interesante de todo tiene tiempo y lugar en las páginas en las que Palahniuk revela sus métodos a la hora de “ensamblar” con mucho de lo que le cuentan sus camaradas (“El club de la pelea no es otra cosa que una antología de las vidas de mis amigos... Mi teoría sobre su éxito es que le proporcionó a un montón de gente una estructura para juntarse entre ellos”, confiesa). O detalla su sistema para buscar y encontrar material: como, por ejemplo, ofrecerse como dedicado voluntario para atender a pacientes enfermos de Alzheimer. O describe las curiosas actitudes de sus admiradores, como la de un camarero cinco estrellas que, emocionado por el encuentro con su ídolo, confiesa: “Margaret Thatcher ha comido mi esperma. En su sopa. Por lo menos cinco veces”. Palahniuk, parece, los atiende y los escucha con paciencia infinita y sonrisa no-comments.
Al final, justo antes de cerrar este libro sobre toda la verdad y nada más que la ficción, Chuck se pone verdaderamente personal y narra la locura criminal de su abuelo, el asesinato de su padre, y el modo en que toda esta inverosímil realidad va afectando sus cada vez más creíbles ficciones. “Vivimos nuestras vidas siguiendo los dictados de historias. En este contexto, hasta el hecho de estar solos para escribir no es otra cosa que una excusa para seguir conociendo gente. Porque las personas son el combustible del que se alimentan los personajes. Solos. Juntos. Hechos. Ficciones. Son un ciclo. Comedia. Tragedia. Luz. Sombras. Unas definen a otras. Y la cosa funciona siempre y cuando no te quedes demasiado tiempo en el mismo sitio. Por eso escribo. Porque la vida sólo parece funcionar retrospectivamente. Y la escritura te obliga a mirar hacia atrás”, precisa.
Hace un par de años, Palahniuk –correcto, simpático, elegante, siempre impecable, fornido pero nada intimidante– vino a Barcelona y fuimos a comer, y cerca de los postres, casi con miedo, me preguntó si era verdad que en la Argentina existía un club de la pelea donde los contrincantes luchaban hasta la muerte. Le respondí que no sabía nada sobre la cuestión.
“Ah”, dijo Palahniuk. Y pareció aliviado por mi respuesta; me pareció, también, un poco desilusionado. A mí, en cambio, me preocupaba la curita en la frente del maître; a mí me preocupaba todavía más la composición exacta de esa salsa que acompañaba a ese pescado.

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